Pedriza.
Chozo Alfredo, 23 de diciembre de 2024
Desde
que he entrado en la edad provecta, que dicen los ilustrados, tengo un problema
de memoria que a punto está en ocasiones de dejarme turuleta. Me meto en el
saco y mientras lo hago, dada la experiencia que tengo, voy repasando si está
en su sitio todo lo que necesito por la noche, el agua, el pipiómetro, los
guantes a mano, el teléfono… ¡coño, ya he perdido las gafas!, que seguro en la
oscuridad terminaré aplastándolas. Deshago el invento que me he fabricado con
varillas de aluminio para escribir y no se me caiga el saco encima, palmo por
todos los lados, enciendo la linterna, miro por los alrededores. La jodimos, y
lo peor, pienso, es que hoy es imposible que se la haya podido llevar un zorro
como hizo el otro día con mi bolsa de agua. No lo entiendo. Salgo fuera del
saco, miro por aquí y por allí y nada, nada… nada hasta que se me enciende una
lucecita… me echo la mano a los ojos y date, allí están las gafas, allí habían estado
todo el rato: las llevaba puestas. La reoca.

Alucino
con el invento que he hecho. Se lo contaba esta mañana a Pedro Mateo en el
Sputnik. Uno de los momentos más gratos que vivo, si no el mejor, a lo largo de
la semana es este rato que paso en los vivacs dentro del saco antes de
dormirme, especialmente en los inviernos en que las noches son tan largas. La
soledad, el silencio, fuera el frío, dentro del saco el confort. Y entonces,
tras la cena y contemplar durante un rato las estrellas, dedicarme a escribir o
a oír música o jugar al ajedrez o ver una película rodeado de la magnífica
noche, del firmamento, del bosque susurrante, del canto del cárabo. Pero
siempre luchando para que el interior del saco no se me caiga encima,
soportando una posición incomodísima de los brazos… Así hasta hoy. Creo que lo
voy a patentar. Le conté el problema a Miguel, de Plumas las Cruces, y
algo me ensanchó el saco en la parte del pecho, pero nada. Ahora sí. Creo que
voy a patentar el sistema y se lo voy a vender a Miguel. Sacos especiales para
raritos que gustan pasar largas horas de invierno en mitad del frío de una
cumbre, pero con la comodidad y el confort de su propia habitación.
Hoy
tocaba, como dice el amigo Álvaro, localizar en las anfractuosidades de los
alrededores de la Aguja
del Sultán, la cabaña Alfredo. Ni soñando habría dado con ella si alguna hada
madrina, hado en realidad, no me hubiera proporcionado la ubicación. Imposible
de los imposibles. Todos sabemos de sobra las maravillas que encierra la Pedriza, pero ni nosotros
mismos aún sabiéndolo somos capaces de conocer hasta dónde pueden llegar esas
maravillas, rincones rodeados de enormes bloques como de cuento, riachuelos
cantarines, bosques hermosos e impenetrables, túneles rocosos, espacios de esos
de… y ahora por dónde cojones salgo de aquí, por dónde paso, repechos de roca
inesperados por donde asoman sus cabezotas a esta hora color ámbar los ciclópeos
señores de este reino.

Mi
hado, que ya ha venido por aquí más de una vez, en la última ocasión exploró la
posibilidad de evitar un gran rodeo por más allá del callejón de las Abejas, y
su intuición pedricera se ha portado tan excelentemente que encontró el modo de
llegar al chozo por el camino más bonito que pueda darse. Lo ha bautizado con
el nombre de Sendero Paraíso. “Yo lo llamo paraíso, dice, porque para mí es un
paraíso de paz, un bosque precioso con unos acebos ahora adornados con sus
frutos rojos, esa muralla de las derecha tan umbría y formidable... y el vivac,
con su arroyo al lado, esa zona tan solitaria y alejada de todo: paraíso
total”. Y mi hado tiene razón.
Lo
primero que vi al entrar en el chozo-caverna fue su biblioteca, inaugurada por
mi hado que había dejado allí unos libros de montaña, y también un curioso
relato acaso mezcla de realidad de ficción. En la última ocasión dejó inaugurada la primera biblioteca cavernícola
de la Pedriza,
hecho insólito que merece aplauso y que podría ser el principio de una manera
muy especial de reinventar nuestro amor por estos roquedos. Estos roquedos que
ya gozaron en épocas anteriores de un amago de leyenda por parte del Brujo y
Loren, y a la que merecería dar cuerpo, que dibujantes, artistas y escritores
en activo haylos. Que vamos, que la
Pedriza lo merece, animaos Loren, Brujo, tanti quanti, para
hacer de este paraíso nuestro maravilloso hogar. Leyendas, historias reales,
sucesos, chascarrillos, personajes… Por cierto, el otro día un amigo, que me ve
interesado estos días con los chiringuitos, cuevas, cobijos, resguardos de este
entorno, me preguntaba si no habría sido el legendario y controvertido
Mogoteras uno de los ermitaños que habitó durante años uno de estos chozos –
cueva.
