Noche en Peña Águila

La Peñota desde Peña Águila

 

Cima de Peña Águila, 27 de marzo de 2023

Desde casa apenas se veía la sierra. La bruma dejaba adivinar algo; muy poco. Así que pensé que ya decidiría el destino por el camino. Metí las raquetas de nieve y los crampones pero olvidé la tienda y una ligera funda de vivac que llevo siempre para casos de emergencia. A la altura de Villalba ya podía comprobar que una enorme boina de nubes cubría la parte central de la sierra. No tenía más remedio que elegir un lugar que en caso necesario me pudiera ofrecer alguna protección. ¿El pequeño refugio de Peña Citores, el del Cerro de la Camorca, Cabeza Lijar, Peña Valiente, acaso el refugio de la Salamanca o el de la Najarra? Me decidí por la Salamanca, pero cuando fui a salir de la autovía me encontré con que el acceso al Alto de los Leones estaba cortado. Y ya en San Rafael, tan tarde se me había hecho y la tanta nieve que cubría el bosque, me hizo volverme atrás. Me di la vuelta, volví a cruzar el túnel y pese a la boina que cubría La Peñota y Peña Águila, decidí subir a esta última desde Los Molinos, la zona más despejada. Por Maliciosa parecía como si algún monstruo en forma de raya marina estuviera dispuesto a tragarse a ella y a toda la Cuerda Larga.

No las tenía todas conmigo. Después de tres meses de inactividad, un poco sí me atemorizaba esta salida. El frío, la nieve, la soledad, esas cosas, pero no duró mucho ese temor. Miré de reojo las raquetas y los crampones y me dije, demasiado peso, otra vez será. Al fin y al cabo la ladera sur de la Peñota estaba despejada de nieve. Al poco de andar ya casi me sentía como otras veces. Los carboneros garrapinos andaban por ahí como siempre alegrando el bosque con su canto.

Notaba el peso del macuto, pero logré llegar hasta la cima de Peña Águila de un tirón, pese a que en algunos lugares la nieve cedía y me hundía hasta los mismísimos. Había subido envuelto en la niebla pero ya casi arriba despejó y ésta quedó abajo como un encrespado mar de grises claros. Por poniente el sol hizo un atisbo de abrirse entre ella pero el intento fue vano. Sólo me dio tiempo a tomar unas pocas fotografías y nada más. Se me estaba haciendo de noche y no había viento, así que no busqué mucho. Confíe en que ni el viento ni la nieve o la lluvia vinieran a molestarme. Como también me había dejado la pala de nieve en el coche tuve que patear lo mejor que pude la nieve para hacer un pequeño nicho en el que instalar mi colchoneta y el saco de dormir.

He olvidado en casa también la linterna, así que me ha tocado comer a ciegas. Hoy recordaba cierta noche con Emiliano de Diego en La Barranca, una de nuestras primeras salidas. Aquel día nos habíamos protegido del mal tiempo entre las ruinas del hospital, una noche terriblemente oscura en que ambos también habíamos olvidado las linternas. Creo que nunca he experimentado una oscuridad tan absoluta. Fue realmente complicado instalar nuestro vivac y cenar. Por más oscuro que esté, siempre al cabo del rato puedes percibir la forma de los objetos. Allí era como estar ciegos. Hoy hacia frío y no tenía ganas de andar trajinando con la cena, así que introduje la bolsa en el saco y a tientas fui metiéndome en la boca lo que pillaba.

Se lo decía a alguien hace un momento, estoy como niño que estrena zapatos nuevos. Y lo bien que me va a venir despegarme un poco de las noticias que estos últimos días me tienen un tanto absorbido. Un amigo me advertía precisamente hoy de que me estaba tomando las cosas del gobierno y la UE con demasiado calor, pero es que es tan difícil cuando uno siente tan fuerte dentro de sí que le están intentando engañar, que nos tratan a los europeos como imbéciles preparándonos por todos los medios, ahora esa provisión de 72 horas por si acaso, qué casualidad en el mismo paquete que el desarme; ese temor global que un analista político ayer simplificaba diciendo que el enemigo para los pueblos de Europa ahora no es Rusia, que el enemigo son los dirigentes de la UE. Hay quien percibe estos asuntos globales en que estamos como quien ve llover. A mí me parecen de tal trascendencia que aunque no quiera me sale la indignación a borbotones de dentro; me sucedía ayer con el asunto del rearme.

