Por encima de Andorra la Vella, 31 de agosto de 2020
Refugio Etang de Fourcat – El Serrat
¡Cuánta belleza hay encerrada en una mañana de sol y nieve! Volvió
a nevar un poco por la noche pero amaneció de ámbar y caramelo por las cimas de
las montañas. Era otro escenario, otras montañas diferentes a las de ayer con
ser las mismas. El sol brillaba en los cristales de hielo de la paja brava que
se levantaba inhiesta y bella luciendo sus penachos llenos de pequeñas perlitas
en el arco de su estirada tiesura. La nieve cubría tiernamente el pasto, pero
era una nieve liviana que apenas resistiría un rato después de que les llegara
el sol. Había algunos pasos delicados entre las rocas al poco de salir del
refugio debido a la nieve pero un par de cuerdas hacían seguro el paso por la
roca húmeda. El grupo de belgas me seguía cauteloso a distancia y pronto les
perdí de vista. La charla interminable de las mujeres me aturdía. Alguna no
dejaría de hablar ni aunque estuviera cayendo por un precipicio. Y no es que
quiera meterme con ellas pero es que hay algunas cuyo runrún interminable llega
a ser insoportable. Joder, estaba la mañana tan tan bonita, con sus penachos de
nieve, su cielo azul, las pedreras cubiertas de blanco…
Los versos del arpa dormida de Bécquer aparecieron muchas veces en
este blog y ello responde a una idea que mana con frecuencia de esa necesidad
de cierta disposición para llegar a la belleza de un entorno, una situación. La
belleza está ahí, pero es exigente y pide dedicación y silencio, no puede
revelarse en medio de una cháchara irrefrenable, ella exige como un amante que
la mires a los ojos, que pongas todos tus sentidos en ella. De ese modo a ella
se le humedecen también los sentidos y es posible que tú y la mañana, tú y la
montaña, la nieve y la empenachada paja helada que se exhibe llena de pequeñas
perlas brillantes seáis una misma cosa. No jodáis la belleza de una mañana de
nieve y sol con la charla vana llena de facundia.
Sí, a Dios gracias, un decir, dejé atrás al grupo. Más arriba,
cuando pasé el Etang de la Goueille perdí el sendero principal que llevaba al
col de Albeille pero el terreno estaba cubierto de esa paja de grato color
amarillo que empieza a tostarse y con ayuda del gps pude recuperar las señales
rojiblancas. Se habían abierto las puertas a un nuevo valle en el centro del
cual el lago ponía su masa clara en la que se reflejaba el sol para crear una
armoniosa composición de formas y colores. El sendero se alejó pronto hacia las
sombras donde todas las rocas aún conservaban su gorro de nieve.
Cien metros algo complicados después del collado, pero nada más, me había dicho Guillaume, el guarda del refugio. Sí, pero una vez allí no había manera de ver bien el descenso. Había señales en el mismo collado, pero después nada. Por otra parte mi mapa indicaba el camino por un lugar poco claro. Descendí un buen trozo por donde me indicaba siguiendo unas débiles trazas pero llegaba un momento que aquello se precipitaba; tampoco había señales. A poco vi aparecer a los belgas que preguntaban también ellos por el paso. Fuimos de un lado a otro del collado y subiendo un poco descubrimos unas trazas más viables. Uno de los belgas bajó sin macuto a investigar y al rato encontró las dichosas señales rojiblancas. Después fue coser y cantar. Todo estaba lleno de nieve y había que avanzar con mucha precaución pero pasados esos cien, doscientos metros el terreno volvió a humanizarse.
Ya podía pensar en lo que vendría a continuación. Uno, el exceso
de los bocadillos en mis menús, y dos el dormir en el puro suelo porque me
había cansado de inflar el colchón cinco o seis veces durante la noche. Para lo
primero tendría que hacerme con una cocina y encontrar un súper con comida
deshidratada y otras delicadezas. Además incorporaría viejos hábitos como el té
de media tarde, las pastitas, los desayunos calientes. Luego tendría que
encontrar también un colchón que volvieran a hacerme las noches confortables.
Consulté mis mapas y vi que por Andorra la Vella pasaba una variante del GR11 y
decidí incorporarme de nuevo a esa ruta que había abandonado en la zona de
Panticosa cuando decidí bajar al valle de Ara para pasar a Gavarnie por el
collado de Bujaruelo.
A las seis de la tarde había resuelto estas pequeñas cosas y emprendí el camino del refugio de L’Illa. Tuve que hacer noche apenas haber salido de Andorra la Vella. Llegaba un respetable ruido del tráfico de la carretera cercana, pero prefería esto a “las comodidades” de un hotel. Encaja mal mi filosofía del vagabundeo con el hecho de dormir en hoteles. Por la tarde cuando terminé mis compras salí disparado de la ciudad. Me encontraba como pez fuera del agua.













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