45,95224124°N, 09,46558893°E, 1 de agosto de 2025
Charla matinal con la guardesa del refugio, la nona, una abuela menuda y toda ella energía que comparte estos días el refugio con tres de sus nietos pequeños. La entrada recuerda la mañana de los Reyes Magos, toda una fila de botas dispuestas para que Melchor, Gaspar y Baltasar dejen sus correspondientes regalos. Se lo comento, se ríe. Está fregoteando la chimenea y dejando limpísimo el cristal frontal. Le comento que una vez encontré por los montes un ermitaño que hacía la colada con la ceniza de su chimenea. Cuando bajaba al pueblo metía en un bidón toda la ropa sucia, echaba una cantidad de ceniza, llenaba el bidón de agua y metía éste en el coche. Con el trajín de las curvas y demás, cuando volvía a casa aclaraba la ropa y la colada quedaba limpísima.
Terminado el desayuno me dispongo a salir y me encuentro que está diluviando. Vuelvo dentro. Quince minutos más tarde ha remitido un poco y me pongo en camino. Son quinientos metros de desnivel hasta la cumbre de la montaña. Allí el señor Brioschi, un alpinista con dinero, construyó un refugio para uso público. Y al poco rato la lluvia se vuelve intensa a la vez que el sendero se pone de patas arriba. Se ve que me he acostumbrado a la lluvia. Sin embargo el camino termina siendo sólo la sombra de un sendero que necesita de pies y manos para trepar por él. Y llueve. Y llega un momento que, menos mal, aparecen los cables de acero y las cadenas. Pero aún así. Todo está tremendamente resbaladizo. El paisaje es algo fantasmal, a veces envuelto en la niebla, otras despeja y aparecen difusamente las montañas entre la cortina de agua. Necesito asegurarme los bastones a las muñecas. Las cadenas están ahí pero esta todo tan resbaladizo que me obliga a depender casi exclusivamente de los brazos para seguir subiendo. Adivino que la cumbre/el refugio no está muy lejos, pero me impone este ejercicio de brazos y la inseguridad de no encontrar para mis botas una superficie segura. La última parte es una sucesión de cadenas que suben directamente hacia la arista cimera. Deja de llover un poco antes de alcanzarla. Cuando puedo ver ya el refugio cerca se produce un verdadero milagro. La nube en la que estoy envuelto desaparece y a mis pies se abre uno de los paisajes más hermosos que podría esperar. Las nubes han quedado dispersas por los valles y a mi alrededor aparece un impresionante montón de montañas. Allá, muy lejos, veo el lago de Como de cuyas orillas había partido la mañana del día anterior. Sí, allá, a pocos metros, tengo el refugio, un puro milagro en la misma cumbre de esta robusta y empinada montaña. Después, en el refugio siguiente, el Antonietta, encontraría enmarcada una fotografía de esta montaña en invierno. Increíble. Aquí debajo está la fotografía y el detalle del refugio sobre la cima.
No sabía si quedarme un rato en el refugio o no. Venía empapado y muy sudado por el esfuerzo de la ascensión. No podía quitarme el equipo de agua y después volver a colocármelo sobre el cuerpo húmedo. Decidí tan solo tomarme un té tan cual había entrado en el refugio, con macuto y todo puesto mientras charlaba con el guardés, un hombre joven que pasaba, como las águilas, tres meses en estas alturas. Pese a la dificultad de llegar al refugio, me dice que es muy visitado. Sólo paré allí el tiempo de tomarme el té. No podía dejar que se me enfriara el cuerpo.
Volver al exterior era de nuevo encontrarte con un ramalazo de belleza a mi alrededor. Me hace gracia a veces pensar en la cantidad de dinero que se gasta en nuestro curioso mundo en “belleza” disecada. Cuadros, joyas, ostentosas casas con objetos que valen un pastón, todo presumiblemente bello. Presumiblemente bello que probablemente ni de lejos se acercaría a la belleza de una flor, de tantas cosas hermosas de la naturaleza. Si realmente buscamos lo bello a qué tanta fanfarria. O será que más que lo bello… etcétera.
Fue después descendiendo por la ladera opuesta, un sendero ya sin complicaciones, que me vino uno de esos momentos que surgen inesperadamente en el alma de uno, felicidad, plenitud. Tenía recientes las dificultades de la subida en plena lluvia, ahora la tensión relajada, el paisaje magnífico; y todo ello burbujeaba dentro de mí, me sentía feliz. Recordé entonces una idea que había rescatado de un libro de Juanjo San Sebastián, Cita con la cumbre. No recuerdo el contexto, pero la cita sí la tenía por ahí. Escribía Juanjo: “Todas las cosas que nos hacen disfrutar en plenitud, pueden hacernos sufrir enormemente, no podemos pretender disfrutar sin estar dispuestos a sufrir proporcionalmente. Así es el amor, la pasión, por las montañas o por lo que sea, así es la vida”. Mi memoria es mala, pero cuando una idea me atrapa es como si estuviera esculpida en piedra. En castellano mondo y lirondo: vamos, que nadie da duros a peseta. Descendí una buena parte del recorrido envuelto por la burbujeante sensación de estar viviendo uno de esos raros momentos de felicidad que el tránsito por las montañas nos proporciona de tanto en tanto.
Mil quinientos metros de desnivel me separaban del fondovalle. Mucha tela para mis rodillas, pero finalmente se portaron. Comí en el refugio Antonietta y volví enseguida al camino. Necesitaba pasar por un par de pueblos, Pasturo y Barzio, y alejarme lo suficiente para encontrar un lugar donde pasar la noche. En Barzio compré algo de comida y nada más dejar atrás el pueblo encontré el acostumbrado lugar que mi ángel de la guarda me tiene reservado al final de cada jornada.
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