En la Galayada

 


Día 1º

Galayos, refugio Victory, 7 de junio de 2024

Inquietud. Es lo primero que siento cuando subiendo la Apretura alcanzo a ver la pared de la Amezúa y la Aguja Negra. Había subido muchas veces a los Galayos en estas últimas décadas, pero nunca, ni soñando, con otra intención que no fuera contemplar una vez más el escenario concluso ya que fue de aquellos años de escalada del final de los sesenta y principios de los setenta. Hoy no, hoy existe la posibilidad, acaso, quizás, de hacer alguna ascensión y por consiguiente cuando mi vista se pasea por el glauco farallón del Galayar, la inquietud surge del fondo de mí como pequeñas burbujas de champán. Lenguaje mudo e íntimo, dudas.

Sentado junto al refugio frente al Torreón pongo los deseos a remojo; sopesarlos, mirarlos por aquí y por allá y constatar hasta dónde a veces uno sueña al modo de aquel niño del poema de Machado que soñaba con un caballo de cartón… y que llegado el alba abrió los ojos el niño y el caballito no vio.


Escribía Cioran que el conocimiento mata y algo de verdad encierra la afirmación. El conocimiento de las personas, de ciertos entornos, el de las montañas, también, debería dejar ciertos espacios al misterio y al descubrimiento; que tengamos siempre un interrogante, una curiosidad pendiente. Pensaba haciendo el carril de los Galayos en aquellos que lo hacen durante años con mucha frecuencia, y me preguntaba si verían ellos también lo bonito que estaba el sendero, la multitud de flores que todavía resisten el calor, los cantuesos con sus orejas erguidas como de liebres atentas a salir pitando al menor ruido, el riachuelo y sus pozas, el Cabezo del Cervunal poco a poco alejándose a mi espaldas. No es fácil en ocasiones recuperar la curiosidad, algo de esos primeros momentos cuando descubrimos nuestras primeras montañas.

En este carril de hecho descansan años de tránsito, el sueño durante toda la semana de escalar esto o aquello, las expectativas; y a la vuelta, el descanso allá abajo, el proyecto cumplido, el cuerpo algo dolido, las cervezas prometidas, la despedida hasta el fin de semana siguiente. Pero no, me he prometido abandonar en este blog un tanto ese relato nostálgico del pasado.

Esperaba a Toti y a Pilar en el Victory, pero estaban desaparecidos y la cobertura iba a su bola, así que después de esperarles media hora, Abraham, el encargado del refugio, sirvió las cenas. Aparecieron cuando ya estaba en el saco. El inconfundible vozarrón de Toti entró por la puerta como una exhalación. ¿Qué tendrá este hombre que tánto atractivo desprende a su alrededor? ¿Esa energía, esa vitalidad, esas ganas de vivir como salida a borbotones de la inquietud de su cuerpo? Se podría decir que cada uno es dueño de su destino y de cómo organiza si vida, pero no cabe duda de que si  la oportunidad de encontrar en tu camino a determinadas personas dependiera de algún dios particular, a él habría que hacerle las pertinentes ofrendas de agradecimiento. Hablo de Toti, pero igualmente podría hablar de un buen puñado de personas con las que de manera casi siempre aleatoria hemos coincidido a lo largo de la vida y que por las razones que sea hacen que nos sintamos bien en su compañía, que aprendamos o que nuestra motivación se dispare.

Mientras cenaban Pilar y él no han dejado de especular sobre las previsiones del tiempo de mañana: lluvias, tormentas, ese tipo de lindezas para el primer día de la Galayada. Entre los dos, me dicen, han subido material como para escalar el Cerro Torre. He cogido sus dos macutos al peso y si no llegan entre ambos a cerca de los cuarenta kilos, poco le falta. Simpático asunto ese de subir cuarenta kilos hasta el Victory para volver a bajarlos al día siguiente sin haber hecho uso de ellos.

Con el refugio ya en silencio y en la oscuridad mis pensamientos vuelven al Galayar, me dejo envolver por las sensaciones que me vienen de más allá de medio siglo. En casa a veces especulamos jugando a imaginar lo que nos gustaría hacer si volviéramos a nacer. Yo siempre dudo, ¿volvería a ser maestro? Creo que no. ¿Volver a repetir una misma historia aunque fuera bastante interesante? ¿Viviría aquí o allí? ¿Viajaría más? No lo sé, no lo sé, sin embargo seguro estoy de que sí me gustaría volver a los Galayos, a Gredos, a la Pedriza como lo hice nada más salir de la adolescencia. Y no hablo de más lejos, Pirineos, Picos o Alpes, hablo concretamente de Gredos, Galayos y la Pedriza. Esa vida que viví entonces por aquí sí que me gustaría volverla a vivir en otra reencarnación. ¡Cuánta música hay encerrada en esos primeros años, cuánta…! No por escalar esto o aquello, nada que ver con las dificultades superadas, nada, por sí mismo, por el ambiente, las vivencias, los descubrimientos. Tal cual fue aquello, tal cual fue el abrir los ojos y descubrir allá arriba las inhiestas torres de granito, ese jardín de piedra; tal cual era aquello, los primeros inviernos en Gredos, incluso equipados con aquellos pobres sacos de dormir con los que tánto frío pasábamos; los primeros tiempos de la Pedriza, tan dentro de mí, tan con el sabor de la vida a flor de piel. Nada de vías abiertas ni de proezas de ningún tipo, era la vida que todo aquello destilaba, el descubrimiento, los compañeros de cuerda, las expectativas de hasta dónde llegarían nuestra capacidad, nuestro arrojo. Esa impoluta pureza con la que nos acercábamos a la montaña cada fin de semana. Todo eso forma un precioso conjunto que de buena ganas repetiría. Después añadiría más cosas a la vida, otros proyectos, otros asuntos, pero que no me quitaran la posibilidad de volver a vivir aquella bella, hermosa, atractiva experiencia.

