Dormir bajo las estrellas

  



Dedico estas líneas a mi amigo el estrellero Francisco Sánchez, amante y divulgador de ese maravillo mundo que es el universo nocturno.

 

El Chorrillo, 19 de octubre de 2020

 

Decía ayer que traía en la retina unas fotos nocturnas que había tomado hace poco Luis Miguel Soriano desde el Venteadero o alguna otra del campamento base en el Dhaulagiri, así como otras de Julio Gosán que yo había glosado en un post titulado Morirse con las manos llenas de estrellas y en la que aparecía en la oscuridad de la noche un hombre caminando sobre la nieve. Y que ello me había animado, sabiendo que iba a dormir en una cumbre muy propia para hacer fotografías nocturnas, a traerme un pequeño trípode para intentar probar suerte también yo. Cuando veo las fotos de Julio y de Luis Miguel siempre me imagino a un individuo con un esfuerzo de voluntad notable. Así en el Dhaulagiri: abandona, por ejemplo, en la oscuridad uno de los campamentos de altura, hace un frío que pela, y carga el trípode y la cámara, aléjate, busca una perspectiva adecuada, prepara la cámara… o un vivac en la nieve sobre las cumbres del Guadarrama: abrígate, sal del saco, calza las botas… una serie de pequeños actos con algunos grados bajo cero que vistos desde el calorcito del saco de dormir parecen trabajos para un Hércules.


Originales de Luis Miguel Soriano (con tu permiso, Luis Miguel...)

Original de Julio Gosán (con tu permiso, Julio)


No obstante… La noche como espectáculo es uno de los sofisticados placeres que aguardan a los amantes de los vivacs a la intemperie. La realidad es una sustancia compleja que puestos a exprimirla hasta las últimas consecuencias da, en primer lugar, a estos amantes la oportunidad de gozar desde el saco de dormir de uno de los momentos más entrañables y enigmáticos que cabe presenciar. Lo desconocido, lo infinito, lo enigmático, lo bello, abre su telón para aquel que tras una larga jornada de caminar cena, dispone su vivac, se introduce en el saco y de inmediato fija los ojos en el escenario que tiene justo encima de sí. Para ellos en primer lugar, y en segundo para los artistas que gozando igualmente del espectáculo hacen de éste su arte sacando de la oscuridad el infinito del firmamento y el resplandor de las estrellas a donde acaso llega el lejano fulgor del rescoldo de un crepúsculo reciente, la límpida belleza de unas imágenes que nos inducen a penetrar más y más en ese insondable misterio del universo nocturno. Placer para los ojos y regalo para el alma de quien contempla las imágenes y se impregna de las sugerencias que éstas suscitan.

Había caminado todo el día, una ruta novedosa para mí que me llevó por la garganta de las Pozas a la cumbre del Cabezo del Cervunal y más tarde al Gargantón y la Laguna Grande, y debía terminar mi jornada en la cumbre del Morezón, un encuentro con las estrellas que hoy, con un cielo totalmente limpio de nubes, prometía una espléndida noche de contemplación.

A pocos metros de la cumbre encontré un habitáculo formado por una pequeña valla oval de rocas que me protegería del viento. Hacía fresco. Cené uno de esos sustanciosos fideos chinos mientras las luces del crepúsculo se desleían frente a mis ojos allá sobre la cumbre de La Mira y el puerto del Peón. Previendo la escarcha de la noche había traído un saco suplementario muy ligero. Me introduje en el saco de plumas, después me cubrí con el de veranillo y esperé pacientemente a que el último rastro de sol desapareciera tras las cumbres del Casquerazo y el Almanzor. Mientras tanto el llano de la Vera, los alrededores del embalse de Rosarito y Navalcán sobre cuyas aguas todavía flotaba la plata del atardecer, se fueron iluminando con el ámbar del alumbrado público.

Después de un rato de contemplar el cinturón de la Vía Láctea, que cruzaba el cielo de parte a parte sobre mi cabeza, probé a sacar la cámara a ver qué salía. No mucho porque un trípode de unos pocos centímetros poco podía hacer, pero… Hacia poniente la cresta del Almanzor, cuchillar de Ballesteros y la Galana, formaban una nítida aserradura contra los restos del atardecer. A continuación probé a dirigir mi cámara sobre el llano donde un resplandor notable rebosaba en la línea del horizonte: la ciudad de Madrid. En unos tiempos previos a las ciudades un visitante de esta cumbre habría identificado aquel enorme foco de luz con la caldera de un inmenso volcán.



