A dos horas de
Calenzana, Córcega, 27 de agosto de 2017
La mañana de Niza
es suave, de una luz que más parece una caricia que otra cosa. Y recuerdo una
frase de Matisse que cruzaba ayer la parte alta de uno de los muros del museo:
"Quand j’ai compris que chaque matin je reverrais cette lumière, je ne
pouvais croire à mon bonheur. Je décidai de ne pas quitter Nice, et j’y ai
demeuré pratiquement toute mon existence”. Recuerdo que en mis primeros años de
viajar a Italia yo decía lo mismo de la luz de allí. ¿Lo había leído y me lo
había creído pensando que era la misma que inspiró los fondos de los cuadros de
Leonardo, Rafael, Miguel Ángel? Y recuerdo mi caminata junto a la orilla del
Mediterráneo en un tardío otoño la luz, pura cosa celestial a la mañana cuando
con las legañas todavía en los ojos el sol venía a bañar con una delicada
lechada mi cuerpo, el mar, las olas, la arena que me había acogido como lecho
durante la noche estrellada.
Camino del puerto
desayuno en una patisserie un café au
lait con un trozo de tarta de manzana. Al otro lado del ventanal hablan dos
hombres, uno mayor, delgado, de grandes gafas de miope de hace medio siglo; el
otro, de mediana edad, corpulento, con barba corta y cuidada, mirada
inteligente, expresión sobria y segura. Ellos están en el exterior y nos separa
el vidrio del establecimiento sin el cual la cercanía física entre nosotros
sería inconvenientemente próxima. El aspecto de este último presenta los rasgos
propios de los habitantes del Magreb. Reflexiono sobre las fobias de tanta
gente que confunde el Islam, su rica cultura y sus gentes en general, con lo
terroristas de última hora. Síntomas sin duda de quien todavía no ha podido
quitarse su boina pueblerina de encima, o peor todavía, víctimas de una
propaganda interesada en crear una lucha enconada entre los habitantes de una y
otra parte del mundo, una parte de él empeñada en ejercer una hegemonía sobre
la otra.
El nene, mestizo
de un color café con leche a medio camino entre un mujer negra color tizón y el
padre blanco de ojos azules, anda tambaleándose por la cubierta seguido por su
padre que lo vigila de cerca. Se aproxima entusiasmado a un charco de la recién
lavada cubierta y lo patea contento y feliz. Ha encontrado su primera diversión
de la travesía. Su padre lo mira divertido. Después se agacha y palmea el agua
sucia con la mano y al final se chupa la mano tan ricamente. El padre se
precipita sobre él. ¡No, my dear!
¿Vas a
Calenzano?, le pregunto en la cola del ferry a un chico rubio con aspecto de
estadounidense que carga una impedimenta similar a la mía. Sí, va a Calenzano,
el punto de arranque de mi ruta en Córcega, el GR-20. Hoy es domingo y no hay
medio de comunicación hasta allí. Ya tengo un compañero con quien compartir un
taxi.
Paseo por la
cubierta de esta ciudad flotante, los rizos de nieve sobre la calma azulada del
mar se abren paso desde la proa, crecen, se agitan suavemente y luego se
desvanecen en el azul intenso de la superficie ondulante del agua. El horizonte
ido, desvanecido en la bruma. Una mamá con su nena rubita en los brazos le dice
a su hija con un cierta emoción en la voz: regarde, c'est la mer. Y alza el
brazo como Colón en la plaza de Barcelona hacia el horizonte girándolo con el
gesto amplio de quien muestra el mundo más allá de la barandilla de estribor.
Abandono la
cubierta y paso al interior a buscar un sillón cómodo con la intención de
husmear dentro de mi biblioteca digital algunos títulos para estos días. Frente
a mí, alrededor de una mesa circular, ajenos al mar, una pareja joven y un niño
de unos seis años. El niño ve una película en la pantalla de un portátil, el
padre y la madre dormitan. A ella le pesa la cabeza y termina derrumbándose
sobre la mesa. Él abre los ojos de vez en cuando, está aburrido. Tiene cara de
estar pensando en el aburrimiento que le espera con eso de las vacaciones
familiares. Ahora se ha despertado definitivamente, bosteza. Serio, con el
entrecejo arrugado, tiene la mirada ausente de los que no están donde
desearían.