De momento la niebla ha desaparecido, la Osa Mayor preside el cenit. Sin embargo, un gran nubarrón avanza pesado desde las cimas de Siete Picos al ritmo de la Cabalgata de las Walquirias en la versión de Coppola en Apocalypse Now, donde la música acompaña dramáticamente la escena del ataque de helicópteros.

Desde hace mucho tiempo el sueño se me ha hecho muy frágil, incluso renuente. Pienso que quizás tiene que ver con la melatonina, que acaso inhibe el par de horas que paso frente a la pantalla del teléfono. Paso mucho tiempo despierto. El viento, no muy fuerte, vapulea mi saco de dormir. Por su boca entra un pequeño chorro de aire. Pero se está bien; respiro con gusto estas raciones de soledad que me proporciona estar durmiendo entre la nieve. Ahora deben de ser las tres o las cuatro de la mañana. Espero la hora del alba, siempre esa posibilidad de que el cielo se vista de oro y grana. Echo una ojeada fuera. Ahora está despejado pero la contaminación lumínica resta profundidad al firmamento; esa espléndida oscuridad del cielo de Gredos está ausente en Guadarrama.



Pensaba hace un rato en la invitación que me hizo días atras José Luis Ibarzábal para participar en la Travesía de los Tres Circos, en Gredos. ¡Quién pudiera volver a aquellos tiempos precisamente en este momento en que el Circo ha vuelto a las condiciones de nieve de antaño! ¡Gredos y sus altas rutas de tan grata memoria! No volví a calzar los esquís después de principios de los años setenta y siempre usando esquís de travesía y con una técnica más bien primitiva. Son ese tipo de cosas que tampoco están ya a mi alcance. Doña Añoranza me visita todavía en ocasiones. La misma que adivino en algunos compañeros que suben constantemente fotografías de época. Santiago Pino de su ascensión a la Oeste del Naranjo; Luís Alberto recientemente imágenes digitalizadas de diapositivas de las antiguas Altas Rutas; Laureano, de viejas escapadas en Pirineos o Alpes… tantos. El testimonio de viejas pasiones que todavía hoy resucitamos con la tozuda disposición de quien no querría abandonar las montañas ni siquiera en las puertas de la despedida definitiva. Todavía recuerdo a Julio Armesto contando con ilusión el tiempo que vendría después de su enfermedad en que con seguridad volvería a escalar. Fue precisamente vivaqueando en una de estas cumbres que me enteré de su fallecimiento. Recuerdo haberle escrito entonces una cariñosa carta de despedida desde mi vivac. La Parca se llevó al otro mundo esa aspiración suya. Descansa en paz, Julio.

En cosas así pienso en estas noches de sueños interrumpidos. Otras veces me da por hablar con la montaña, un diálogo silencioso como el de dos amigos que caminan juntos y en cuyo caminar sobran las palabras. Volver a la montaña es volver a ti mismo en lo que eres y en lo que fuiste, esos pedazos de vida que a veces se nos extravían en la memoria y que conviene rescatar en lo posible. Días atrás, por ejemplo, que salió hablando con un amigo por guasap cierta ocasión en que él había hecho la Integral de Gredos, una persona a la que no logro rescatar en mi memoria. Cuando comentando aquello, aumentamos la resolución del zoom, él nombró a Moisés Castaño y a Luis Bernardo Durán y a “otro” más cuyo nombre no recordaba, y además citaba el último vivac de la Integral al pie de los Hermanitos, terminé comprendiendo que aquel “otro” era yo mismo. Probablemente él formaba cordada con Luis Bernardo, mientras yo lo hacía con Moisés Castaño. Es posible que hayamos compartido la misma cuerda y sin embargo, ahí nos encontrábamos mandándonos guasaps como dos desconocidos que casualmente coinciden en un grupo. Así se comporta de vez en cuando la memoria. Las noches en vela traen regalos de este tipo. Los males del mundo que vivimos en este momento desaparecen y de repente te encuentras con pequeños rincones del pasado que salen poco a poco de los resquicios del insomnio.

