Una desmelenada belleza



Junto a la Bréche de Capitello, 1 de septiembre de 2017


Dormir en las profundidades de un bosque hace que la noche sea más noche, de manera que cuando sonó el despertador, diciéndome, además, que había llovido durante un buen rato, quise engañarme y seguir durmiendo, pero bravo y voluntarioso el chico, venció la pereza y se puso en movimiento. Para la oscuridad hay una cosa que se llama linterna, me dije. Todo un argumento decisivo. Así que con la noche oscura, cual el Amado de San Juan de la Cruz en busca de la Amada, echéme al camino, mullido y silencioso esta madrugada en busca del alba. La pinácea amortiguaba el ruido de mis pasos como si atravesara una gruesa alfombra. Albricias, al fin un camino, sí, como Dios manda, que diría mi madre, tranquilo, confortable, sin grandes pedruscos, todo como de cuento. ¿Sería posible? Sí, lo fue una buena parte del día. Eso que llaman ritmo requiere que de tanto en tanto se aligeren los senderos, el paisaje, las montañas, el mundo parezca más plácido y acogedor. Hoy entró en juego ese momento en la partitura de esta travesía.


El camino, tocó por un centenar de metros una carretera y precisamente allí había un hotel, estaba en Castel de Vergio, lo que a mí cuerpo le pareció una aparición porque de sobra sabía que por fin iba a desayunar ¿cómo?, pues ya se sabe, en esta ocasión mejor todavía que como Dios manda, que decía mi madre.

La jornada prometía ser bonita y sin excesivos esfuerzos. Estábamos en un terreno de transición entre dos zonas de abruptas montañas. Me lo comentó un neozelandés que iba en la misma dirección que yo. ¿No me recuerdas?, me dijo cuando estaba a mi altura. Me sonaba, pero no caía. Sonrió y me dijo cuándo nos habíamos visto. El segundo día de la travesía había vivaqueado yo en un nido de águila casi en medio de un estrecho camino, cuando pasó por allí junto a dos compañeros. Se detuvieron, admirados del lugar que había elegido para dormir, no podía ser más salvaje y solitario aquello, y me preguntaron, como si dudaran de mi cordura, si llevaba agua suficiente y comida. Cuatro o cinco días después nos volvíamos a encontrar, ahora en un paisaje mucho más humanizado.


El sendero atravesaba un extenso hayedo de ejemplares más achaparrados de lo que estoy acostumbrado a ver, de tal modo que dudé si serían hayas. Su tronco era también más herrumbroso y arrugado. El sendero describía continuos bucles por el interior del bosque hasta que de repente salió de él y empezó a cruzar una empinadísima ladera. Joder, me dije, vaya cambio. Yo, que momentos antes estaba haciendo elogios de lo diseñadores de este GR-20 como de artistas consumados al haber sido capaces de llevar un sendero a tan gran altura y durante tantos días, resultaba que ahora, sin comerlo ni beberlo, me estaban metiendo en un berenjenal. Y llegó un momento que no, que aquello no cuadraba. Miré el gps; justo, la flecha del OruxMaps estaba en el limbo, el track había desaparecido, también las señales rojiblancas. Di media vuelta. Llevaba cinco minutos caminando  cuando vi acercarse a tres hombres, eran norteamericanos. Estamos fuera de ruta, les dije. Eso les estaba pareciendo a ellos también. Después de diez minutos nos encontramos con la señal rojiblanca, precisamente en el codo de un camino, lo que hacía lógico que todos hubiéramos seguido de frente en vez de torcer a la derecha.

Pero ah, cuando salimos del hayedo, por encima de él, un ejemplar aislado había sobrevivido a los elementos y, aislado, cual marino en la proa de un barco en medio de la tempestad, se mostraba en toda su espléndida belleza, desmelenada belleza, ante el caminante, un símbolo de cómo el viento y lo elementos pueden crear del mismo modo que si trabajaran con un cincel o uno pinceles una obra de arte. ¿Cuántas décadas habrá tardado la naturaleza en conformar esa bella estampa de árbol desmelenado? Y recordaba algunos ejemplares de sabinas que encontré hace años recorriendo la isla de El Hierro con una atrevida y parecida presencia. Toda una ladera, que debía de recibir los vientos dominantes de una precisa dirección, había dejado sembrado el paisaje de bellos ejemplares cuya sensación de movimiento constituían por sí mismos un regalo para la vista.

