Peña Prieta: un vivac con luna llena




Cima de Peña Prieta, 19 de agosto de 2024

A estas alturas ya es para temerle al calor, así que hoy a mi habitual carga de agua he añadido una cantimplora más, cuatro litros en total.

Lo primero que he constato esta mañana es que el Peña Prieta, que yo había fotografiado ayer desde el collado de Llesba en un momento en que despejó la niebla, no era el Peña Prieta, sino una loma que ocultaba lo mucho que había que andar para llegar hasta su cima. Uno se baja del coche, mira enfrente, ve un monte de vacas alto y ya no necesita consultar mapas, más o menos como me sucedió el otro día con el Torrecerredo. Como se ve la manía de fabricar mapas con la imaginación al gusto de mis deseos sigue ahí dale que te dale. Pero no, hoy enseguida me ajusté a la realidad.

Creo haber subido a Peña Prieta un par de veces (así funciona mi memoria). O a lo mejor no he subido; quién sabe. Se lo tengo que preguntar a mi amigo Ignacio Aldea, porque en más de medio siglo el único recuerdo vivo que me quedó de una de esas excursiones es uno como salido de los cuentos de Las mil y una noche. Recuerdo que en Cardaño de Arriba nos habían dejado un lugar para dormir y que cuando amaneció y el sol empezó a inundar las callejas del pueblo, Ignacio tomó su flauta dulce y cual enanito que quiere alegrar la mañana a los paisanos y a nosotros mismo,  empezó a danzar y a tocar la flauta al ritmo aquel del Pájaro Campana. Tocaba, bailaba, hacía el ganso y nosotros contemplábamos aquello como una escena salida de Siete novias para siete hermanos. El impredecible comportamiento de la memoria imagino que debe de guardar sus secretos, secretos que probablemente están en conexión con nuestros afanes más íntimos. Si yo no me acuerdo de si subí o no entonces al Peña Prieta pero sí me acuerdo de estas cosas… su razón tendrá. Recuerdo ahora un día que estando de visita en casa de Carlos (Soria), llamé por teléfono a Pepe Hurtado por ver si nos pasábamos después Victoria y yo por su casa a compartir una cerveza. No podía, me dijo, porque en ese momento iban a ver la retransmisión en directo de Turandot. Iba a colgar cuando Pepe quiso hablar con Carlos. Le pasé el teléfono. Lo que quería saber Pepe era si Carlos se acordaba de cierto día que en el campamento base del Gasherbrum II (creo, quizás me equivoque de CB) estuvieron escuchando precisamente Turandot. El gesto de Carlos fue elocuente: ¡ni idea! Era obvio que la pasión de Pepe por la ópera en absoluto la compartía Carlos… o eso me pareció a mí.

En ocasiones es bonito comprobar que la memoria pese a ser tan reticente, la mía, a cumplir con sus obligaciones, tiene detalles encantadores que parece guardar en lugares privilegiados de sus rincones. A ella parece, a la mía, traerle sin cuidado las grandes cosas, los aplausos, hechos acaso notables que sería lógico conservar como haber subido a Peña Prieta, o peor el Midi d'Oseau que dice Laure que he subido con él y yo tampoco me acuerdo; no recuerdo estas cosas pero sí a Ignacio hace medio siglo tocando su flauta en un pequeño pueblo de montaña mientras Raquel y yo contemplábamos encantados el espectáculo. A Proust le quedó para siempre el sabor de una magdalena que comió cierta mañana en su primera infancia; a mí me queda el olor a cuero de una prenda que vestía mi abuelo, el olor a tabaco de su pipa, la cara de pícaro que ponía cuando las jovencitas del barrio pasaban por su puesto de chuches a comprarle algunos caramelos.

Es largo el ascenso desde el puerto San Glorio y no sólo eso, que me pilló también de imprevisto alguna trepada de esas que prefiero evitar si es posible. A veces corría una breve brisa, no todo era un horno, pero cuando ésta cesaba aquello era el desierto. De todos modos subía bien, que no las tenía yo todas conmigo desde que el calor empezó a afectarme tanto días atrás en Pirineos.

Cuando tuve la cima a la vista, que venía estando escondida por distintos contrafuertes, mis ojos enseguida se dirigieron a la cumbre en busca de posibles visitantes. A mi capricho de dormir en las cumbres y además hacerlo con luna llena, se le suma ese otro de hacerlo en soledad. Me cupo una pequeña decepción. Allá junto al vértice geodésico se movía una persona. Todavía me cabía la esperanza de que fuera alguien de sube y baja en el día. A poco de la cumbre me crucé con él. ¿Vas solo?, fue lo primero que me salió. Iba solo. Le pedí información sobre una ruta diferente que me evitara las trepadas. Me la dio, cruzamos unas palabras más y nos despedimos. Yo y Peña Prieta, yo y la montaña compartiríamos, sí, en soledad, esta noche de luna.

Bueno, pues aquí estaba, en el punto más alto de Palencia, una cumbre más para mi colección. Ya solo me quedan 3. Cuando pegue mi último cromo… bueno ya veremos.

Y sí, hacia un calor del carajo. Así que cumplido el deber de las fotografías, a lo primero que me dediqué fue a organizar mi chiringuito para pasar la tarde. Monté el vivac y con los bastones y el saco de dormir construí un tendedero que me sirvió de sombra, una sombra suficiente para echarme una siesta si llegaba el caso. Las cuatro y media de la tarde. Una ligera bruma cubría los valles. Las fotografías no valían mucho, así que habría que esperar al final de la tarde a ver si el día se ponía guapo de verdad. 

¿Qué esconden las cumbres, este flirteo, esta intensa relación que vivimos ellas y yo mientras contemplamos un bello atardecer, cuando charlamos ellas y yo con las estrellas, cuando nos preguntamos por el origen el universo y yo le cuento de mi pequeñez, cuando admiramos desde lo profundo de la noche la belleza que se oculta tras la oscuridad, cuando suena el despertador y yo me alzo justo en el momento en que la cumbre y yo recibimos el primer rayo de luz que alumbra la Tierra? Yo y las cumbres, yo y el mundo mineral que recorremos constantemente a la búsqueda de algunas respuesta, alguna esencia…

A mi espalda poco a poco las montañas se van vistiendo del color suave del mar. El sol pintor extendiendo aguadas de tul entre unas y otras montañas parece como si las estuviera preparando para el sueño de la noche.

Hace un rato que salió la luna que brilla frente a mí enorme y como dueña del firmamento. Qué cosa mejor esta noche que escuchar a Bach, y de Bach qué mejor que el Magníficat. Instalado en el saco de dormir, el perfil de las montañas de Picos de Europa todavía a la vista en la semioscuridad, la Luna, la soledad, este magnífico silencio a mi alrededor, las lejanas luces de alguna aldea surgiendo como del fondo de otro mundo. Y sí, esta música, esta música, esta música.

***

Antes de subir este post recibí contestación de Ignacio confirmándome que efectivamente en las Navidades del 74 habíamos subido a Peña Prieta los tres, él, Raquel y yo, un día de intenso frío. Y mandaba la foto de cumbre. Esta de abajo:

 

 























 


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