Y entre unas cosas y otra en el cielo han empezado a aparecer las primeras débiles luces del alba. Las nubes cabalgan sobre la Maliciosa y amagan con engullirme y cubrir de nuevo la cima de Peña Águila. Las brasas del horizonte se encienden ahora a la derecha de la Maliciosa y las masas de nubes se hunden en el valle de La Dehesilla tras atravesar el puerto de la Fuenfría.

Mi saco está cubierto de una gruesa capa de escarcha. Las nubes trotan a mis pies mientras el alba intenta brotar como una flor sobre las faldas de la Maliciosa. Visto el espectáculo vuelvo a quedar profundamente dormido hasta que el sol viene a pegarme de lleno en el rostro. Hora de desayunar, recoger y a paso tranquilo, como quien quiere disfrutar a fondo de la mañana, descender la montaña camino de casa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Por el Sur



Alicante, 10 de enero de 2025

Nervios. Muchos. El mar a nuestros pies, azul, el mar, la mar, el mar de Julio Villar que con los ojos cerrados visualicé siempre como una promesa imposible, el mar a cuyas orillas he caminado durante tantos meses, cabo San Vicente, Finisterre, cap de Creus, el Mediterráneo de Serrat y del horror de sus náufragos de nuestros días, el mar en cuyas playas y acantilados pernocté arrobado por el sonajero de sus olas, por la bestia despierta de sus olas allá en el norte. El Mar, mon amour; la montaña, mon amour, cuyos pies venían hoy a besar el vaivén tranquilo de las aguas mientras mi cuerpo colgaba como una araña suspendido por una cuerda color sangre. Benditos amigos que me invitaron a esta fiesta de mar y roca donde dos amores tan profundamente enquistados en mí  confluyeron. Gracias. Gracias, amigos, Bruno, Jose, Toti.

El amor. ¿Cómo era aquello? ¿Recordáis aquel dicho árabe sobre el té: "El primer vaso de té es tan dulce como el amor, el segundo tan fuerte como la vida, y el tercero tan amargo como la muerte". No es té lo que compartíamos hoy allá en los acantilados de Toix sobre la Magica Mystery Tour, pero sí contenía el momento el dulce sabor del amor y se enmarañaba entre el pecho y las yemas de los dedos el fuerte sabor de la vida. Nosotros no llegamos a apurar el té, que dejamos para otro momento; sin embargo yo sí probé la incertidumbre de la rata, esa de la que hablaba Kurtyka en El maharajá chino, esa inquietud que te recorre por dentro cuando sueñas con escalar una pared pero…

El caso es que ya venía soñando despierto desde hace tiempo con eso de abrir las piernas en una pared y encontrarme entre ellas un espectacular vacío al fondo del cual mi otro amor, intensamente azul producía en mí una especie de catarsis que en algún momento debía haber liberado en forma de un grito profundo si no hubiera sido por el rubor tonto que me produce mi siempre latente timidez. Habituado como estoy a las emociones solitarias que la relación con la montaña me produce, tormentas, grandes esfuerzos, íntima relación con los elementos, con el firmamento, sentía que escalando, no con la suficiente confianza, con la certeza de que mi cuerpo no estaba del todo a la altura de las circunstancia, debía concentrarme tanto en lo que estaba haciendo que apenas dejaba espacio a esa emoción lindera con la exaltación; valga decir, atisbaba el placer, lo presentía acercarse, lo sentía en el fondo de mi alma, pero… mi cuerpo y mi mente estaban demasiado centrados en no resbalar, en mantener una cierta elegancia, en apurar un momento de equilibrio para alcanzar una presa suficiente en la que confiar. Estoy habituado a sorber mi relación con la montaña, con la nocturnidad de las cumbres, de parecida manera a quien se bebe una jarra de espumosa cerveza tras una agotadora marcha por el desierto. Me faltó un poquito para conseguirlo. ¡Qué placer debe de ser escalar con la confianza de un Papila, de uno de esos maravillosos seres capaces de escalar con lo puesto! Sentir el vacío amigo como íntimo compañero de aventuras, la confianza en tí como un regalo de los dioses…

Qué gente tan particular ésta que frecuenta estas paredes con parecida cotidianidad y facilidad con la que yo camino por los bosques. Qué envidia, qué sana envidia. Envidiaba hoy a José Manuel emulando con buena voz a los Beatles mientras se chupaba algún largo de 5+ y mientras el mar se agitaba calmo a nuestros pies; envidiaba a Toti con esa facilidad suya para deslizarse por la atractiva verticalidad de una roca  levemente lavada por el paso de otras cordadas; envidiaba la seguridad y el apacible escalar de Bruno.