Sabina. Isla de El Hierro

Pasada Bocca a Reta en determinado momento el paisaje me trae a la memoria alguna estampa propia de los Andes en las cercanías del desierto de Atacama. El pasto se ha agostado y tiene el color amarillo intenso de la paja brava andina, tan peculiar y tan bella, y al final de la cual se alzan siempre en la lejanía las enormes moles de los volcanes andinos.

Desde Bocca a Reta el camino desciende suave y sin prisas por un paisaje de amarillos y verdes, casi una aparición en este recorrido de parajes agrestes, hasta remansarse junto a un lago donde se baña el reflejo de la altas montañas del fondo que habré de ascender por la tarde. Es un paisaje bucólico donde no faltan los caballos y las vacas tan propias de las latitudes alpinas. Les pozzine, como se llaman en la zona esas extensas manchas de color verde en medio de un mundo mineral, rocoso y desértico, aparecen cubriendo el valle, plano y ancho conformando un cuadro armónico e inimaginable unos minutos antes.


Después de comer en el refugio Manganu y de retozar al sol un buen rato me decido a continuar con la áspera ascensión que me espera. El paisaje es parecido al que tienes delante hacia el sur cuando estás en las Cinco Lagunas de Gredos. Me esperan seiscientos metros de desnivel de agreste roquedo. A poco de comenzar, fresco de nuevo y con un sol que parece de invierno, inesperadamente me encuentro tarareando un tango. Me siento feliz de estar en forma. Y me acuerdo de una moza del refugio que ni corta ni perezosa agarró mi bastones y se iba con ellos, cuando la tuve que parar, eh, ¿qué haces?, son mis bastones. Y la chavala, ah, es que se parecen a los míos. Los vuelve a dejar en su sitio y sigue alejándose del refugio sin ni siquiera disimular haciendo que buscaba sus bastones. Joder, si todavía voy a tener que poner una cadena a los míos. Sí, como al teléfono, “para que no se me pierdan”. Y más tarde, entre unos peñascos, paso frente a un cartelito que entre otras cosas avisa de que está prohibido vivaquear y al fin, familiarizado ya con la zona, la gente y las autoridades dadas a prohibir esto o lo otro, se me ocurre que junto al vicio de prohibir ¿por qué no poner también el vicio de saltarse a la torera las prohibiciones? Que uno tenga menos derechos que un zorro, una vaca o que un sapo la verdad es que me deja un poco perplejo. Uno, que no deja más restos en el monte que los que puede dejar un saltamontes o una cabra montesa, siente que hay un abuso de autoridad que lo invita a hacer caso omiso a todo aquello que se oponga a su lógica de persona civilizada amante de la naturaleza y cuidadosa del medio ambiente. Más, y aunque suene a retruécano, añadiría, que en realidad está muy bien eso de que prohíban vivaquear, ya que ello hace posible que unos pocos raritos como yo puedan disfrutar de esa magnífica soledad que alimentan las prohibiciones y que obligan al personal “normal” a hacinarse en el polvo alrededor de los refugios. ¿Qué un día me pillan y etc.? Bueno, me tocará asumir mi responsabilidad. Pero no creo que a estas alturas con los años que tengo nadie me vaya a hacer cambiar de hábitos. Me niego a que mis derechos queden por debajo de cualquiera de los animales salvajes o domésticos que pueblan el monte.


Tras esas divagaciones, que me acompañaron por un rato, me busqué otra diversión mientras la distancia entre la Bréche de Capitello se reducía poco a poco, me enfrasqué en la lectura del libro de Iris Murdoch que me duró hasta la misma brecha. Volví a estar frente al paisaje agreste de grandes roquedales y crestas de granito. Dos grandes lagunas yacían solitarias a mis pies. A diez minutos de la brecha encontré un emplazamiento para mi tienda que ni pintado. Un reducto de hierba seca con una pequeña valla de rocas había servido a otros desobedientes caminantes para instalar su vivac.












2 comentarios:

José Luis Moreno Moranchel dijo...

Es increible, no me imaginaba que esta isla fuese tan montañosa y caotica, al parecer es el coxis de la espina dorsal de los Alpes. Por lo que cuentas y por lo poco que he leido como consecuencia de tus andanzas parece que merece la pena una visita, no sin antes ponerse en forma.
Un abrazo y sigue poniendonos los dientes largos.

Alberto de la Madrid dijo...

Tampoco yo la creía así, y eso que pasé un semana con Victoria por aquí. Hay que ponerse las botas y penetrar en ella.Es realmente muy Bell e interesante.