Refugio A. Fronza, Catinaccio, 5 de agosto de 2023
Había caído dormido como un tronco después de la larga jornada de ayer. El tiempo estaba calmo y las nubes se enredaban entre los riscos por aquí y por allá. Esperaba una noche tranquila, quizás habría un poco de lluvia ligera, nada más. Y sin embargo me esperaba una noche de las que recordaré por mucho tiempo.
A medianoche me desperté sobresaltado, un viento huracanado zarandeaba la tienda de un modo aparatoso. La cremallera se había abierto del todo y el viento entraba e inflaba la tienda como un globo a punto de reventar. Me incorporé, y aferrado a las dos piezas de tela del techo intentaba inútilmente cerrar la cremallera. Estaba seguro de que si seguía entrando el viento con esa fuerza la tienda saldría volando por los aires. Aguanté por un rato sujetando ambos lados de la cremallera, pero sin saber qué hacer a continuación. El viento soplaba con una fuerza capaz de arrancar la tienda. Después de un rato pude cerrar la cremallera. Antes de que se volviera a abrir, y siempre con el miedo de que ésta saltara, eché mano a un trozo de coordino que siempre llevo para posibles averías, lo até en el extremo del ala que había volado, salí de la tienda en medio del vendaval, sujeté la cuerda con gruesas rocas y reforcé el tiro del mástil con nuevas piedras. Fue entonces que comprobé que un tiro lateral había saltado. La tienda se agitaba como una vela suelta arrastrada por el temporal. No obstante logré reforzar el tiro con nuevos bloques de piedras.
Mientras tanto el agua se había colado dentro. Por el suelo corría algún reguero de agua. Todo estaba bastante recogido, pero apurado por el zarandeo de la tienda y por el frío no pensé en otra cosa que meterme en el saco y recuperar algo del confort perdido. Me arrebujé en él como un náufrago que se aferrara a un salvavidas. Las ráfagas eran intermitentes, se establecían unos minutos de tranquilidad y enseguida, con una renovada furia, el velamen de mi tienda se agitaba con toda su fuerza. Ya no se trataba de impedir que se mojaran mis cosas, peligrando como peligraba la integridad de la tienda. Me ha sucedido más de una vez admirarme de que la tela de la tienda no se rajara ante la violencia del viento. En tales caso por el rabillo de mi conciencia siempre me pregunto qué haría si en una situación similar se rajara la tienda. Lo menos grave que se me ocurriría probablemente sería agarrarme a la tela y esperar a que el temporal pasara. Poco se puede hacer en la noche en medio de un vendaval acompañado por la lluvia. Me resigné a estar allí encogido sintiendo sobre mí la agitación de la tienda volcada en parte sobre el saco de dormir, probablemente porque por barlovento se habían soltado uno o dos tiros. Me resignaba al punto de conformarme con que la tienda no saltara.
Pasé la noche como centinela pendiente de que al fin se produjera la catástrofe. De tanto en tanto echaba una ojeada a la cremallera, cuya tela se agitaba violentamente, pero sí, resistía. No pegué ojo en toda la noche pendiente de que algún otro tiro se desenganchara, que la cremallera se volviera a abrir. De hecho más tarde se soltaron un par de ellos, entonces ya llovía recio. No me dio el ánimo para salir, esperé simplemente como alguien que se entregara a una suerte que no depende del él; como la tienda resistía, aunque cojitranca, me hice el sordo.
Se me hizo interminable la noche. Aun así cuando amaneció esperé todavía casi un par de horas antes de decidirme a ponerme en movimiento. A fin de cuentas el refugio lo tenía a mano. Llovía y el viento soplaba con fuerza, pero logré recoger mis cosas y la tienda sin mayor inconveniente. Las montañas de enfrente lucían un liviano copete de nieve.
Qué bucólico, ¿verdad? vivaquear a 2600 metros en pleno collado y sin ninguna protección. Uno sabe que estas cosas pueden pasar, de hecho no era la primera vez ni será la última. Y sin embargo parece que estuviéramos fabricados para olvidar y pasar a otro asunto a la primera de cambio. De hecho una hora después ya andaba metido en la lectura de algún asunto de arte, tanto como para que de inmediato sintiera la necesidad de intercambiar mi parecer con el amigo Paco.
El ambiente cálido del refugio, con bastante gente desayunando ya, era un contrasentido a todo lo que había vivido fuera. ¿De dónde viene?, me preguntó enseguida la guardesa, segura de que no habría podido ser del valle que es un trayecto algo complicado servido por cables. Meneó la cabeza con incredulidad cundo le dije donde había pasado la noche. Se desayuna bien en los refugios. Hoy era un desayuno pantagruélico; como para no probar bocado hasta el final de la tarde.
Un rato después ya estaba con la lectura de La era del vacío, Gilles Lipovetsky, y me enredaba con una vieja idea sobre el arte que Paco y yo habíamos rescatado de la antigua polémica de qué sea eso del arte. Yo, agarrado a un concepto del arte que mira con reticencia gran parte del arte moderno no figurativo, y Paco, que dice no estar capacitado para encontrar definiciones sobre la trayectoria del arte actual pero que afirma necesitar una senda nueva donde no hayan transitado otros artistas. Así que lo que leía venía a cuento, ésta era la cita que ponía, pensaba yo, en tela de juicio ese afán continuamente innovador. Cito a Lipovetsky: "El modernismo prohíbe el estancamiento, obliga a la invención perpetua, a la huida hacia adelante, esa es la «contradicción» inmanente al modernismo: «El modernismo es una especie de autodestrucción creadora... Adorno lo expresaba así: el modernismo se define menos por declaraciones y manifiestos positivos que por un proceso de negación sin límites». Las sendas que ningún otro ha pisado, ¿significan negación de lo hecho hasta ahora, es un apoyo sobre el que auparse?
Se esperaba el cese de la lluvia para el mediodía, así que me lo tomé con calma. Necesitaba que se secara también la roca en un descenso en el que había que poner mucha atención. Mientras tanto mis cosas se secaban en una estancia próxima. La una fue buena hora para ponerme de nuevo en camino. Un largo descenso y tras alcanzar el refugio Vajolet al final decidí atravesar de nuevo el grupo del Catinaccio por lo alto. El passo da le Coronele, una estrecha entalladura en la crestería que desde abajo parecía impracticable. Al otro lado del paso la niebla se tragaba la montaña. El sendero apuntalado en todo momento con troncos y equipado con escalones y cables parecía destinado por Dante para mostrar en el fondo el mundo del Averno. Algunos caminantes que ascendían semejaban fantasmas salidos de la nada.
El sendero terminaba abruptamente sobre el refugio A. Fronza. ¿Se queda a dormir?, me preguntó el camarero cuando le pedí algo de comer. El precio era muy conveniente, 42 euros cena, cama y desayuno, ello con un carnet que me saqué en Austria y que sirve para todos los refugios de la UE. Esta noche no tendré problemas con el viento.
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