Vallcivera, 1 de septiembre de 2020
Andorra la Vieja – Valcivera.
Estamos locos y no lo sabemos. Me desperté antes del amanecer y
medio dormido pensé que no recordaba haber instalado la tienda junto a ninguna
gran cascada, que era lo que oía en ese momento. Fui a quitarme los tapones de
cera que me había puesto la noche anterior, pero quedé dormido de nuevo. Cuando
sonó el despertador el fragor de la supuesta cascada había crecido como si
estuviera bajo las cataratas Victoria. Al terminar de despertarme comprendí que
la catarata no era otra cosa que el fragor del tráfico que envolvía Andorra la
Vieja bajo mi tienda de campaña. Estamos locos, pensé ante aquel
descubrimiento. Las montañas, que son especialmente silencio en su expresión
más íntima, silencio cuanto más perturbado por un alborotado arroyo que corre
como sangre por la venas de sus valles, asediadas por la presión demográfica se
habían convertido de repente en un horror de tráfico y ruido.
Me hizo pensar en ese ruido multitudinario, atroz, persistente del
que ya no somos conscientes porque ha invadido nuestras vidas hasta los espacio
más recónditos. Un ruido que no nos deja pensar y que crea una enorme confusión
en nuestra capacidad de razonar. El ruido físico que nos rodea a todas horas,
el de esta mañana uno de ellos, al que se suma en los lugares públicos una
televisión que no deja de hablar nunca, al que se añade el bombardeo de los
medios y el atosigamiento de la sobreinformación, componen un cuadro de ruido
permanente que, a un vagabundo que pasea su soledad por valles y montes
llega a desorientarle.
Hay días en que todo me sabe a ruido. Ayer, después de varios días
aislado del mundo, en un altillo sobre el primer pueblo de Andorra que me
encontré al fin pude conectar con casa. Aparte de saber de las cosas nuestras y
la familia, hubo un momento en que Victoria, influida por eso que yo llamo hoy
ruido, se lió y durante veinte minutos tuve que escuchar sin mediar palabra
todo lo que el mundo había producido en la última semana. En algún instante
debió de darse cuenta de mi silencio y al fin pudimos volver a hablar.
Hacía casi una semana que no miraba el FB y aproveché la buena
cobertura. Bueno, pues por ahí andaba el amigo Antonio hablando del silencio
bajo un post que yo había escrito días antes. Decía lo siguiente: “Nunca es
fácil compartir camino con el silencio por lo charlatán que le vuelve a uno, y
qué decir cuando uno mismo es incapaz de poner límites al diálogo, ese silencio
inductor del coherente conocimiento de uno mismo es siempre sorpresivo. Me
encanta el silencio para poderme escuchar”.
Correspondía yo a su comentario diciendo que desde luego había
alguna relación curiosa, y en mi caso mucho más, entre el silencio, que tanto
aparece en mis reflexiones, y la charlatanería que éste induce en algunos
enanitos que gobiernan en mis circuitos cerebrales. Por un parte el silencio y
por otra la charlatanería que éste tiende a provocar, tanto que a veces tengo
la sensación de que hay una relación directa entre el silencio que me rodea y
mi necesidad de expresarme. Lo dice muy acertadamente Antonio, “Me encanta el
silencio para poderme escuchar”, sólo que en mi caso a la capacidad de escucharme, que estimula, le sobreviene una necesidad adicional de parlotear por escrito lo
que me digo a mí mismo, o lo que el silencio me transmite o me deja sentir y
percibir de todo aquello que me rodea. Terminaba comentándole que acaso el
silencio no sea tan silencio como estamos acostumbrados a percibirlo, sino que
el silencio es un nato charlatán que nos habla constantemente de multitud de
asuntos interesantes, o mejor, permite que la vida nos hable y, como decía
Antonio, hace posible que nos escuchemos a nosotros mismos.
No pensé que estuviera tan cansado. Cuando he terminado de poner
la tienda y dejado todo en su sitio, me he metido en el saco y lo he
descubierto. No me quedaban fuerzas para hacer nada. He cerrado los ojos e
inmediatamente he quedado dormido. Hacía especialmente frío cuando me he
despertado. He dormido todo el verano con el saco echado por encima a modo de
edredón pero me temo que hoy, septiembre ya, se inaugura otro tiempo. Ha
llegado septiembre, rezaba el título de un poema de Carlos Marzal. A Marzal
yo lo leí la última vez viajando por las islas del Egeo tras renunciar a seguir
mi viaje a través de Sudán y Etiopía. Tenía tantas ansias de viajar sin el
agobio de ser acosado continuamente por la calle que elegí la cuna de nuestra
civilización para continuar mi viaje. Allí era septiembre y yo leía a Carlos
Marzal. Y es que desde entonces septiembre me sabe Homero, a un paréntesis en
el calor de los pueblos del Egeo en donde las calles olían a café y la vida era
grata cuando uno podía encontrar una pequeña isla no asediada por los turistas
de calzón corto y cámara fotográfica en bandolera.
El camino esta mañana arrancaba de la misma Andorra la Vieja ascendiendo una empinada abertura en la montaña. Hasta el mismísimo refugio de L’Ille el sendero lo comparten el GR11 y el GR7, éste el conocido E4, que con tanta voluntad y esfuerzo siguen año tras año Manuel Coronado y sus amigos recorriendo toda Europa de occidente a oriente para llegar a la isla de Creta e incluso a la de Chipre. Se trata del Valle del río Orris. La parte alta es muy bella, grandes prados, en esta época ya amarillos, son salpicados por grupos de pinos. Al fondo, todo en rededor, va surgiendo poco a poco el escenario de las desnudas montañas que rodean el valle. Había pensado quedarme a dormir junto al lago de L’Ille, pero no encontré un lugar apropiado. Lo habría después del puerto, ya en el valle de Vallcivera, un amplísimo valle de apacibles prados donde tendría la compañía nocturna del cencerro de las vacas que sustituirían con su bucólico tolón tolón al endiablado tráfico del día anterior.













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