En el entorno del Bernina y el piz Palú

 


Junto al lago Bianco, 17 de agosto de 2023 

Cercanías de Poschiavo – Lago Bianco. 

El vagabundo cuando amaneció se sintió cansado y falto de sueño. No obstante miró el reloj y comprobó que tenía tiempo de sobra para desayunar tranquilamente y coger el autobús de las 9:15. Lo que ayer se insinuaba como ir a Milán y hacer algo de turismo o bajar hasta la Arena de Verona para asistir a alguna ópera como en otra ocasión, las horas de sueño lo habían permutado por volver al proyecto primero, atravesar los Alpes Suizos de sur a norte, así que recoge, toma el autobús, bájate en Tirano, espera hasta las once y al mediodía toma el trenecillo rojo suizo que te habrá dejado en Poschiavo, punto de inicio del nuevo vagabundeo.

Esperando el autobús


Después de comer me pesaba enormemente el cuerpo. Se había apoderado de mí una enorme necesidad de dormir, así que pacientemente tomé sendero adelante con la única intención de plantar la tienda en el primer lugar posible. Una hora tuve que caminar, un balcón sobre Poschiavo y las montañas de la Val Viola, unas montañas que ya había atravesado un par de veces. Puse la colada de ayer a secar y traté de dormir, pero como podía ponerse a llover en cualquier momento, monté la tienda y eché todo dentro de cualquier manera. Me apremiaba dormir a toda costa. Ni siquiera me metí en el saco, me lo eché por encima y me dormí de inmediato. A las dos o tres horas me desperté pero no pude reunir fuerzas suficientes para incorporarme y cenar algo. Llovía, como casi siempre, pero tampoco logré echar una ojeada por si algo peligraba de cara a la lluvia. Joder, qué pesadez tenía encima. La lluvia se convertía en el mejor aliado, su sonido monótono no invitaba a otra cosa que no fuera acurrucarse y olvidarse absolutamente de todo. 

Me desperté doce horas después cuando la claridad del alba ya hacía un rato que rondaba por el ábside de mi tienda. Era un despertar a nuevas montañas y a nuevos recuerdos. He recorrido el  Bernina por el sur varias veces, en la primera ocasión con la pandilla de los veranos escalamos el Bernina y con Moisés y Enrique del Pozo hicimos el piz Roseg por un peligroso couloir por donde ya antes del alba bajaban rocas como balas por la rígola. El recuerdo de esta última ascensión siempre me pone los pelos de punta. Esas veces en que te pones en manos del destino. 


El primer año que recorrí el arco alpino con la sola ayuda de la brujula y el mapa había optado por hacer la entera cresta de los Alpes Oróbicos, que es la cadena montañosa paralela a la del Bernina y que viene separada en toda su largura por la Valtellina. Desde allí la vista del macizo del Bernina es magnífica. Es un macizo también de una complejidad extraordinaria. Este año correspondía hacer la travesía por el norte, entre otras cosas tenía el deseo de contemplar el piz Palú que recordaba vivamente por una película de Riefenstahl de los años veinte, Die Weisse Hölle Vom Piz Palü. Riefenstahl tiene varias películas de montaña realmente buenas (aquí podéis encontrar la del piz Palú. Existe otra sobre el Mont – Blanc que me gustó también mucho). Bueno, de hecho estoy enamorado de esta mujer, un caso extraordinario en su época. 

Pero había también otra razón, la de que fueran montañas bajo las que había pasado toda una temporada de esquí como currante. Algo contaba días atrás cuando relaté la historia de Nena. Saint Moritz es probablemente el centro neurálgico del esquí en la zona. Así que cuando necesité buscar trabajo para reponer fondos aquí me dirigí. Era diciembre e hice el viaje en auto-stop. La carretera estaba flanqueada por muros de nieve de hasta dos metros. Era la primera vez que atravesaba los Alpes en carretera con tal cantidad de nieve. El último conductor que me llevó, sabiendo que buscaba trabajo, me dio una dirección precisa. Cuando me apeé en Saint Moritz, no tuve que buscar nada, me fui directamente al hotel del que me habían dado la dirección. Fue entrar por la puerta y ya tenía trabajo. Recuerdo que la persona que me contrató lo primero que me dijo fue que en España teníamos demasiadas fiestas. Por entonces, que yo ya había aprendido un poco para qué sirve la vida, que no para trabajar sino hacer de ella algo lo más interesante posible, lo que me salió no fue otra cosa que sonreír educadamente. 