Hacia el norte, tras unas rocas que me protegían del viento, pude fotografiar a la Osa Mayor bajo cuyo carro otro fragor de luz bullía, era la ciudad de Ávila. Con las prisas había salido del saco descalzo y con el forro. Me estaba quedando helado. Volví al saco de dormir y durante un rato intenté entrar en calor, me encogí dentro de él y poco a poco el calor volvió a mi cuerpo. Lejos ahora de esa necesidad de recoger un poquito de toda esa belleza que me envolvía, podía volver a la mera contemplación sin motivos. Casiopea, un poco a mi izquierda en la línea de la Vía Lactea me indicaba el plano de la eclíptica sobre la que irían girando a lo largo de la noche todas las constelaciones más conocidas.

Tardaría en dormirme, me había excitado todo este inesperado espectáculo envolviendo mi soledad. Un rato más tarde ya tenía a Casiopea en el cenit. Las estrellas siempre ahí como las nubes y el sol o el fragor de los riachuelos, esperando a que les preste atención para entonces hablarme y cantarme una nana. La realidad como una jugosa fruta a la que exprimir para beber de su néctar la esencia de lo que nos envuelve.

Pese a la belleza de la noche yo no conseguía dormirme así que solté las riendas a mi imaginación y con la espera y el mirar de las estrellas al poco rato ya tenía  delante el bello espectáculo de un culito alentador, un culito precioso que se me aparece de vez en cuando de manera similar a como a otros les visita la Virgen. Fue el principio de una bonita fiesta donde junto a las constelaciones bailaba otro tipo de belleza. Todo aquello dejó mi cuerpo profundamente agradecido. No tardaría en quedarme dormido como un bebé.

Cuando me desperté horas más tarde sobre mi cabeza había desaparecido Casiopea y ahora era Orión el que extendía sus largos brazos sobre el planeta dormido.



En este punto podría terminar el post, pero me asaltó el recuerdo de una noche memorable en el Galayar y no resisto la tentación de rememorarla aquí. Tener muchos años tiene las muchas ventajas de poder traer al hilo de unas circunstancias otras y otras y otras, tantas que daría para escribir un solo libro sobre noches como ésta. Hace muchos inviernos, muchos, participé en un rescate en la cara oeste de la punta Amezúa. Un muchacho se había roto la pierna en el último largo y a José Ángel Lucas y a mí nos tocó descender en rápel desde la cima hasta el lugar en que la cordada había quedado inmovilizada.

Todos pasamos aquella noche con lo puesto. Nadie tuvo ganas de hablar después, tampoco intentamos dormir, era muy difícil hacerlo con los pies en el vacío sujetos a un espacio apenas suficiente para sostener a cuatro cuerpos. Me hubiera gustado saber qué pasaba por la cabeza de estos compañeros a los que me había unido accidentalmente en aquella improvisada aventura; el frío penetraba incómodamente como un cuchillo y hacía poco menos que imposible las palabras ordenadas; no había que pensar en dormirse, habría sido demasiado peligroso, la mayoría de la energía habíamos de emplearla en despabilar los pies y en luchar contra la tiritona y las posibilidades de una congelación. No obstante la noche fue fascinante, era conmovedor percibir nuestra ínfima pequeñez atada a un indeterminado espacio de mundo que a su vez giraba en un rincón del universo. Me entretuve con las estrellas parte de la noche; al norte sobre el risco del Torreón vimos demorarse a Cástor y Pólux; detrás, rozando la Aguja María Luisa, Leo; más al sur Arturus; alguna hora más tarde asomó Júpiter por las paredes meridionales; cerca del alba la constelación del Dragón envolvía a la Osa Menor rozando la cumbre de la Mira con su cola.

La noche, interminable, extendida como un manto sobre los montes, marcada por el desplazamiento de los astros, transida por las sombras de los riscos; las horas, desfilando una tras otra, minuto a minuto, interrumpidas por monosílabos aislados, pasaban densas y cargadas de pensamientos insignificantes.

¿Cuántas noches, cuántos vivacs, cuánta contenida emoción, cuánta belleza habrán las yemas de nuestros dedos acariciado al final de nuestras vidas? 









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