Junto al lago Certescán, 26 de agosto de 2020
Refugio Mont Roig – Lago Certescán.
Primero, nada más, determinar que por hoy bastaba ya, es dar
respiro a mi espalda, que los últimos días ha empezado a resucitar un viejo dolor
que casi tenía ya domesticado. Se ve que le estoy pidiendo más de lo que me
puede dar pese a los ejercicios de rehabilitación a que la someto todo el año.
Más de un millar de metros de desnivel de bajada y otros tanto de subida con
quince, dieciséis kilos bajo su responsabilidad parece que es un límite que si
lógicamente sobrepaso luego lo tengo que pagar. Además, para que la cosa
revierta en masoquismo he subido hasta el mismísimo collado de Certescán
leyendo el capítulo que Paul Preston, La España traicionada, dedica al
franquismo hasta el final de los años setenta, con lo que al dolor de espalda
se ha sumado el dolor del alma. Me he detenido junto a un riachuelo cerca del
lago Certescán, un prado sin una sombra que me obliga a colocar la tienda en
versión toldo, y de paso me organizo con el colchón neumático bajo el toldo a
ver si tumbado con mayor comodidad la espalda deja de chillarme.
El cansancio me ha quitado el apetito. Estoy un poco laxo y acaso
es que se me junta el cansancio con la falta de sueño. Ayer a última hora
aparecieron primero dos hombres que al ver el refugio ocupado y dada la
situación del Covid, decidieron vivaquear. Luego aparecieron dos chicas muy
jovencitas, Carla y Eulalia, que decidieron cenar fuera y utilizar después la parte
más alejada del refugio para dormir. Todavía llegaron dos más de madrugada que
se habían perdido innumerables veces por el camino. Pero probablemente después
de todo la culpa de la falta de sueño la tuvo la película que me desveló por un
buen rato. Mientras nieva sobre los cedros, de Scott Hicks. La elegí,
entre otras por el título; me gustaba. Las primeras imágenes que vi me
cautivaron, un paisaje marino y un ambiente que bien habrían merecido un cuadro
de Zuloaga o un Turner aunque en tonos de una gama fría. La imagen salía
alargada verticalmente. Podría haber cambiado de película, pero la fotografía
de una belleza extraordinaria y el plus de que en la primeras imágenes hubiera
visto a Max von Sydow por quien profeso una verdadera devoción a través de sus
actuaciones en las películas de Bergman, me hizo indagar durante diez minutos
hasta que logré verla correctamente. Quizás la había visto hace muchos años
porque algo del argumento sí me resultaba familiar, especialmente el trato
vejatorio que dieron los estadounidenses a los japoneses que vivían en su país
en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. De todos modos no fue la trama de
la película lo que me produjo un continuado placer. En primer lugar los
ambientes marinos sumidos en el entorno caliginoso de un tiempo de nieblas, un
pesquero en la mitad de la pantalla sobrevolado por las gaviotas, la imagen
desenfocada de un marinero haciendo sonar un cuerno en la niebla, una escena de
recogida de las redes donde aparece el cadáver de un hombre; y más tarde los
escenarios del invierno y la nieve, todos ellos pequeñas muestras poéticas que,
ajustadas al argumento, sin embargo parecían tener personalidad propia por la
belleza de su composición meticulosamente estudiada. El trabajo de Robert
Richardson como fotógrafo del film da a éste una dimensión de obra de arte que,
añadido a la actuación de Sydow en el papel de un viejo abogado de una
humanidad extraordinaria, hacen del film un perfecto recreo para los sentidos.
Quizás la relevancia de estos dos factores son suficientes para invitar a
cualquiera a ver una película que con un reparto de actuaciones veraces y
convincentes, una problemática humana como la de los japoneses en Estados
Unidos, y la historia de amor que la acompaña, no hubiera sido suficiente para
recomendarla a un aficionado. Una observación adicional, y que vale para tantas
películas de época: los encargados del vestuario deberían intentar quitar el
apresto a la indumentaria que fabrican para los actores, que en todo momento
parecen estar estrenando ropaje, especialmente en el caso de esas deportaciones
de ciudadanos japoneses que se repiten en el film y en donde los personajes no
muestran en su indumentaria las dimensiones de la vejación que están sufriendo.
Hace un momento, mientras escribía, he
oído la voz de Gracián que me llamaba. Hemos charlado un rato. Me cuenta que
esta mañana se perdió en el descenso y anduvo por el bosque más de una hora a
la búsqueda del sendero correcto. Cuando le digo que si no usa el gps o mapas
digitales, me dice que no, que él es de los antiguos. No logro convencerle de
las ventajas de poder echar mano en un momento en que se pierde el camino del
teléfono o los mapas digitales. Lleva un montón de mapas de papel en su
mochila, dice orgulloso. Después me pide que si nos podemos hacer una foto.
Ayer me preguntó la edad y cuando le dije que tenía setenta y dos años hizo un
gesto como de quien ruega a Dios. Le pedía a Dios, decía, que cuando él tenga
esa edad pueda seguir andando por la montaña como yo. Nos hacemos el selfie y
me dice que lo quiere para enseñárselo a sus amigos y contarles lo de la edad.
Le quedan uno o dos días y es posible que no nos volvamos a ver más, así que
nos despedimos efusivamente, pero antes me pide el nombre de mi blog en el que
le he dicho que aparece la foto que le hice ayer.
Son las seis de la tarde y todavía no he comido. No tengo más remedio que hacer frente a mi inapetencia.












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