Vivencias





Isaba, 15 de julio

     Pese al duro suelo de piedra que me ofreció la hospitalidad del silencioso pórtico de la iglesia de Ochagavía, pese a ello dormí como un lirón toda la noche. La tormenta debió de amainar enseguida. El silencio, con más razón hoy, era un silencio claustral. Cuando me desperté por encima del pueblo campaba una espesa niebla que poco a poco se iría disolviendo a lo largo de la mañana.

     Estaba hecho un lío con la geografía del lugar... mi frágil memoria. Me gustaría tener en la cabeza el mapa entero del Pirineo que durante tantos años recorrí, pero todo él está hecho a trozos, trozos que corresponden a mis vivencias y que trabajosamente casan unas con otras, o me faltan valles intermedios o confundo la continuidad de unos con otros. A veces, como cuando uno busca por largo tiempo encajar una pieza aislada de un puzzle, se produce el milagro y entonces se hace la luz y ya puedo ver ininterrumpidamente un trayecto que hice hace treinta, cuarenta años. Me sucedió ayer cuando el pastor me ayudó a situar aquel pico preeminente que tenía delante de mi, el pico Ori.

     Mientras la niebla se va disolviendo a mí alrededor, para sustituir a Teresa Pámies que terminé ayer, elijo Laura Esquivel; voy a probar, su éxito mundial con Cómo agua para chocolate,  no es para mí ninguna garantía, desconfío siempre de los superventas. Así que, mientras voy alcanzado los prados altos desde donde se ven descolgar ya las altas cumbres del Pirineo más osado, me inicio en la lectura de esta escritora mejicana.


     Recorrer el Pirineo partiendo del mar Cantábrico es contemplar un proceso de continuo crecimiento y transformación, desde esas lomas que tímidamente junto al mar parecen alzarse con meloso atrevimiento, según pasan los días; la autoestima de los montes, de vacas al principio como decíamos nosotros, va creciendo y creciendo hasta hacerse fornidas montañas a la altura de los bosques de Irati con el pico Ori. Uno ve ese crecimiento con cierta admiración. Algo parecido sucede cuando se comienza a caminar a mitad del invierno y los días van pasando y pasando trayéndose consigo poco a poco el calor de la primavera. Un día te levantas y te encuentra con los almendros en flor, los brotes de las plantas, prietos y sedosos aparecen por aquí y por allá a la llamada de una nueva estación a punto de imponerse. Y la primavera explota con todo su esplendor y tú sigues caminando y haciendo cada mañana un descubrimiento tras otro, y de esta manera te vas sintiendo cada día más una parte de esa naturaleza que tú ves transformarse una mañana tras otra. Y se aproxima el verano y entonces crecen prolíficas y rabiosamente llamativas las amapolas de rojos pétalos, las fieles acompañantes de los sembrados que tanto alegran con su presencia los trigales y las cebadas.

     El caminante puede ser ciego o sordo, pero aún así nunca dejará de contemplar perplejo este continuo cambio que se observa en la naturaleza a lo largo de los meses; aún así su olfato, su piel le advertirá del milagro que se produce de continuo a su paso. Y sin venir apenas a cuento me vienen a la memoria aquellos versos de Rafael Alberti:

A cabalgar, a cabalgar
hasta enterrarlos en el mar,
cabalga caballo cuatralvo,
camino del alba,
a cabalgar...


     Quizás esté pensando inconscientemente en ese tránsito que se produce en las estaciones y que en el caso de todas estas montañas que crecen poco a poco en el País Vasco, se hacen nobles y esbeltas en Aragón y empiezan a declinar después de la Pica de Estast han de seguir la ley inherente a toda vida también ellas yendo a enterrarse en el mar, allá, en aquel bello paraje del Cap de Creus, en un magnífico amanecer cuando la apoteosis del sol naciente vista de fuego el profundo mar adormecido.


     No, no lo he olvidado, hablaba de Laura Esquivel. Su primer capitulo me encantó, ágil, con su dominio del ambiente y los hechos que se narraban, el misterio, la sensación de que la autora dominaba con soltura los hilos de la narración, pero ¡ay!, llegó un capítulo más y aquella historia queda estancada para dar paso a un producto muy diferente, estamos, parece, en el año dos mil doscientos y allí, a imitación de 1984, de George Orwell, empiezan a suceder cosas que son pesadamente el resultado de algo que acaso pide el público de los bestseller pero que a mí me aburre soberanamente; no me gusta, el romance que había empezado a perfilarse se pierde en un juego en donde la ironía acaso tenga excesivo espacio. Encuentro la cosa poco imaginativa después de leer una introducción que decía mucho de las posibilidades de la autora. De todas maneras estoy al principio, sólo deseo que la futurología en que se ha metido desaparezca pronto para dejar paso a la tensión de los sentimientos y las pasiones.

     Trato de escribir tras la comida en un restaurante de Isaba, pero un sueño pesado tira de mí, me deja los miembros flojos, los ojos se me cierran pidiéndome un rincón para dormir a pierna suelta. Definitivamente me voy a buscar una sombra, este vagabundo no aguanta de pie.

     Y tras la siesta, repuesto ya de mi abundante digestión,  tras quitarme el mosquitero de encima, en estos lugares no hay siesta que valga sin un buen mosquitero, y acompañado de una bolsa de cerezas, le voy dando a las teclas de esta crónica a la sombra de un roble. Creo que por hoy ya es bastante.


2 comentarios:

slechuga dijo...

Desde Madrid te doy ánimos para que veas también el paisaje desde las alturas que dan las cimas.

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias Santiago
Estoy en Formigal y sin crampones. Llamé al refugio... Parece que se necesitan, ya veremos