Ojo a ese bloque con una cruz, me avisó Jose. Me costó localizarlo, un bloque inestable sobresaliente ideal para superar un paso que a mí me parecía complicado. No tocar aquel bloque me costó un resbalón. Me admiré de que aquello no me pusiera más nervioso. Estaba muy cansado, mis gatos resbalaban más de lo que yo hubiera querido, las presas me parecían mínimas. Ojo, avisé a José. Tan ojo, que me quedé colgando. O no fue aquí, que fue más abajo. Los sucesos se mezclan en mi memoria. El largo anterior había sido una preciosidad, expuesto, seguro, muy aéreo e incluso había desenfundado la cámara para dejar constancia del momento. Pero aquí ya me faltaron fuerzas. Había tirado mucho de brazos, mis bracitos, comparados con los superbrazos de mis compañeros, y mi corazón hacia popopó a una velocidad desacostumbrada. No, en puntos así no había manera para recrearse disfrutando del maravilloso entorno en que nos movíamos.

La cosa no me da para más. Mañana desayuno a las siete de la mañana para una nueva incursión en este magnífico entorno alicantino. Así que cierro y corto. Buenas noches.










 

Nochevieja en Peñalara

 



Cumbre de Peñalara, 1 de enero de 1984

Dormí cinco horas. Cuando me desperté ya había cambiado de año. Desde hace mucho tiempo no hay nadie más ajeno que yo a las efemérides que rondan el tránsito de los años, un paso del tiempo que al decir de Einstein acaso ni siquiera existe. Somos, vivimos, cogemos una curda, nos malcasamos, o si tenemos suerte nos biencasamos, tenemos hijos y viajamos, pero aún así todo eso, según cierta ley de la relatividad, quizás acaso todo ello suceda en un instante. Una interesante paradoja que no he logrado entender pero que a veces recuerdo como una posible opción, y ello pese a la memoria que tiene la dichosa manía de querer ubicar todo en ciertos compartimentos llamados meses, años o días. Si el tiempo era para cierto escritor norteamericano el río en el que él pescaba, yo preferiría que el tiempo fuera un espacio en donde cerrar los ojos y tener todo a mano.

Recuerdo que en mi última noche de dormir en Pedriza, en ese maravilloso espacio que Julio Gosan ha bautizado como el Kubil, en un punto en el que tardaba en dormirme, me dio por recorrer mis vivacs en las cumbres de todo el Sistema Central durante los cuatro últimos años (imposible no echar mano a esa herramienta que llamamos tiempo). Empecé recordando los más extremos, el Calvitero y el Canchal de la Ceja, seguí por la Azagaya y la Covacha y así fui recordando noche tras noche pasando por el Meapoco, el Almanzor, la Mira y todos los Picos de la Sierra del Valle. Cuando aquello se me acabó salté a la Almenara y continúe por Guadarrama. Fue un paseo fantástico el recordar mis noches, invierno, primavera u otoño, en todas aquellas cimas hasta alcanzar la Sierra del Rincón, el Pico del Lobo y el Ocejón. Quizás esa noche me acerqué a esa intuición de no existencia del tiempo porque era como estar viviendo todas esas noches bajo las estrellas en el mismo instante. La sensación de estar viviendo una magnífica experiencia en donde no cabía la continuidad, todo era simultáneo, siempre estaba ahí el atardecer brillante o sin chicha ni limoná y las constelaciones y los planetas y las largas noches de íntima relación con las cumbres y el firmamento. Una situación así se acerca creo yo a una idea del tiempo estancado e inmóvil en donde todo sucede en un instante. Ni qué decir tiene que me dormí como con una gran sensación de bienestar.


