El
paisaje de casi siempre a través del agujero de mi saco de dormir. Hoy, justito
encima, Aldebarán, las Pléyades, esta noche junto a ellas también la presencia
de Marte y de Urano, éste último imposible de ver con esta luna grande como un queso
manchego. Paisaje amigo tras una larguísima subida de mil metros de desnivel desde el Atazar y durante
la cual me pilló la noche a algo más de la mitad. Una calcetinada, vamos. Terreno
de brezos, jaras, estepa negra, unos pocos pinos, rastros del hielo en las
cercanías de los arroyos, pero sobre todo terreno solitario.
Domingo
y ni un alma. Ese problema que comentábamos días atrás unos amigos de que un
día de diario los aparcamientos del puerto de Navacerrada y Cotos estén
completos y por otros muchos lugares de la sierra no encuentres a nadie. Es
difícil entender el alma de la multitud que, o se guía por un espíritu gregario
o sigue no sé qué consignas que hacen que todos coincidan en los mismos
lugares. O acaso simplemente sea falta de imaginación, pereza, el trabajo de
investigar un poco. Esas cosas que uno no comprende pero que están a la orden
del día.
Había
apagado el teléfono. Me había puesto a mirar las estrellas y me quedé frito.
Ahora son las cuatro de la mañana. Hace demasiado calor en el saco. Casi
siempre es así, no me gusta el trajín de por la mañana andar vistiéndome en
este reducido espacio, algo complicado que me obliga a pasar frío a la hora de
levantarme, así que, como decía el Pichón en los buenos tiempos, más vale humo
que escarcha; me acuesto con todo lo puesto. Me ha despertado el viento, he
mirado la luna allí arriba como dueña casi única del firmamento y después pareciéndome que era una descortesía no
haberle hecho el mínimo caso a este diario, que dejé ahí como empantanao después
de la cena, porque el sueño había venido a mí muy ricamente, pues que hice el
esfuerzo de charlar un poco con él, no si antes mandar unas líneas a Eduardo
(Martínez de Pisón) cuyo recuerdo me vino de repente como un regalo en medio de
estas montañas que él tanto ama. Le debía mi agradecimiento por el regalo que
nos había hecho con su compañía días atrás junto a un grupo de amigos.
Es
una lástima, le digo a mi diario, ¿sabes?, porque no me acuerdo de los sueños
de esta noche, y porque aún no acordándome sí sé que eran sueños amables. Dos o
tres fueron, uno cada vez entre vaciado y vaciado de vejiga, que además
coinciden siempre con la necesidad de cambiar de postura. Lo de los sueños sí
que es una lástima no recordarlos. En el último libro que leí de Jodorowsky decía
que siempre tenía a mano una libreta en
que dejar constancia de ellos; el libro de los sueños lo llamaba él. En
ellos no es sólo que se encierren algunas claves de nuestra vida, que decía él
o también Jung y Freud, sino que siendo parte de nuestra vida tenemos un
contacto tan efímero con ell0s que pena da. Pensar sin más que viviéramos tan el
presente en nuestra vida “real” de modo que no recordáramos lo que hemos vivido
ayer o en el resto de la vida sería una desgracia sin paliativos. La conciencia
de lo que somos, nuestra sensación de ser persona parece que no pudiera
prescindir de esa necesidad de recordar. Sin embargo, ¿qué sucede con los
sueños? Todos esos lugares en los que hemos estado soñando a veces durante años,
extraños viajes por el mundo que hemos hecho, circunstancias inéditas, vuelos
inefables cuando abriendo nuestros brazos y corriendo a toda velocidad hemos
conseguido planear sobre el paisaje o las casas de nuestra vecindad, esa casa
tuya que es tu casa en los sueños, que se parece a la “real “ pero que es otra
con un paisaje diferente y en donde si abandonaras la vida real de ahora
podrías vivir con parecida familiaridad. En fin tantos y tantos sueños que son
parte de tu vida y que tan sólo atisbas de higos a brevas en los recovecos de
tu soñar. Todos esos yos nuestros que viven activados por nuestros circuitos
cerebrales y que son sin serlo tan parte de nosotros mismos, nuestro yo oculto
que sólo nosotros conocemos.
