Cercanías de Prontesina, 18 de agosto de 2023
Lago Bianco-Prontesina
Eran dos ancianos salidos de una película de Mizoguchi. Ella, menuda, caminaba con su bastón tras su marido, un hombre espigado que seguro yo había visto varias veces en las películas del director japonés. Caminaban delante de mí y yo retrasaba el paso a la espera de quién sabe, quizás parar y hablar con ellos. Las películas de Mizoguchi fueron siempre de mi predilección. Ese ambiente tan cotidiano de la gente, de las familias, es una delicia de sencillez que contrasta con el ajetreado mundo a donde ha venido a parar la vida tanto en Japón como en el resto del mundo occidental. En dos ocasiones estuve a punto de pararles con la idea de pegar la hebra a partir de Mizoguchi. Me contuvo la elementalidad de mi inglés. Imaginaba en ellos un rico mundo cultural y ni siquiera iba a poder mencionar un título de película porque no me acordaba. Uno quisiera saber más idioma de lo que sabe. En cierta ocasión en una lejana aldea del Junnan, en China, me acerqué a un anciano de luengas barbas canas para pedirle permiso para fotografiarle, un lugar tan remoto y rural como para hacerme suponer una novedad en la aldea la presencia de un europeo. Para mi sorpresa el anciano comenzó a hablarme en inglés, y como no respondiera lo hizo a continuación en correcto francés. En aquella ocasión apenas pude soltar dos o tres banalidades, que de inmediato me avergonzaron. Tengo un enorme respeto por los ancianos con los que me cruzo, y de intentar conversar con ellos tendría que tener la garantía de una conversación no banal. Cuando pasé a la pareja de ancianos japoneses, ella musitó una palabra que no entendí y a la vez inclinó levemente la cabeza como hacen en su país. Él dejó escapar una leve sonrisa a modo de saludo.
Hoy me he cruzado con varias parejas de ancianos. La última hace un momento. Pasaron frente a mí tomados de la mano y unos metros más allá ella se soltó, se agachó y mostró a su compañero un grupo de campanillas azules que crecían junto al sendero. Cuando se incorporó le volvió a dar la mano y caminaron cincuenta metros. Él hizo un gesto con el hombro izquierdo y entonces ella le masajeó por un rato. Cuando hubo terminado volvió a dar la mano a su marido y continuaron su camino. Yo no pude menos que fotografiar aquella enternecedora escena. Cuántas veces, ¿cuántas veces me habré cruzado con parejas de ancianos en los Alpes tomados de la mano? No sé exactamente por qué, pero cada vez que esto sucede algo por dentro se me estremece un poquito. Lo de los enamoramientos siempre ha sido otra cosa, cosa que tiene mucho de cómo biológicamente estamos hechos hombres y mujeres. La Especie da aproximadamente seis años para el proceso completo de traer al mundo una criatura, enamorarse, engendrar, y atender a una elemental crianza. Después de eso las cosas funcionan de otra manera y la Especie nos deja a nuestro aire. Muchas parejas no sobrepasan ese periodo juntos.
Sin embargo, ¿qué sucede con estos ancianos, toda la vida juntos, toda la vida afrontando dificultades y acaso desencuentros, pero llegando al fin a sus últimos estadios de vida así, con ese cariño, esa cercanía, ese estar tan pendiente del bienestar del otro? La palabra amor está tan sobada y mal usada que rubor da utilizarla cuando realmente habría que utilizarla.
Me admiro de cuánto puede uno aprender a estas alturas (de la edad). Hechos tan corrientes como cruzarse con gente, hoy mucha, de aquí y de todo el mundo, quizás porque cruzo una zona turística muy relevante, me sugieren reflexiones muy dispares. Margaret Mead explica en alguna parte que la civilización nace en el momento en que un hombre se fractura una pierna y otro se arrodilla ante él para entablillarla y curarle. Un gesto que inicia los cimientos de la solidaridad y la civilización, a lo que seguirá el desarrollo del espíritu tribal y de comunidad. Desde que comencé a caminar esta mañana no he hecho otra cosa que cruzarme con caminantes o ciclistas de muy diversos países. En general la cordialidad y los saludos en distintos idiomas es la norma. Si alguien me preguntara en este contexto cual es mi patria, no lo dudaría un solo momento, ésta, diría, refiriéndome a la comunidad de los caminantes, ésta, formada por japoneses, chinos, italianos, suizos, norteamericanos…Mi patria es el Mundo, comento algunas veces con alguien cuando surge el tema. Hemos restringido el término tribu, que bien podría ser un término aplicado a la entera humanidad, a lo largo de la historia a unos espacios y a un ámbito lingüístico o de cualquier otro tipo, de tal modo que lo que era el concepto universal de una especie, el homo sapiens sapiens, lo hemos transformado en nacionalismos de toda especie que lo que han hecho ha sido desgajar la Humanidad en infinitos espacios y clases de gente a costa de enormes cantidades de sangre y sufrimiento.
Quizás este turismo, estos aficionados a caminar, estos ciclistas contribuyen de algún modo a ver por una rendija un mundo donde las personas antes que alemanes, italianos, suizos, españoles, etc., son personas, personas que por otra parte tampoco se diferencian mucho unos de otros. Musil mantenía que por mucho que queramos ver diferencias entre todas las distintas personas del mundo, probablemente nos sobrepasemos la docena de caracteres diferentes.
Me había sentado un rato a la sombra, he desechado las prisas este año, y una pareja de ancianos hizo que despertara de su sueño el teléfono. Me acerco a Prontesina, una conocida localidad turística cercana a Saint Moritz y debo encontrar antes un lugar discreto en el bosque para acampar. El recorrido que sigo de momento, que comienza en Poschiavo, lo llaman el Tour del Bernina, uno más de tantos, el del Mont – Blanc, el del monte Rosa… en Alpes cada macizo, o incluso montañas aisladas como el monte Pelmo o el Sassolungo, tiene su correspondiente tour. Éste, que hasta esta mañana, quitando la cima del Piz Palú que asomó ayer por unos instantes, no había mostrado el gran macizo que se escondía tras las montañas más cercanas, al final hoy a la altura de Morteratach apareció por fin todo su esplendor de glaciares bajo las montañas más altas de la zona, el Bernina entre ellas, que lucía un hermoso manto de nieve. Allá arriba, cerca de su cumbre existe un recorrido bellísimo que hicimos en su tiempo, que lleva el nombre de Travesía Bellavista. La fotografía de más abajo da cierta idea del recorrido. Enrique del Pozo, el primero a la derecha, Graciella, Nena y yo en cabeza. Moisés fue el autor de la imagen. Todas las imágenes que conservo de Alpes de aquella época son de Moisés y su inseparable y apreciada Leica.
Empleé toda la jornada en descender hasta Prontesina, un larguísimo valle de pastos y abetales. En Morteratach iba a meterme en el restaurante cuando se me ocurrió mirar los precios: de locos, esta gente está loca, sí, me dije. Di media vuelta y me dirigí a un chiringuito, atendido por demás por una simpática moza. Allí me despaché comiendo lo que había, que no era mucho, pero que satisfizo las necesidades del vagabundo mientras la batería del teléfono se iba cargando.
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