Hay pocas esperanzas de que mañana podamos hacer algo, un algo que no deja de inquietarme, pero por si acaso mejor dar por terminado esto, cerrar los ojos y dormirme arropado por esas sensaciones que me vienen de tan lejos, de tan lejos, pero que tan cerca las siento esta noche.

 

Día 2º

Guisando, 8 de junio de 2024

La niebla se enredaba en las cumbres, guedejas de niebla fría que hacían poco apetecible salir del saco, pero allá abajo todo el mundo andaba levantado, una ligera algarabía que ya  hacía imposible demorar más en el saco de dormir. Por el ventanuco del sobrado se colaban los signos de una mañana desapacible. Poco que hacer. La inquietud de que Toti sugiriera escalar la Aguja Negra o cualquier otra cosa había desaparecido, y ahora habría que esperar qué pensaban Pilar y él para las horas siguientes.

Qué magníficamente bellos se ponen los Galayos cuando la niebla merodea por sus paredes. Ambiente alpino de alta montaña, espectáculo cambiante en el que tan pronto de la masa gris surgían retazos del Torreón, de la Tonino Re, se escondía el Pequeño Galayo o despuntaba brevemente la Aguja Negra o la Amezúa.

Las previsiones del tiempo para las siguientes horas eran tan malas que al final decidimos por unanimidad abandonar el refugio camino de la apretura. Hoy era día de encuentro, la Galayada, una actividad promovida  por Rafa Domenech y Ángel Luis Santamaría desde hace una década que reúne en el Galayar a un buen puñado de amantes de las alturas. El grueso del grupo había cenado y pernoctado en Guisando y ahora subía con cuentagotas por la Apretura. Así que el descenso, con los consiguientes encuentros, se convirtió, como quien tropieza en la calle con muchos amigos, en un parloteo que Toti se encargaba de aderezar, cada vez que nos encontrábamos con un grupo, con todo tipo de historias y bromas. Cada vez diez minutos de parada, saludos, abrazos, un poco de conversación mientras las zetas del sendero quedaban envueltas primero por la niebla y más tarde zarandeadas por la lluvia. Pero allí no se arredraba nadie, por lo menos había que subir hasta el refugio, sí, aunque no se viera ni pijo.

Cuando dejé la Apretura atrás, me detuve a ponerme el equipo de agua; mientras tanto el resto del grupo desaparecía en la niebla. Caminar en la niebla, y más bajando de Galayos, es entrar en un especial mundo de intimidad. Hasta entonces había bajado con Pilar envueltos ambos en una charla que picoteaba de aquí de allá asuntos de educación e historia personal, y ahora era el momento del silencio y la contemplación. Fue poco más tarde que alcancé a Noelia. Supe su nombre después de descubrir un buen puñado de aficiones mutuas, entre ellas los viajes, así que antes de llegar al Nogal del Barranco ya habíamos dado un par de vueltas al mundo. Qué facilidad con Noelia para pegar la hebra y para pasar de los viajes a las experiencias íntimas de la aventura… Luego fue ser alcanzados por Ezequiel y sus compañeros y otros grupos que bajaban tras de nosotros.

Tras mi encuentro con Noelia, me fue gratísimo saludar más abajo a Capri, al que apenas recordaba y con el que me unía la relación que tuve con su hermano, mi admirado José Ángel Lucas con el que pasé una jornada y una noche memorables en un rescate en la cara oeste de la Amezúa y con el que mantuve una discreta amistad mezcla de respeto y fascinación por su personalidad.