Cuando
llegué a la cumbre de
Hoy
me encontré por primera vez con un amigo que no conocía físicamente, un bonito
encuentro siempre ese que la modernidad de las nuevas tecnologías propician
cuando a través del ciberespacio haces
migas con alguien, esos amigos que poco a poco vas conociendo un día
compartiendo una cerveza, otros un cocido o unas lentejas. Habíamos quedado en
el Molar. Salía yo de una calle muy estrecha en donde los retrovisores pegaban
casi con las dos fachadas, cuando miré a la izquierda y allí estaba, sin duda
que era Néstor. Le llamé, efectivamente…
Hechos
que no dejan de tener su encanto. Días atrás o hace semanas: Así que tú eres Wímper,
tú José Luis, tú Pedro Mateo,u tú Keemiyo, tú
Eduardo, tu Pedro Nicolás, tú, en fin Néstor. Estas cosas de encontrarme por
primera vez con un amigo cuya cercanía se ha ido gestando en las redes me
vienen sucediendo últimamente con cierta frecuencia, y es un placer, algo que
disfruto con especial gusto (Bueno, ahora le dio por el viento otra vez. Toca
cerrar un poco más la escotilla). Bien, decía que me encontré con Néstor y
hablamos de estas cosas, de la gente que es como hablar de nosotros mismos, de
los vecinos, de los ciudadanos de este país o del mundo, de cómo crecemos, de
cómo unos actúan de flautistas y otros de seguidores de esa música, mientras otros,
menos perezosos ellos a la hora de pensar, tratan de comprender la realidad, el
mundo o a ellos mismos. Gente para todos los gustos empeñada en esto o lo otro,
la fauna humana tratando de vivir… que no es poco. En fin, Néstor y yo
hablábamos frente a unos cafés desde la racionalidad, desde el plano tierra que
trataba de moverse por las coordenadas de lo que la educación y la experiencia ha
hecho de nosotros, pero que en esencia era una visión muy diferente a la que yo
vivo en este momento desde las alturas esta noche, es decir desde el punto de
vista de quien percibe la realidad como desde otro planeta y se admira de que
todo ese mundo de sapiens que imagino allá en la oscuridad del llano tendidos
ahora en sus camas en prono o supino o de costado soñando acaso con los
angelitos, pueda, una parte considerable de ellos, desarrollar tamaña vida
disparatada, acumular, fabricar armas, matarse unos a otros, chupar la sangre como
las sanguijuelas unos pocos a unos muchos, amarse a rabiar, odiar, soñar a lo
grande con caprichos “absurdos” como subir montañas o tener coches y teléfonos
de la última gama; o no tan disparatada, que puestos a vivir algo hay que
hacer, inventar dioses, organizar la colmena, repartir papeles, crear
carreteras, en fin, cosas.
Y
nada, que el firmamento sigue ahí y que igual en algún lejano planeta a miles
de años luz de
Amaneció
corrientito corrientito, así que me di media vuelta y seguí durmiendo. Me
desperté cuando el sol pegaba de firme sobre el saco de dormir. Un gusto salir
del saco, recostarte sobre una roca y desayunar como si estuviéramos ya en
primavera.
2 comentarios:
Excelente relato de los oscuros escondrijos de la mente, que no es consciente cuando sueña pero, pero sin embargo que produce un sinfín de señales neuronales, quedando algunas impresas en nuestra memoria vagamente cuando despertamos.
Siempre me he preguntado lo difícil que es recordar casi siempre lo soñado y otras veces, sin querer se recuerda.
Cosas difíciles de entender de ése subsconciente que tanto estudió Freud y muchos otros sin llegar a una conclusión coincidente.
Voy a recurrir a ésos versos de Bécquer que dicen: "mientras la ciencia a descubrir no alcance las fuentes de la vida, mientras haya un misterio para el hombre, habrá poesía"
Esa alusión al misterio... Quizás el sueño sea un buen escondrijo de una parte de nuestro a la búsqueda de una intimidad o un refugio donde las tensiones interiores buscan expresarse. Todo un mundo palpitante como en el fondo de una cueva queriendo dar su santo y seña.
Publicar un comentario