Cercanías de Hiriberri, 3 de agosto de 2020
Burguete – Cercanías de Hiriberri
Atardece. Empieza a costarme trabajo recordar de dónde he salido
esta mañana y por dónde he circulado durante el día. Estas montañas y valles de
Navarra por donde circula el sendero, ahora el GR11, que hasta ayer
discurriendo invisibles ante mis ojos que solo veían unos pocos metros delante
de mí hoy se han hecho después de Burguete paisaje amable de colinas, esas
montañas que entonces, cuando de jovencitos lo único que apreciábamos era la
alta montaña y la escalada de cierta dificultad, pasábamos por alto y que
tuvieron que transcurrir años para que llegáramos apreciar en toda su belleza, son
hoy, a la vejez viruelas, un paseo de entretenido gozo. Un oscuro y recoleto
hayedo aquí, unas lomas verdes en las que a veces pastan las vacas o pacen los
caballos, una intrincada ladera de bojes donde el camino se abre a duras penas
formando un túnel en la vegetación, algún haya solitaria presidiendo un prado
desde la majestad de su porte.
A poco de abandonar el vivac pasó frente a mí como una exhalación
un enorme ciervo. Espectáculo de una elegancia y una belleza tal de ni siquiera
acordarme de la cámara. Su robusta y a la vez grácil figura saltaba entre unos
majuelos y la línea de fondo de los avellanos. Estos señores del bosque se
dejan ver poco pero cuando lo hacen ponen su guinda al paseo. No son lo
brutotes jabalíes que pasan en tropel como un rebaño del oeste en estampida,
uno que lo hizo frente a mí en una ocasión en el Pirineo cruzando el sendero a
pocos metros y que hicieron retumbar la tierra. Entonces se trataba de un
terreno accidentado y estos bichos por alguna razón trepaban asustados por una
empinada cuesta. No pude imaginarme entonces lo que hubiera sucedido si nos
hubiéramos visto obligados a compartir el mismo sendero, cosa nada rara en
aquellas laderas por donde a veces da hipo pasar.
Cuando el ciervo se alejó volví a mis pensamientos. Andaba yo
dando vueltas a una cita de Confucio que había aparecido en mi lectura matinal
que decía así: «Un hombre corriente se maravilla de las cosas insólitas, un
hombre sabio se maravilla de las cosas triviales». La aparente trivialidad de
la que hablaba Steven Pinker se refería a actos rutinarios como mover una mano o
caminar. Hacía una introducción a la robótica y para desmontar la posibilidad
de que en algún momento se pudiera construir un robot que se moviera como un
humano, recurría a estos dos actos triviales de caminar o mover una mano. La
admiración que pudiéramos tener por la complejidad de los robots se esfumaba
cuando el autor describía minuciosamente la enorme cantidad de factores que
intervienen en el movimiento, estabilidad, precisión del terreno, adaptabilidad
a todo tipo de superficies, etc. La maravillosa movilidad de una mano, la
presión que hace que un objeto no se nos caiga, su sensibilidad, su
multifuncionalidad convierten a este miembro tan aparentemente trivial en una
de esas maravillas que enuncia Confucio.
Son muchos los campos a los que podríamos aplicar este pensamiento
acostumbrados como solemos estar a fijar la atención habitual, es por eso que
nos gusta tanto El Principito, su recurrencia a preguntar a los sabios
perdidos en complicados y a veces obtusos cálculos, la aparente ingenuidad de sus
cuestiones sobre la realidad general ponen el centro de mira en porqués que a
duras penas nos planteamos porque estamos embarcados en una concatenación de
actos que nos llevan a otros actos y de estos a los siguientes haciéndonos
perder la referencia global. El Principito parece observar la vida y la
actividad de los hombres como desde un helicóptero. Observarse una mano u
observar a una sociedad desde la distancia, esas “trivialidades” de la vida
diaria, que pueden llenar la vida de quien se dedica a la anatomía o a la
sociología o a la psicología, constituyen la realidad insólita que generalmente
nos pasa desapercibida. Perdemos, sí, nuestra capacidad de admiración por lo
sencillo.
Hoy después de caminar algo desconectado de los libros por las condiciones atmosféricas, me di un hartazgo de lectura. Además el terreno lo propiciaba. Comencé con un título de Isak Dinensen, Cuentos góticos. La autora, desde que leí Memorias de África goza de mis simpatías personales. En literatura como en la vida uno se forja simpatías y antipatías de autores a las que muchas veces cuesta dar una razón satisfactoria. Probablemente mis razones con Dinensen sean extraliterarias, ser mujer, decidir vivir en África y crear allí una explotación agrícola, su propia historia personal y amorosa en aquel continente. Su prosa sencilla y sin florituras donde las historias discurren con una fluidez en la que conviven los pensamientos, el relato o las distintas voces que lo dan cuerpo sin que uno llegue a saber dónde se producen lo cambios múltiples enriquecen un texto que se lee de corrido con gusto.
En el pequeño pueblecito de Orbara tomé algo y me aprovisioné para
día y medio. A las tres de la tarde no esperé a que lloviera más fuerte, había
aparecido de nuevo el chirimiri de días atrás y planté la tienda en el mismo
camino. Tenía toda la tarde para leer, charlar con casa o mirar a las musarañas
que es un deporte que aprecio mucho.
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