A la vera del Tajo




Vila Franca de Xira, 13 de febrero de 2018
Etapa entre Lisboa y Vila Franca de Xira.

Miro la hora y siento que se me escurre de las manos el resto de la tarde. Trucha que pensaba tener atrapada y que me iba a durar hasta que le hubiera sacado el jugo a todos los minutos del día pero que vuela, se escabulle dejándome con un montón de cosas que no podrán esperar al día siguiente porque el día posterior tendrá su propia historia, alguna idea que se cruzó en mi camino, todavía las brillantes riberas del Tajo, los cañizos recordando los colores de aquel jarrón de los girasoles de Van Gogh, algunos  barquichuelos, unas bonitas nubes flotando sobre las aguas y las flores de la orilla.



Las seis y media de la mañana. Adormilado salgo del bus y acarreo mi impedimenta hasta un banco próximo. Me pongo el jersey, la chupa de abrigo, sustituyo mis pantuflas por las botas, saco los guantes (una chulada unos guantes dieléctricos que me compré y de los que no sabía de su práctica existencia para manejar el teléfono. El pasado invierno, cuando en tierras de Soria la temperatura bajaba de los diez bajo cero mientras terminaba la Ruta de la Lana, había hecho alarde de mi invento para manejar el teléfono a tan bajas temperaturas con la punta de la nariz. Ahora ya no necesito usar mi nariz para manejar el gps o tomar una fotografía, ahora uso esos guantes especiales que, complementados -otro invento más- con unas manoplas, por si el frío arrecia todavía más, cuya parte delantera se descubre con una especie de capucha para liberar los dedos. A lo mejor estas cosas llevan siglos inventadas, pero a mí me hace montón de ilusión estas sencillas cosas que facilitan mi cotidianidad de caminante. Los sietes kilos y medio a que he logrado reducir en esta ocasión mi equipaje dan testimonio de esos pequeños descubrimientos que uno va haciendo. Todavía recuerdo horrorizado cuando comencé esto de los caminos de Santiago cargado con un portátil de casi dos kilos, horrorizado y también satisfecho de haber aprendido a escribir a una velocidad más que razonable con el teléfono). Me estaba vistiendo para comenzar a caminar cuando me topé con el paréntesis. Me puse los guantes, decía, me eché el macuto a la espalda y abrí la app de la brújula para situarme. Primero tirar para el norte, ya tendría tiempo de averiguar más adelante por donde andaba el camino. Pero me despisté, tuve que parar a un viandante que venía forrado metido en su impedimenta de abrigo para que me indicara por dónde andaba el Tajo, mi segunda referencia para salir de Lisboa.

Quique, el chico de mi hija, me había recomendado visitar un par de sitios en la ciudad y comer determinado plato en algún lugar del centro, pero me temo que aquí la gente no madruga, porque ni siquiera una cafetería logré encontrar en mi camino para desayunar. Saliendo de la ciudad el camino discurre entre cañaverales y abundantes regajos de agua sobre los que flotaba una algodonosa neblina. Una fina capa de rocío cubría sus orillas. Mi cuerpo respondía bien después de la incomodidad de pasar dormitando una buena parte de la noche. Todavía no estaba en camino pese a que andaba a una buena velocidad, estar en camino cuando el sendero y su entorno te envuelve y te susurra alguna clase de nana al oído, cuando las cosas, ese vaso de que hablaba ayer, no son las cosas que ves, sino que éstas, transformadas por alguna gracia especial que le viene al caminante siente, bendito Pessoa, arremolinársele en el cuerpo un torbellino de sencillas sensaciones. Todavía no, pero ya llegará, ya llegará el momento de la comunión, de la exaltación acaso cuando Apolo, dios de la música y la poesía, tenga a bien embaucar al peregrino con el céfiro de las ensoñaciones matinales y el canto de los querubines. Y es que uno, pese a tener por cierto eso de que la reiteración mata, todavía confía en que el camino le depare en el momento menos pensado esa clase de placer entrañable con que los hados gratifican a los amantes de la naturaleza.



Cuando el sol llegó hasta mis huesos fue el instante de despojarme del ropío invernal y de sacar mis libros de su escondite. Esta mañana, naturalmente, El libro del desasosiego. Paco, tienes razón cuando me preguntas que cómo se come eso de leer libros caminando. Confieso que Pessoa es uno de esos autores poco idóneos para el flaneo que me traigo yo entre los carrizos de esta mañana (curioso que en castellano tengamos que recurrir a este galicismo, que tanto estimaba Unamuno, para nombrar ese andar azaroso que no busca de nada en especial sino el ocio y el vagabundeo mismo. Me suena que el inglés sí recoge esa acepción en el término wandering). Sin embargo, aunque me pierda una parte considerable del texto, porque sería imposible parar cada diez metros para rebobinar o tomar notas, el hecho merece la pena. Ya dije en alguna ocasión que una de las razones de que me eche al monte o a los caminos tiene que ver con la cantidad de tiempo que me permite dedicar a la lectura. Por cierto que casi nada más empezarla ya me encontré en Pessoa la respuesta a uno de los grandes porqués de esa afición lectora que yo alguna vez comparé con ese “converso con el hombre que siempre va conmigo” de Machado. “Nunca he podido leer un libro, escribe Pessoa, entregándome a él; siempre, a cada paso, el comentario de la inteligencia o de la imaginación me ha interrumpido la secuencia de la propia narrativa. Después de unos minutos, quien escribía era yo, y lo que estaba escrito no estaba en ninguna parte”. Esa faceta del libro como contertulio de nuestra soledad, con el que discutimos, nos alegramos o encontramos motivos de fricción contraria es no raramente la disculpa para nuestro propio diálogo interior y, por supuesto, el causante de una parte considerable de nuestra propia escritura.



