Cercanías de los Baños de Benasque, 26 de julio de 2024
El río rumorea bronco y tranquilo a unos metros de donde
estoy, el sol golpea despiadadamente contra mi cuerpo. De vez en cuando alivio,
una nube logra detener los rayos inclementes que abrasan cuanto tocan. Estoy
exhausto. He tirado a mi cuerpo junto al agua y lo he dejado ahí a descansar, a
dormir, a lo que él quiera, esperando que alguna nube venga a aliviar el
momento. Pero no, no cae esa breva y habré de incorporarme, cargar la mochila y
seguir bajando resignadamente redondeando así el fracaso de hoy. Quizás no sea
sólo el calor, quizás la infección de orina que arrastro está siendo más
agresiva que otras veces. Quizás, qué se yo, estoy hecho una mierda porque a mi
cuerpo le ha dado una locura repentina y no quiere saber nada de mí.
Joder, por qué esa nube que roza el sol no se moverá un poco
hacia donde debe moverse. Cuando eso sucede es el paraíso. Y además, por qué
coño no subo al monte como todo el mundo; una pareja que acaba de pasar camino
del valle, cuatro cosas en la mochila, los horarios lógicos de la mañana
temprana para subir a las cumbres para a la hora de la comida estar tomándote
una cerveza allá abajo.
Bueno, pues sucede que salí a la una del medio día con un
sol de esos que abrasaban, pero metido en el bosque pues que no se notaba,
incluso subía con ese conocido paso lento con el que pareciera que se puede
llegar al fin del mundo, cansado pero que se resiste bien.
¡Ay! si esa nube se corriera un poquito a la izquierda y
tapara el sol, hasta las marmotas se lo agradecerían.
Eso o que uno está viejo, pese a lo que sostiene Carlos que
dice que la vejez no existe. Todo puede ser. O que mi cuerpo no ha recibido las
calorías suficientes para llegar a donde yo quería llegar, ese corralito de la
cumbre del Perdiguero en donde hace más de medio siglo vivaqueé y en donde mi
tienda mínima y yo resistimos una horrísona tormenta nocturna.
Es la gloria cuando una nube logra interponerse entre el
sol y un servidor.
Llegué al ibonet de Literola con la lengua fuera, descargué,
me senté y consideré la situación. Por más que me jodiera un montón tuve que
reconocer que no me llegaban ni mucho menos las fuerzas para llegar a la cima
de Perdiguero, seiscientos metros de desnivel más arriba. Ni amor propio ni
leches. Esa palabreja con la que a veces especulamos, los propios límites,
estaba ahí diciéndome, tío, hoy toca darse la vuelta.
Subí bastante bien al Aneto, 1600 metros de desnivel. Hoy era
otro tanto, pero a los 1000 ya estaba fuera de juego.
Ahora ya el día posterior después de un largo y reparador
sueño, una excelente sombra antes de los Baños de Benasque donde pasaré el día.
“Lo que el hombre siente cuando medita sobre las propias incertidumbres”. Me lo
encontré días atrás en el libro de Manuel Alvar. La mía últimamente da vueltas
y vueltas alrededor del mismo tema y, pese a que desde que he salido de casa,
he subido muchos montes y visitados techos provinciales, la incertidumbre me
persigue, y más en esta ocasión que mi ascensión no ha sido exitosa. Esto de
escribir un diario tiene estos inconvenientes, que uno termina dando vueltas a
la misma noria como un borrico. Lo que el hombre siente cuando medita sobre… Ayer,
mientras deshacía mi camino, acaso un esfuerzo similar al que me hubiera
llevado llegar a la cumbre, iba pensando en estas cosas cuando me tropecé con
un pastor que me decía que la mayoría de los que van al Perdiguero hacen noche
en el ibonet de Literola, donde yo me di la vuelta. Podría haber hecho yo lo
mismo, pero obsesionado con que mi destino era la cumbre no caí en ello. Terminada
la charla con el pastor había cosas que me pasaban por la cabeza como la de
regresar a casa. Así de desanimado estaba. Meditaba, sí, y sentía una especie
de impotencia ante lo que acaso se avecina. De momento ya casi desecho esas
largas travesía de los veranos de parte a parte a parte de los Pirineos o los
Alpes. Muchas veces pensé en ello como esa coyuntura ineluctable que en algún
momento tendría que presentarse. He luchado durante años contra esa situación aguantando esfuerzos, dolores de espalda o problemas en las piernas con sus
condropatías cada vez más graves, y lo que ahora siento se parece mucho al
momento final de una hermosa etapa de vagabundeo por las montañas en las que ni
el peso, ni las tormentas, las lluvias, la espalda o las rodillas lograban
doblegar mi ánimo.
De todos modos voy a probar poniendo mañana a mi cuerpo en el camino de la Tuca de Salvaguardia, una montaña de 2738 metros que se alza al norte del Aneto dominando toda la cuerda de la Maladeta. Veremos… y si el tiempo lo permite.
Tuca de Salvaguardia y el pico de la Mina |
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