Día 40. El linaje de los solitarios

 


45,92895026°N, 08,08284938°E, 27 de julio de 2025 

Paré con un bon giorno al primer caminante con el que me iba a cruzar esta mañana. Era alemán, un hombre maduro de melena rubia y mirada amable. Me paré y a su vez él hizo lo mismo. Llevo cuarenta días caminando, le dije, y la mayoría de las veces me cruzo con hombres o mujeres solitarios. Asiente, sonríe. Él lleva una semana. Me gustaría entrar en la cabeza de estos caminantes. Qué siente, que piensa un hombre que pasa días y días caminando en medio del silencio. También esas mujeres de edades tan dispares. Una muchacha alemana con la que charlé no debía de tener más de veinte años. Dos días más tarde fue una italiana que debía de rozar los sesenta. Me encanta esta gente que se pone el mundo por montera y se pierde sin más por los Alpes en un viaje que a la fuerza también es un viaje interior. Pienso en aquel caminante con aspecto de profesor universitario despistado encontrado, en medio de una lluvia intensa, en un paraje donde el lugar abrigado más cercano estaba a seis o siete horas. 

Solitarios. El concepto me sugiere resonancias íntimas, alude de algún modo al murmullo interior de los que caminan solos. ¿No es acaso la soledad un estado del alma? El que busca la soledad para escribir, caminar, mirar el cielo o seguir un hilo de pensamiento sin interrupciones ¿no busca quizá una intensidad vital que sólo se alcanza en la soledad?

Caminar solo por la montaña tiene mucho de andar por dentro de uno mismo, por los pensamientos, los recuerdos o la reflexión. Imagino que tiene que existir algún tipo de disposición interior común en estos solitarios con los que me encuentro. ¿Existirá algún condicionamiento genético que aliente este deseo? Hay quien tiene una disposición totalmente opuesta, gente que necesita constantemente estar en contacto con sus semejantes. Que esta disposición a la soledad sea herencia o construcción, no lo sé, pero sí entiendo, al menos en mi caso, que sí debió de haber por ahí alguno de esos genes de carácter recesivo que inesperadamente irrumpen en el encuentro del espermatozoide con el óvulo. 

Existen caminantes en la historia que gozan de mi especial aprecio, el poeta chino Bashō, es uno de ellos, y, por supuesto, Thoreau en su cabaña  Walden. Ambos encontraron en la soledad su inspiración y sentido de la vida. 


Hoy el sendero estaba concurrido, todos alemanes. Son los caminantes más habituales de esta ruta que sigo desde hace semanas, la GTA. Llegué al pueblo, Carcoforo, sobre las diez y media. Era día de mercado y el pueblo estaba muy animado. Podría haber comprado algo de comida, pero miedo me da mi tendencia a aumentar indiscriminadamente el peso de mi macuto. Siempre fue así, entro en un supermercado y por más esfuerzos que hago siempre salgo con mucho peso de más en la mochila. Este año, que me tomé muy en serio el asunto del peso, mi bolsa de la comida sólo lleva la cena, que me la suelo apañar en refugios, y el desayuno. Entre el desayuno, en la tienda, y la hora de la comida la bolsa va vacía. Quizás sea la cercanía entre refugios la razón primera de mis preferencias veraniegas en los Alpes. 


Junto a la iglesia paré a tomar un tentempié y enseguida tiré para arriba. El refugio Boffalora quedaba cuatrocientos metros de desnivel más alto. De vez en cuando echo un vistazo al valle que he bajado está mañana. Visto desde aquí parece un descenso enorme y difícil. Llevo dos días que el programa es subir en torno a los mil metros, bajarlos, volverlos a subir y volverlos a bajar. Las montañas están abiertas al este, y el norte y oeste lo ocupan altas montañas que me impiden ver el Monte Rosa. Hoy he podido ver algo entre las nubes, muy poco. También las nubes y la niebla hacen lo suyo para ocultármelo. 


Menú para hoy en el refugio: primer plato, polenta nosequé, y de segundo polenta con unos trozos de salchichas. Es el menú del domingo en este refugio. La polenta es tan universal que es prácticamente imposible zafarse de ella. Queso a continuación y de postre pana cotta. El refugio está lleno de domingueros, así que tengo que echar paciencia para que me preparen algo para cenar y desayunar. 

El plan es subir hasta el Col d’Egua, donde existe un refugio vivac, aquí simplemente bivacco, y después ya veré. Las laderas de estas montañas tienen todas agua, pero si no son las vacas las que las ocupan son las cabras, así que agua de no fiar, lo que me obliga a cargar con más de dos litros. 

Por el camino llueve, despeja, llueve. Es la tónica estos tres últimos días. Cuando llego al collado, eran las cuatro pasadas, pese a mis dudas por el hecho de que el refugio esté parcialmente ocupado, empiezo a subir hacia él pensando que estaba tras una pequeña joroba rocosa. No, el refugio está más arriba, y de repente ante esa nueva cuesta se me quitan las ganas y decido zambullirme en el valle donde veo una pequeña pradera inclinada no muy lejos con posibilidad de instalar la tienda. 

Media hora después tengo todo dispuesto dentro de la tienda. Al fin un día con tiempo por delante. 













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