Una familia de abueletes

 


 46°33.3570'N 9°25.6390'E, 21 de agosto de 2023 

Qué cosa curiosa es la memoria. Sabía que por aquí había pasado en una ocasión, pero ayer zanjé el asunto pensando que lo había recorrido con niebla. No hubo niebla entonces, sólo que parte del recorrido, incluido donde pasé la noche, había desaparecido totalmente de mi memoria. Fue después del collado, al fondo un larguísimo valle y en medio unas pocas casas, que se abrió un amplio resquicio en mi memoria. No sólo del lugar sino también de lo que bajaba leyendo, en aquella ocasión una novela de Landero, Caballeros de fortuna. Lo tenía clavado, había pernoctado en aquellas casas, me habían cobrado dos vasos de agua y me habían servido una misérrima cena por un precio exorbitante. Al día siguiente me había acompañado un gato durante un par de horas y un conductor de autobús paró con la intención de llevarme valle abajo. Vamos, que  recordaba absolutamente todo. La minialdea responde al nombre de Juf. A veces pienso que me gustaría extraer de la memoria, aunque fuera como quien pretende con una soga sacar de un hondo pozo una buena ración de vida. Caer sobre un detalle, una circunstancia y como quien en el fondo de una cueva enciende su linterna, recorrer todo el entorno, revivir el instante. Tantos hermosos momentos que has vivido, tanta gente que has conocido y con la que has tenido una buena relación, aquello que hiciste y te llenó de orgullo. Y es que la vida pasa en exceso deprisa. Esta mañana que me crucé sin más con una familia de respetables abueletes que mostraron una especial deferencia, esa cortesía que no se aprende, que se lleva dentro y que tiene la gracia de hacerte sentirte a bien con el mundo y sus habitantes. Y es que estar a gusto en el mundo no es fácil en esa pequeña selva que es el planeta en que vivimos. Que me encontré con dos señoras que me pararon con ganas de conversar, que vi de lejos acercarse a una pareja con unos macutos tan desproporcionados, colgando de ellos además la colada, y con los que obviamente me detuve a charlar. Ella era Nora, mexicana, y el Lubock, checo. Con estos charlé un buen rato. Peregrinos se identificaron, una pareja entusiasta que buscaba con lupa los Caminos de Santiago que brotan por aquí y por allá en los Alpes. Me encontré muchas veces con sus señales que parecen dispersas a la liguí sin continuidad. Eso de llevar la colada colgada del macuto yo creí que era exclusividad del vagabundo, pero no, que ellos llevaban una colada como de familia numerosa. No hubo manera de que me dejarán retratarles de aquella guisa. Esos trotamundos de los que casi ya no se estilan, ella pequeñita como de uno cincuenta, risueña, de un entusiasmo desbordante y él como de uno noventa, más moderado, pero totalmente poseído de esa vida que hacían. Esa gente que tiene claro para qué sirve la vida. Ella me dio un abrazo de despedida, él un fuerte apretón de manos. ¡Buen camino!, amigos.


 El sol, como estaba previsto, me dio en pleno rostro desde el mismo momento en que se alzó sobre el mundo. Estaba a 2600 metros, pero aún así las vacas vinieron a darme los buenos días. Sólo tenía doscientos metros de desnivel hasta el collado, después de eso todo sería descenso. El descenso en el que mi memoria descubrió que estaba en terreno conocido. 

Me tocó comer en un refugio de Ausserferrera, un pueblo más abajo de Juf. Y como era pronto me encaramé a los ochocientos metros de desnivel que me esperaban. Un camino por medio el bosque endemoniadamente empinado que me hizo sudar tinta. Estaba descargando la mochila a mitad de cuesta para darme un respiro cuando vi bajar a una señora mayor. Una mujer enjuta y espigada que debía de andar cerca de los ochenta. Se paró sin más junto a mí y habló en alemán señalando mi abultado macuto. Entre el inglés y el italiano logramos entendernos. Lo primero, ¿de dónde viene? Silencio, ni siquiera me acordaba del nombre del pueblo por el que había pasado por la mañana. Lo comentaba esta tarde en una entrada de Mar y Pedro Nicolás, donde éste vertía detalles de topónimos, lugares, circunstancias. Eso, que se me puede disculpar porque los nombres alemanes son realmente más complicados, pero que cada vez que alguien me pregunta de dónde he partido paso apuros porque o no me acuerdo o se me fue el nombre del paso, collado, refugio o localidad. Con la señora eché mano del teléfono para decírselo. La mujer estaba intrigadísima por los derroteros de mi ruta, pero sobre todo por el volumen de la mochila. Hablamos un rato. Era una de esas ancianas de aspecto distendido que tienen la curiosidad a flor de piel. Ante tanto interés opté describirle el trayecto punto por punto. Llamaba la atención la vida que respiraba sus ojos y su expresión. No me atreví a pedirle permiso para tomar una foto. Lo hice cuando reemprendió su camino hacia el valle. La he llamado anciana porque no me salía otro término, un término que estaría por inventar para esta clase de hombres y mujeres que se acercan a los ochenta o los sobrepasan y que caminan y se mueven como lo puede hacer uno de cuarenta. La familia de abueletes con los que me había cruzado por la mañana pertenecen al mismo grupo de personas mayores que son la prueba inequívoca de que la vida no se acaba después de los setenta. Esta señora con la que me había encontrado había partido de uno de los pueblos cercanos hacia las cimas más altas a las nueve de la mañana. Eran las tres de la tarde y no había parado un momento. Ni siquiera llevaba macuto. 

Fin de jornada en lo más profundo del bosque. Milagrosamente éste, en cierto momento, cuando ya tocaba hora de parar, si puede ser sobre las cuatro mejor, quebró su abrupta pendiente brevemente y apareció un pequeño prado. Ni hecho a propósito. 












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