Mi hado
en su segunda visita dice que había cambios en el chozo respecto a la primera,
lo que indicaba la presencia de otro visitante. Le dejó una nota a ese posible
habitante del lugar indicándole que le gustaría ponerse en comunicación con él.
Se ofrecía también a colaborar en el mantenimiento de la cabaña. Recuerdo que
en el primer momento me pareció lógico, satisfaría una curiosidad natural; fue
después que pensé que aquello a lo mejor no era buena idea. Recordé esa
sustanciosa propuesta que consiste en merodear el misterio sin penetrarlo;
dejar espacio para la imaginación alimenta las expectativas. Aquello de que el
conocimiento mata. Una parte interesante de la vida consiste en recorrer los
caminos que llevan a desentrañar un misterio, pero sin llegar a él, de manera
que la tensión mantenga siempre un porqué para seguir adelante. Especulaciones.
Estamos
tan necesitados de esa necesaria tensión que se produce entre la curiosidad y
el conocimiento cumplido, que bien merecería la pena alargar el juego. Yo dejo
unos libros, un relato, tú, el próximo visitante, lo lees y como regalo de
agradecimiento le dejas al desconocido anterior una cerveza. Éste la próxima
vez se bebe la cerveza y te deja sobre el estante una tableta de turrón o
alguna chuchería. Con el tiempo los visitantes, sin conocerse, podrían intercambiar
lecturas, aficiones, pero nunca dejando una pista explícita “del otro”.
Un
remoto y encondidísimo rincón en lo intrincado de la Pedriza, bien merecería
ser escenario de este amoroso escarceo. Me dice mi amigo que la última vez se
le saltaron las lágrimas de emoción. Tan hermoso era el recorrido y el lugar. A
mí se me saltaron las lágrimas de emoción un día cuando pisé a los cincuenta y
muchos años la meta de mi primer maratón. Otro amigo me contaba que un día que caminaba por la montaña escuchando El
Mesías de Haendel se le saltaron las lágrimas. Los hombres parece que no
somos dados a expresar nuestras emociones llorando. Parece solamente. Mi amigo,
el íntimo amante de esta entrañable Pedriza nuestra, alberga dentro de sí una
tan emocionada sensibilidad para estos espacios, que seguro estoy no dudaría
habitar alguno de estos rincones
privilegiados que encierran las entrañas de este monte amigo.
Yo
podría compartir con Novalis lo siguiente: “La verdad es que no he empezado a
conocer bien a mi región, a mi país hasta ahora”. Es necesario haber estado
lejos y haber recorrido medio mundo para en algún momento volviendo a las
fuentes empezar a conocer a fondo lo que siempre estuvo a mano pero no conocido
suficientemente. Naturalmente escalé mucho en Pedriza, la visité después de
tanto en tanto, pero es quizás ahora, cuando realmente he comenzado a recorrer
sus perdidos rincones, que empiezo a tener una más íntima vivencia con ella.
Hoy
terminé mis deberes pronto, apenas las diez y media. Ahora escucho el Cuarteto
de Cuerda número 8 de Villa-Lobos. En medio de este silencio entre las breñas
me suena a selva brasileña, a rincones encantados de esas selvas que recorrimos
Victoria y yo en las riberas del río Beni, junto a Rurrenabaque. Evocación de
gatos enormes rondando nuestro campamento, de sonidos misteriosos oídos por
primera vez. Vivaquear en la selva también fue hermoso entonces. Y es que fue
empezar a escuchar la música de Villa-Lobos y sentirme en aquella noche de sospechosos
rumores junto a nuestros mosquiteros, en los que los matapalos, esos enormes
árboles que son deglutidos por las trepadoras a la búsqueda de la luz recordaban
la muerte lenta de los gigantes acosados por esas pequeñas plantas que trepaban
por su tronco, fue recordar el correr tumultuoso de las cercanas aguas del río
Beni y sus historias de traficantes, la vida primitiva junto al río, el pescado
asado en la hoguera, la pesca nuestro menú de todas las horas. Y el lento
discurrir del río Salamoes al otro lado de la hamaca, y el recuerdo de
Fitzcarraldo mientras navegamos el Amazonas entre Manaus e Iquitos. Y las
noches junto al siseo del agua y el lejano runrún de los motores del barco
deslizándose bajo la noche estrellada. Y todo los sentidos abiertos de par en
par envueltos en el balanceo de la hamaca. Cuarteto para una noche de selva en
algún lugar de la Pedriza.