Secar la ropa al sol, al fin había dejado de llover, trasegar cerveza y sumirnos en una larga tertulia fue la continuación, ahora ya con el grueso del grupo. La previsible toma de posesión de Toti de una buena parte de la conversación con su precipitado verbo y su entusiasmo, las bromas de Angel Luis Santamaría, la discreta y amable intervención de Juan Berlanda o Pancho, Edesio, Nayet, Pilar, Teresa… Pero el caso es que había quienes echaban de menos el contacto con la roca, algún largo con el que al menos llegar satisfechos a la cena. Así que abandonada la tertulia, unos marcharon camino del restaurante y los menos tomaron el sendero hacia una pequeña zona de escalada. Por si las moscas cargué con el arnés y el casco. Quizás alguien me largaría más arriba un cabo de cuerda para hacer una de aquellas paredes. Antonio y Míriam me cedieron un sitio en su cuerda. Una placa, una bonita bavaresa, mucha adherencia y poco más arriba, Antonio, que me ha visto que he echado en un momento de duda la mano a una chapa, que me dice que no, que mejor que descienda y vuelva a subir sin tocarla. Uno es casi nuevo, nuevo porque no practicaba desde muchas décadas atrás, y andaba aprendiendo, que unas semanas atrás ni idea tenía de ese vocabulario nuevo, cosas como chapar, grigrí, cinta exprés, nudo dinámico, el ocho, eran palabras que ni idea hasta hace poco. Y aprendiendo enseguida comprendí, por la observación de Antonio, que eso de echar mano a las chapas ni era elegante ni procedente. Así que baja, ojo a las mínimas protuberancias y que ni se te ocurra tocar una chapa. Gracias Antonio y Míriam.

El ambiente en el bar-restaurante "Los pasos de Lola", era un cálido encuentro de amigos, esos que acaso no se ven frecuentemente pero a los que la pasión por la montaña une entrañablemente, a algunos desde hace más de medio siglo. Saludo enseguida a Ángel Rituerto, ese hombre que tiene un nosequé que hace que todo el mundo lo quiera; a Santiago Hernández, a Cristina y Carlos Soria que estaba enzarzado en una precipitada conversación con Capri… Otros muchos que no conocía. Es curiosa la familiaridad y la cordialidad que uno puede encontrar dentro de un grupo en el que casi accidentalmente había caído. Allí fue donde le cayeron las bromas a Toti en cuando le echó el ojo Carlos. Y es que Toti es como Durga, esa diosa hindú de múltiples brazos que puede atender diferentes actividades al mismo tiempo. Y es que Toti había quedado para escalar con Carlos la Aguja Negra, conmigo algo indeterminado que apuntaba acaso también a esa aguja, con Pilar no sé, pero algo diferente, y con Noelia y Capri el Torreón.

En aquel local y con tanto hablador apasionado la verdad es que era difícil entenderse y especialmente para un medio sordo como un servidor, pero me tocó a la derecha, mi oído sano, una buenísima conversadora, Noelia, así que terminamos hablando más que comiendo en medio de aquel barullo fenomenal. No se prolongó mucho la tertulia y llegó el momento en que cada mochuelo debió buscar la rama de su olivo. Al día siguiente la cita era en una churrería de Mombeltrán, a una hora tan temprana como las ocho de la mañana. Yo busqué un lugar tranquilo en el bosque para dormir en la furgoneta, otros iban de hotel y el resto buscó cobijo bajo un tejadillo cercano al restaurante. La Galayada la prolongarían todavía unos pocos al día siguiente en el Torozo en medio de una espesa niebla.

Para terminar agradecer a Rafa y a Ángel la posibilidad de que haya podido asistir a este pequeño y encantador encuentro de amigos; y a Toti por haberme puesto al corriente de la celebración de esta actividad. Gracias a los tres y gracias también a tantos otros por la acogida. Me he sentido francamente bien entre todos vosotros.

 


10 comentarios:

Anónimo dijo...

Un fuerte abrazo Alberto, gracias por este entrañable relato. Tu pluma sigue siendo tan atractiva como la llamada a la naturaleza que experimentamos. Pancho

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias Pancho. ¡Qué agradable es encontrarse con este puñado de amigos! Me encanta vuestra compañía y ese clima de amistad y cordialidad con el que envolvéis vuestras actividades. Un abrazo y nos volvemos a ver.

Anónimo dijo...

Gracias Alberto.El relato es magnífico, y toca la fibra de los viejos roqueros

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias tantas por vuestra acogida. Un abrazo
¿Eres Pancho?

Juan Berlanga dijo...

Gracias Alberto. Me ha encantado tu blog y tu relato de la Galayada ha sido estupendo. Fué muy agradable la charla que tuvimos mientras comía. Un abrazo

Alberto de la Madrid dijo...

Qué gusto, Juan, poder recuperar el pasado, los amigos y encontrar un ambiente tan cálido como el de estos dos días. Un abrazo

E dijo...

Magnífico relato Alberto. Muchas grácias porque al releerlo disfrutaremos de nuevo esos felices momentos .

Alberto de la Madrid dijo...

Es un regalo el hacer pasado estos días con vosotros. Un abrazo

Anónimo dijo...

No , soy Carlos . Subía solo y me crucé con vosotros cuándo comenzabais a bajar.

Alberto de la Madrid dijo...

Ok, Carlos. Un abrazo...