Al entrar en Alpriate, donde paré a desayunar, tuve una grata sorpresa; todos los troncos de los árboles de la plaza estaban engalanados con unos bellos ropajes tricotados por vecinos y por la vecinas de la localidad. En seguida me vinieron a la memoria los bolardos de las calles de Lavapiés con que cada invierno un grupo de artistas del barrio visten tan bellamente esta especie de penes metálicos que el ayuntamiento coloca para evitar que los coches ocupen las aceras. La iniciativa es de una gente que se llaman Teje la araña, y llevan vistiendo estos bolardos desde hace siete años. Aquí está el vínculo de este colectivo artístico para los curiosos que quieran visitar su página, (https://www.facebook.com/tejalaarana/). 
Esta información me la proporciona mi hijo Guillermo, que modestia aparte es la persona que más sabe en España de graffitis. En Madrid organiza safaris urbanos con recorridos por todo lo mejor del graffiterío madrileño, que es mucho y muy bueno. Aquí está el vínculo por si alguno queréis ir de safari por la capital del reino. http://madridstreetartproject.com/






Tenía que contar un montón de cosas más pero el día sólo tiene veinticuatro horas y tengo que dormir. Me hizo mucha gracia recibir un mail de una de mis lectoras a la que se le había ocurrido teclear mi nombre en Internet y que habiéndose encontrado con un montón de libros publicados por mí parecía haberle dado un vuelco el corazón. Tuve que desengañarla con uno de esos jajaja... no te engañes. Cualquiera que haya aprendido el abecedario en la clase de párvulos puede publicar en Amazon. Mis libros publicados deben de sobrepasar sobradamente el medio centenar. Desde que me jubilé hice de la escritura uno de mis mejores divertimentos. Pura diversión no más para uso propio como haces tú con tu diario, le decía a ella, sólo que acaso a mí una pizca de vanidad y un tanto de impudor, me empuja más allá y parte de lo que escribo lo coloco en el pizarrón de lo público.

Un buen tramo del recorrido de hoy fue un agradable paseo por las orillas del Tajo. Comí en Alverca do Ribatejo y después me volví a buscar de nuevo la orilla del río, pero había ya hecho una hora de camino y me decidía a continuar con la novela de Antonio Lobo Antunes que había comenzado por la mañana cuando caí en que me había dejado el auricular bluetooth, que dicho sea de paso, me había costado un pastón, en el restaurante. Cómo llegué a entenderme con un taxista por teléfono ni lo sé yo mismo. El caso es que diez minutos más tarde allí estaba el taxista, un hombre con barriga cervecera, campechano y dispuesto a conversar toda la tarde. Media hora después volvía al camino en el mismo taxi y con el auricular en el bolsillo.

Es hora de cerrar el kiosko. Buenas noches.


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2 comentarios:

manuel coronado gil dijo...

Hice ese camino al contrario desde Fátima a Lisboa siguiendo el Gr10, la señalización del Camino de Santiago y el Camino de Fátima, van juntos en dirección norte, no te puedes imaginar lo complicado que es seguir una señalización contraria a la tuya, ya que el Gr10 solamente está señalizado 80 km. desde la frontera española hasta Idanha a Nova

Alberto dijo...

Alguno, alguno hice a la contraria,el Francés desde Finisterre, el Norte y quizás haga el camino de Invierno y el de Madrid para regresar a casa si es que me quedan ganas. El GR10 ya ni me acuerdo, creo que por entonces no llevaba no GPS ni track que valiera. Me debí de poner al día a la altura de Guadalajara. Todavía me recuerdo una mañana parando a un coche de la Guardia civil al norte de Valencia para que me dieran una mínima indicación del comienzo. No tenían ni idea de qué era eso del GR10. Era por el principio de marzo y hacía un frío que pelaba. Me perdí por los montes muchas veces y terminé haciendo amistad con un ermitaño que vivía solo por aquellos cerros. Sí, ahora recuerdo que llevaba el Garmin más barato del mercado que marcaba una línea y que transcurría media hora para que te diera una posición... pero compuestas cosas no para mí los mapas digitales entonces no existían... En fin, como una batallita de abuelo. Una chica me invitó esta mañana a seguir el camino de Fátima, pero no tuve tiempo para pensármelo, cuando leí su mensaje estaba ya lejos de la bifurcación.