En el Catinaccio, Dolomitas


Cercanías del refugio Bolzano, 3 de agosto de 2023 

Ayer fue día de viaje. Bajar al refugio Pederú, tomar tres autobuses, un tren y un autobús más y ya estaba pasado el mediodía en lago de Braies y su aparatoso hotel decimonónico donde se hospedaba la señora Sharyn y su esposo. Lo más parecido al hotel donde se desarrolla la novela de Thomas Mann, La montaña mágica. Los llamaron desde recepción, ella, menuda, de estatura baja, él enjuto, de mandíbulas marcadas y expresión dulce. Una pareja de norteamericanos de posibles, agradables, corteses que reían de buena gana cuando ya supe dónde había perdido mi cartera y les expliqué la situación. Iba yo embozado en mi equipaje de agua cuando se me ocurrió escuchar algunas arias de Puccini, un escenario que  consideré muy propicio para oír a la Kiri Te. Así que eché mano del teléfono que estaba junto a mi cartera. Momento decisivo en que mi cartera debió de salir inadvertidamente como el amante de San Juan de la Cruz 

En una noche oscura

con ansias en amores inflamada

¡oh dichosa ventura!

salí sin ser notada

estando ya mi casa sosegada,

a oscuras y segura

por la secreta escala disfrazada...

y sin ser notada en medio del batiburrillo del equipo de agua, al suelo que se fue. La señora Sharyn reía de buena gana cuando le decía que en conclusión la culpa de que yo hubiera perdido la cartera la tenía Puccini. Aunque mi inglés no había tenido muchos tropiezos, cuando nos despedimos me tuve que disculpar por no haber sido capaz de expresar mi agradecimiento de la manera en que la ocasión lo requería. Ellos se marcharon a dar un paseo y yo me fui al restaurante próximo a celebrar mi encuentro con mi cartera. Había hecho amistad en el viaje con dos mujeres italianas y cuando me las volví a encontrar en el restaurante no resistí la tentación de sentarme a su lado y compartir mi euforia con ellas.


 

Pensé comenzar a caminar otra vez desde el mismo lago, quizás el lugar más turístico de las Dolomitas, además de ser un bello entorno, pero ya me había empezado a bailar en la cabeza el macizo del Catinaccio y Latamar, al sureste de Bolzano, así que para allí me fui. Cuatro, cinco trasbordos, pero a las cuatro de la tarde ya estaba otra vez en camino, ahora hacia el refugio Bolzano, mil quinientos metros de desnivel más arriba, un lugar por donde he pasado varias veces y del que tengo muy buenos recuerdos. La última vez, un día que diluviaba y que se había congregado allí un numeroso grupo de gente mayor que organizaron un concierto vocal por la tarde con el mejor repertorio de los cantos de montaña de los coros de la SAT y Rosalpina. Fue una tarde inolvidable, fuera una lluvia torrencial y dentro todo el refugio  contribuyendo con sus voces al inicial coro. Fantástico. No había oído nada igual desde el final de los sesenta, cuando con Nena, Moisés Castaño, Graciella, el Pichón (Enrique del Pozo) y algunos amigos más recalamos una vez en un refugio del grupo de Brenta donde tras la cena y frente al fuego de una chimenea se desgranaron tantas canciones… esas que todos aprendimos en aquellos años cuando pasábamos parte del verano en las Dolomitas. 


Mi cuerpo volvía a estar en buena forma esta mañana, mil quinientos metros de desnivel, dieciséis kilos a la espalda y ni una sola parada. Sentirte fuerte, capaz, tranquilo genera sensaciones de autocomplacencia que le iban muy bien a mi ánimo para comenzar una nueva etapa tras las dudas que había generado la pérdida de mi documentación y el dinero. Y un asunto de apariencia baladí como que el macuto vaya bien ajustado y que lo sientas como parte de tu cuerpo, como era el caso de esta mañana; eso también me proporciona un cierto gusto. Existen pequeños placeres en la vida que si no das un paso  por delante de lo que crees que eres capaz te los puedes perder. Esa sensación esta mañana de caminar cuesta arriba, a veces muy cuesta, durante cinco horas sin parar me hacia sentirme más fuerte de lo que creía estar. 