Me asignaron un trabajo en el casino del hotel que ni pintado para la ocasión. El encargado, un italiano que tanto atendía al orden del casino, a los artistas y a los músicos de la orquesta (en realidad era más una sala de fiestas que casino) como a la cocina, era un hombre enorme de carácter buenhumorado al que enseguida le cayó muy bien este spagnolo que tan pronto tenía un momento libre, que eran muchos después de meter las pizzas que se pedían en el horno y poner el lavaplatos en funcionamiento, se ponía a estudiar sus libracos de Física, Química o Biología. También hacía muy buenas migas con el cocinero, un joven de Venecia que los domingos intentaba convencerme para que fuera a misa con él. La verdad es que el chef me trataba como si fuera su hijo. Trabajaban también al servicio del casino dos chicas suizas que hacían de camareras con las que desde el primer momento tropecé, dos creidillas que se creían, pobres, de clase superior y que trataban al restos de los emigrantes con un soberano desprecio. Las cosas llegaron en cierto momento a tal situación que se creó en el ambiente una tensión que terminó por reventar. No recuerdo exactamente lo que sucedió, imagino algún intento de soberano desprecio que mi juventud no toleró. El caso es que de golpe sentí que la mano derecha se me iba, se me iba la mano, sí, jajaja, y fue a estrellarse contra el rostro de la suiza. ¡Dios! ¿Qué has hecho?, me decía el jefe llevándose las manos a la cabeza, pero acaso divertido con la situación y satisfecho de que alguien hubiera dado un escarmiento a aquellas mocosas. Debía de ser muy valioso aquel hombre para los gestores del hotel, porque no sirvieron de nada las pataletas de las dos suizas que tuvieron que aguantar mi presencia hasta el último día. Ahora, eso sí, se guardaron desde aquel día en adelante de hacer nada que me pudiera ofender. 

El ambiente del hotel la verdad es que era propio de una escenografía kafkiana. Mi trabajo comenzaba sobre las ocho o las nueve de la noche y se prolongaba, no recuerdo bien, hasta las cuatro o las cinco de la mañana. Las habitaciones eran las propias de un cuartel, una estancia alargada y estrecha con un montón de camas a la derecha. Cuando terminado el trabajo abría la puerta, de allí salía un tufo de padre y señor mío. La única ventanuca, algo así como un metro por medio metro, permanecía cerrada. Recuerdo aquella estancia como un infierno de calor. Había muchos españoles trabajando en el hotel, gente humilde que había ido a parar allí como a cualquier otro sitio y que se defendía malamente con el idioma a la hora de defender sus derechos. En aquel ambiente acre, que yo recuerdo opresivo y donde parecía no poder hacerse otra cosa que trabajar, apenas hice amistades dado mi horario de trabajo y el tiempo que dedicaba al estudio, pero quizás un hecho pueda dar testimonio de lo que podía suceder en los sótanos de ese lujoso hotel a donde acudía lo mejorcito del Golfo Pérsico. En una ocasión alguien descubrió el cadáver de un bebé envuelto en unos plásticos en uno de los contenedores de la basura. Aún hoy dudo de que aquello fuera real.

De todos modos no todo fue tan lúgubre. En los carnavales me tocó desfilar por todo Saint Moritz metido en una enorme cabeza de cartón. Era divertido mirar al personal desde allí dentro. Hasta llegué a hacer un trato con las dos suizas del trabajo. Después de los carnavales el Casino quedó hecho una lástima, todo manga por hombro. La limpieza les correspondía a ellas. Pero se acordaron de mí, que sabían que estaba necesitado de reunir dinero y me propusieron la limpieza del local por una bonita cantidad de francos. Trabajé durante treinta y seis horas para dejar aquello limpio. Con aquel dinero en el bolsillo continué en el trabajo dos o tres semanas más y me despedí. Ya tenía suficientes fondos para un año. 



Bueno, y la tormenta como tantas tardes a tope. Me había refugiado a la sombra de una roca junto al lago Bianco, se nubló y amenazó lluvia de repente. Ya había localizado el lugar, así que salí pitando y, justo cuando estaba poniendo las últimas piquetas, empezó a diluviar y momentos más tarde ya estaba también la traca de los truenos organizada. 

Todo un día de camino primero por los bosques hasta que por arriba han aparecido los glaciares y la picorota del piz Palú y su magnífica arista cimera. A las tres de la tarde di por concluida mi caminata junto al lago Bianco. 















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