Era temprano para
tomarme una cerveza, pero después de elegir País
de nieve, de Yasunari Kawabata, y disponerme a leer, me fui al bar a por
una y salí al exterior. Elegí un asiento, me descalcé, hice una almohada con
las botas y me tumbé al sol a dar cuenta de mi novela y mi cerveza. El
contraste no podía ser mayor. La trama del relato transcurría al norte del
Japón en un paisaje cubierto por tres o cuatro metros de nieve. El sol caía
sobre mi rostro llenando mis ojos de claridad tras los párpados cerrados. La
cerveza estaba fría y apetecible. Shimamura, un hombre rico de Tokio conversa
con Komako, una joven aprendiz de geisha que conoció en un viaje anterior. El
frío de las montañas del norte de Japón envolviendo una historia de encuentros
me llega envuelto en el calor y la brisa de cubierta.
En L’Ille Rousse
el precio que me dio el taxista por teléfono era una pasada que no estaba
dispuesto a pagar. Me despedí del joven americano y me fui a comer para
pensarme como haría esos veintitantos kilómetros. Luego, tras los postres y el
café, fue de cuando te ves como idiota levantando el dedo en la cuneta de la carretera. Fueron necesarios cuatro coches para que
me pusieran en el punto de arranque del sendero. No estuvo mal. Además el
tercer automóvil me dejó en las puertas de un supermercado, el único sitio
abierto los domingos en los alrededores.
Tumbado entre los
restos tostados de los cardos del camino, protegido mi colchón de aire de los
pinchazos por la capa de agua y colocada mi impedimenta a ambos lados de mi
cama, nada de tienda, claro, miro el atardecer entre las montañas. El mar me lo
oculta una loma cercana. Son casi las ocho de la tarde y la temperatura poco a
poco se ha amansado sobre las laderas abrasadas de calor. Una estricta
reglamentación antiincendios me impediría en realidad estar aquí donde no se
puede empezar este recorrido después de las ocho de la mañana, pero subí
despacio buscando un lugar para dormir en las inmediaciones y no lo encontré
hasta bien avanzado el recorrido. Mi transgresión tiene esa débil disculpa. No
fue mi intención adentrarme tanto en las montañas. La alarma contra incendios
está en su punto más alto desde hace tiempo. Ni mechero ni cerillas llevo, pero
entiendo perfectamente que aquí cualquier descuido con el fuego puede arrasar
todo.
Unos centenares
de kilómetros al sur de los Alpes me han dejado en un mundo también agreste
pero dorado netamente por un clima más cálido y mucho más seco. Ni pizca de
agua en todo el recorrido hasta el próximo refugio, a siete horas de camino.
Disfruto de esta agradable temperatura de final de tarde en las cercanías de
mar que no veo pero que sé que me acompañará a partir de hoy durante dos
semanas.
Fue el caso que
con tanto ajetreo y sin cobertura en el barco casi se me olvidó que hoy era el
primer cumpleaños de mi nieto Manuel.
Hoy, en mi primer
vivac del verano, una tímida luna de dos alargados cuernos cuelga en el cielo
como una bienvenida a estas otras latitudes.
2 comentarios:
A por ella Alberto, yo no pude terminar el Gr20 por el mal tiempo, todavía es buena fecha para poder hacerlo. Veo que vas de norte a sur, enseguida vas a encontrar Le Cirque de la Solitude algo que no pude disfrutar, así que disfrutaló por mí, subiendo hácia el norte me quedé en el refugio de Pietra Piana, ahí tuve que dar la vuelta.
Hola, Manuel. Estoy encantado pero esto mucho más duro de lo que pensaba. Me ha pillado despistado y con demasiado peso, pero esto marcha. El sol a veces es aplastante,el tiempo está estable. La etapa de hoy habría sido imposible con lluvias. Enormes llambrias con cadenas y un y espectacular puente colgante y mucho desnivel que subir y bajar. He vuelto a recuperar mi gusto por los vivacs que son magníficos en este universo de rocas.
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