El sendero, según va cogiendo altura se va asomando a viejas montañas visitadas hace medio siglo. En primer término la gran mole del Sassopiatto y el Sassolungo, unas montañas que a la manera del monte Pelmo se erigen aisladas sobresaliendo sobre sus congéneres. Siempre que me encuentro frente al Sassolungo les mando un saludo a Pepe (José Luis Moreno) y a Ignacio Aldea Cardo con los que escalé estas montañas al final de los sesenta. Por entonces Victoria estaba embarazada de seis meses pero nos acompañaba hasta los refugios. En el del Sassolungo, lo recordamos siempre con mucho humor, ligó con un escalador de Verona. Debía de estar muy guapa mi chica con su embarazo por entonces porque hasta la dirección le dejó. Aquel hombre debía de tener gustos parecidos a los míos, una época en que las embarazadas me traían de cabeza. Entonces veía embarazadas por todos los lados. Se me ha debido de pasar aquello porque creo que hace años que no me cruzo con ninguna por la calle, que no me cruzo o mejor que no las veo. 


De las tantas cosas que me pasaron por la cabeza durante esas cinco horas alguna tenía que ver con las sensaciones que visitan a las gentes del monte. Qué más quisiera yo cuando leo libros de montaña encontrarme a menudo con lo que pasa por la cabeza de sus autores, a veces con mucho más gusto que con la descripción de las ascensiones. Le voy a dejar aquí una nota al amigo Carlos, que alguna vez se ha dado una vuelta por este blog, para que aplique el cuento, para que haga el esfuerzo de recuperar lo que le pasaba por la cabeza desde el mismo momento en que se le cayó el sherpa encima hasta el instante en que se vio instalado en un avión, en primera clase nada menos, para tener espacio para su pierna. ¡Carlos…! ¿Estás ahí? Te lo digo como lo siento, cuando escribas tu historia, que seguro la escribirás, tenlo en cuenta. Somos muchos los amantes de la montaña que estamos más interesados por lo que pasa por la cabeza de los alpinistas en dificultades que por los detalles materiales de la ascensión o los rescates. Recuerdo que una vez le eché una pequeña bronca a Ramón Portilla porque en más de una ocasión nos dejaba a dos velas a los lectores. Se encontraba en la Norte del Eiger y despachaba la ascensión en un par de párrafos. Apenas habían comenzado a escalar disfrazados de Rabadá y Navarro, cuya ascensión querían rememorar para Al filo de lo imposible y en un plis plas te lo encontrabas en la cumbre. O cuando se agarró a un bloque como un frigorífico de grande en el espolón Walker que lo precipitó en el vacío. Nada, lo dicho, a dos velas que te quedas. Cuando se lo dije me contestó que él no era escritor. Toma, como casi ningún alpinista que les da por escribir. Ramón sabe perfectamente a lo que me refiero, son esa clase de sentimientos que nacen en uno en determinadas circunstancias, como por ejemplo el descubrimiento de la Belleza, esa que tiene lugar, por ejemplo cuando casualmente su vista tropieza en circunstancias difíciles con una bella montaña como aquella del Leila. 

A la gente que escribe sobre montaña o escalada, si me dejaran, yo les pediría en primer lugar que nos hablaran de las sensaciones, de los sentimientos. Carlos, que tanto cita a Sito, esa hermosa amistad que existe entre ellos; que cita a Luis Miguel Soriano con tanto cariño. Pues eso, que nos gusta también saber detalles sobre esa relación que nace al amparo de la montaña, sus dificultades, sus sucesos, todo eso que forja y da sentido a la amistad. Me contaba en cierta ocasión Pepe Hurtado cómo, habiendo llegado exhausto a la cumbre del Gasherbrum II, el ánimo y la ayuda de Carlos fue determinante para llegar con éxito al campamento base. Por qué coño en el relato de un ochomil nos vamos a quedar solamente con… etcétera, cuando acaso lo que mejor va a apreciar el lector es lo que corre por dentro de las personas, su relación entre ellas. El relato solitario de la primera ascensión al Nanga Parbat de Hermann Bulh, tiene esta clase de condimentos; también muchos de los de Messner, en su subida también solitaria al Nanga Parbat con cuestiones ajenas a la ascensión, pero que eran sumamente importantes para él en ese momento, como su reciente divorcio. 


Cuando he salido del refugio hacia un viento endemoniado, eran casi las cuatro así que ya podía ir pensando en buscar no muy lejos un sitio medianamente protegido del viento. Camino del refugio Vajolet a media hora encontré un lugar apropiado. Al poco de poner la tienda empezó a llover y un rato más tarde hicieron su aparición las vacas que, como siempre, son un peligro si tropiezan con los tiros. Las llamé de todo. Como no entendían el castellano, se lo chillé también en italiano y en inglés. Nada, ni flores, ahí estaban paradas. Que está lloviendo, chicas, les grité, pero ni por esas. Al rato, después de satisfacer su curiosidad, se marcharon por donde habían venido. Ahora sólo ha quedado el viento. Estoy a 2400 metros. En la tienda bajo el edredón del saco de dormir se está bien, así que ha llegado mi hora de lectura. 













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