Valle de Benasque, 30 de julio de 2024
Estoy empezando a convencerme de que mi cuerpo no resiste
tanto trote. Tumbado junto a un arroyo bajando del Poset cierro los ojos y
dentro me salta una sensación de cansancio infinito que acaso no había conocido
hasta ahora. Crampones, piolet, tres litros de agua comida y otras zarandajas, todo ello bajo un
sol inclemente, parece que sea mi límite para los mil seiscientos metros de
desnivel no exentos de trepadas y algún que otro paso delicado.
Ahora, es cierto, estoy orgulloso de haber superado esta
prueba tan dura para mí, dura especialmente por el peso y por el sol.
¿Hay algo parecido al gusto que te das cuando poseído de un
enorme cansancio, al fin te tumbas dentro del saco a la noche en la cumbre, o
como ahora protegido por el mosquitero, con todo terminado, puedes estirarte al
fin después de una larguísima jornada? Placer tan extraordinario como ese sufrimiento que me embargada ayer
subiendo la arista que llevaba a la cumbre del Poset. Y quizás sucede que el
sufrimiento, cuanto tú te lo buscas mediante un esfuerzo extraordinario, y el
placer, son cosas que van de la mano. Dicho esto cuando todo ha pasado.
El relato. Después de la Tuca de Salvaguardia me había
propuesto dejar un día de descanso, pero para esa fecha el tiempo daba lluvia,
así que decidí, salir al día siguiente. Comenzar a subir una montaña que
requiere muchas horas de subida a medio día en un día en que la temperatura era
abrasadora es una locura, pero no era la primera vez y quería probar. Paré junto
al arroyo que baja del ibón de la Llardeta. Nada, ni una miserable sombra donde
pudiera al menos proteger la cabeza del sol. Comí de mala manera y sin apetito
y tras media hora inicié de nuevo el ascenso. Ni un alma por el camino. ¿Crampones
sí o crampones no en los dos neveros que cubren la Canal Fonda? Decidí que no. Con
nieve blanda a veces se forman unos zuecos que también son peligrosos. En el segundo nevero hice lo mismo pero cuando consideré que la pendiente era un
tanto fuera de mis expectativas, tallé escalones en la nieve para subir por la
roca. No es que fuera de mi gusto aquello, roca descompuesta y mucha gravilla
suelta, pero bueno, no había otra. Un alivio era que a esa hora la sombra ya cubría
la canal. Arriba el Diente de Llardana se erguía un tanto desafiante con un
espolón rocoso digno de prometer una bella escalada. Un buen vivac de altos
muros serviría a dos jóvenes para pasar la noche. A la mañana siguiente, apenas
había amanecido cuando me despertaron una voces. Eran ellos. La verdad es que
tanta soledad a veces se atempera, más como fue el caso, que nada más amanecer se puso a llover, y ahí estaba la arista cimera y los neveros esperándonos. No les dije
nada, pero nada más comenzar ellos allá que me fui detrás. La lluvia apenas duró
unos minutos pero fue suficiente para que dejara la roca algo peligrosa.
Vuelvo a la tarde anterior. No era un cansancio de esos que
se te suben las pulsaciones por las nubes. Simplemente que subir aquella última
cuesta y especialmente la arista me dejó fuera de juego. Cuando llegué allá no
me quedaban fuerzas para nada. En un gran esfuerzo de voluntad tomé algunas
fotografías, el atardecer no estaba nada brillante, e inmediatamente instalé mi
vivac, me metí en el saco y fui incapaz de cenar nada, el cansancio me había
dejado totalmente inapetente. Todo consistió en arrebujarme
en el saco y dormir, dormir hasta que el cuerpo se repusiera de ese enorme
cansancio. Anoche ni siquiera mirar las estrellas me apetecía.
Dormí bien, amaneció turbio como de lluvia y de nuevo fui
incapaz de ingerir alimento alguno. Allá por levante el sol intentaba abrirse
paso entre las nubes sin éxito alguno. Quedó sin embargo una bonita estampa de
colores cálidos en el horizonte. Fue entonces que se puso a llover, pero aún
así tuvimos tiempo de tomar alguna foto matinal testimonio de nuestra estancia
en la cumbre.
Una ligera inquietud me corría por dentro pero una vez
salvada la arista todo fue mejor. En el primer nevero me puse los crampones,
pero no en el segundo. Por éste subían ya los más madrugadores, alguno de ellos
preguntando como de costumbre cuánto faltaba para la cumbre. Ni idea. Para
dejarles contentos les decía que un par de horas.
Y el cuento se habría acabado aquí si no fuera porque el
cansancio, entre ello por no haber ingerido alimento alguno desde el medio día
de la jornada anterior, volvía a castigarme con una profundidad que acaso yo no
conocía. Lo alivió poco el rato que estuve junto al arroyo comiendo algo. El
sendero hasta el refugio Ángel Orús se me hizo interminable. Fue en ese trozo
que empecé a fraguar la idea de marcharme unas días a casa. En principio fue un
arranque, pero poco a poco la idea fue cobrando fuerza. Podía tomarme dos o
tres días de descanso por aquí y ver si
me reponía, pero la experiencia de hoy y la de pasados días en el Perdiguero tenían
mucho peso. Quizás mi cuerpo había llegado a ciertos límites que tendría que
considerar.
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