Otro asunto relacionado con el tiempo es ese entusiasmo que la gente pone en estas horas de tránsito como hoy. A veces sospecho que esto de la Navidad, Nochevieja, Carnaval y tantas otras celebraciones no son otra cosa que el esfuerzo por salir del envaramiento y la rutina de los días. El cuerpo hace todo lo posible para entre rutina y rutina establecer hitos que amenicen lo que podría ser el tránsito por una autovía a lo largo de miles y miles de kilómetros. Y la sociedad lo hace muy bien. Incluso para aquellos que odian la Navidad ésta al fin de cuentas, con su turrón, sus luces, sus fiestas, sus regalos, son como otras, el Carnaval, por ejemplo, el conveniente cambio de ritmo, lo otro que nos saca de la rutina. Vamos, como en la música, esa inesperada irrupción de un clarinete, el cambio de melodía, el zambombazo final de una sinfonía, esto de fin de año, el folclore de las uvas y el champán para celebrar qué. Para celebrar nada, que seguimos vivos y que nos gusta montón continuar estándolo, vivitos y coleando. De ahí está irrupción a saco en el Año Nuevo.

Espabilado como estoy, tanto o más como todos los vecinos que allí abajo a mis pies en  el llano segoviano en este instante lanzan fuegos artificiales y deseándose lo mejor unos a otros para el año que comienza, no sé yo si debería escribir mi crónica habitual o por el contrario dedicarme a repasar el año que dejamos atrás y como correlato hacer una pequeña lista de buenas intenciones para el año que entra, que siempre viene bien. No sé. Mientras lo pienso doy el parte: temperatura ambiente – 5° C, sensación térmica – 9°C, viento moderado de aproximadamente 20 Kms/h. Cielo despejado. Dentro del saco la temperatura es confortable.  Así que todo en orden.

Recuerdo que cuando era niño, y en ocasiones no tan niño, y acaso bajo la influencia de los ocho años de escolarización en los Salesianos, Año Nuevo era el ejemplo de reflexión para considerar cuánto uno había sido un tipo un tanto repulsivo, amable, cabroncete, buena persona. Buena, esas cosas que para algunos son monsergas de curas y para otros un modo de llamarnos la atención a nosotros mismos. Recuerdo que cuando estudiaba inglés, el método por estas fechas inauguraba un capítulo titulado New year resolutions. El método se estructuraba en torno a una historia protagonizada por un joven despistado y torpón llamado Arthur. Arthur en aquellas circunstancias se hacía montones de propósitos que luego por supuesto no cumplía. A mí mis propósito de adolescente sí me valieron. Me ayudaban a mantener un poco el control de un espíritu apasionado y tímido que había de reconducir constantemente. Aún practico aquello de tanto en tanto. Suena a cosa de niños, pero funciona eso de intentar ser buena persona; ser buenos, decíamos entonces, es una cosa que deberíamos intentar practicar todos.

Mi termómetro marca 5 bajo cero, pero apenas se puede ver, la escarcha cubre la pantalla. Mi saco está también escarchado como un árbol de Navidad, pero dentro no se nota. Asomo la cabeza por el ventanillo del saco de dormir y la constelación más aparente es la sartén de la Osa Mayor. Hace viento pero el pequeño corralillo que he encontrado a cincuenta metros de la cumbre, me protege bastante bien. Son cerca de las dos de la mañana y dudo entre intentar dormir o leer un rato a Steinbeck y a su perro Charley que esta noche han acampado en un bosque de secuoyas. Jamás he logrado aprender la situación de los estados de Estados Unidos, pero en esta ocasión algo me va quedando desde que salieron de Nueva York, primero hacia el norte, Maine y Vermont, después rumbo oeste por Michigan, Wiscosin y otros hasta uno de los parques nacionales de la costa oeste donde Steinbeck tuvo que darse vuelta porque los osos ponían frenético a su perro Charley.

En fin, como le decía hace un momento al amigo Paco, es un bonito lugar éste para echar un sueño en el frescor de la noche, y acaso para echar un vistazo al pasado y sentir el corazón caliente. Creo que sí, voy a leer un rato.

Feliz Año nuevo a todos. Buenas noches.

 


Nota: Quizás alguno hayáis reparado en la fecha del post, 1 de enero de 1984. Se trata de una llamada de atención para los quisquillosos de las prohibiciones. Seguiré utilizando esa año de publicación para todos mis post que escriba en lugares donde llegan las prohibiciones. Hoy tuve una instructiva charla con el forestal encargado del parque. Cuando pasé por su garito quiso interesarse por dónde había dormido. Le contesté que siendo forestal no tenía más remedio que mentirle. Charlamos durante casi un cuarto de hora. Charla amigable sobre asuntos que no voy a mencionar aquí porque ya lo hice en el pasado en exceso, el tema de las prohibiciones de vivaquear y demás. Incluso aceptó, sin mucha alteración en el rostro, que le dijera que en la comunidad de montañeros en general los responsables del Parque son considerados paletos y vándalos. Después sostuvo la tesis de que los vivacs son cultura a proteger, algo que se da de bruces con la realidad en casos aislados, pero que al menos demuestra cierto grado de comprensión. El dilema masificación y respeto de las minorías, era claramente un asunto sin resolver. Nos despedimos amigablemente.


 

Pedriza II: En el sendero Paraíso

 



Pedriza. Chozo Alfredo, 23 de diciembre de 2024

Desde que he entrado en la edad provecta, que dicen los ilustrados, tengo un problema de memoria que a punto está en ocasiones de dejarme turuleta. Me meto en el saco y mientras lo hago, dada la experiencia que tengo, voy repasando si está en su sitio todo lo que necesito por la noche, el agua, el pipiómetro, los guantes a mano, el teléfono… ¡coño, ya he perdido las gafas!, que seguro en la oscuridad terminaré aplastándolas. Deshago el invento que me he fabricado con varillas de aluminio para escribir y no se me caiga el saco encima, palmo por todos los lados, enciendo la linterna, miro por los alrededores. La jodimos, y lo peor, pienso, es que hoy es imposible que se la haya podido llevar un zorro como hizo el otro día con mi bolsa de agua. No lo entiendo. Salgo fuera del saco, miro por aquí y por allí y nada, nada… nada hasta que se me enciende una lucecita… me echo la mano a los ojos y date, allí están las gafas, allí habían estado todo el rato: las llevaba puestas. La reoca.

Alucino con el invento que he hecho. Se lo contaba esta mañana a Pedro Mateo en el Sputnik. Uno de los momentos más gratos que vivo, si no el mejor, a lo largo de la semana es este rato que paso en los vivacs dentro del saco antes de dormirme, especialmente en los inviernos en que las noches son tan largas. La soledad, el silencio, fuera el frío, dentro del saco el confort. Y entonces, tras la cena y contemplar durante un rato las estrellas, dedicarme a escribir o a oír música o jugar al ajedrez o ver una película rodeado de la magnífica noche, del firmamento, del bosque susurrante, del canto del cárabo. Pero siempre luchando para que el interior del saco no se me caiga encima, soportando una posición incomodísima de los brazos… Así hasta hoy. Creo que lo voy a patentar. Le conté el problema a Miguel, de Plumas las Cruces, y algo me ensanchó el saco en la parte del pecho, pero nada. Ahora sí. Creo que voy a patentar el sistema y se lo voy a vender a Miguel. Sacos especiales para raritos que gustan pasar largas horas de invierno en mitad del frío de una cumbre, pero con la comodidad y el confort de su propia habitación.

Hoy tocaba, como dice el amigo Álvaro, localizar en las anfractuosidades de los alrededores de la Aguja del Sultán, la cabaña Alfredo. Ni soñando habría dado con ella si alguna hada madrina, hado en realidad, no me hubiera proporcionado la ubicación. Imposible de los imposibles. Todos sabemos de sobra las maravillas que encierra la Pedriza, pero ni nosotros mismos aún sabiéndolo somos capaces de conocer hasta dónde pueden llegar esas maravillas, rincones rodeados de enormes bloques como de cuento, riachuelos cantarines, bosques hermosos e impenetrables, túneles rocosos, espacios de esos de… y ahora por dónde cojones salgo de aquí, por dónde paso, repechos de roca inesperados por donde asoman sus cabezotas a esta hora color ámbar los ciclópeos señores de este reino. 

Mi hado, que ya ha venido por aquí más de una vez, en la última ocasión exploró la posibilidad de evitar un gran rodeo por más allá del callejón de las Abejas, y su intuición pedricera se ha portado tan excelentemente que encontró el modo de llegar al chozo por el camino más bonito que pueda darse. Lo ha bautizado con el nombre de Sendero Paraíso. “Yo lo llamo paraíso, dice, porque para mí es un paraíso de paz, un bosque precioso con unos acebos ahora adornados con sus frutos rojos, esa muralla de las derecha tan umbría y formidable... y el vivac, con su arroyo al lado, esa zona tan solitaria y alejada de todo: paraíso total”. Y mi hado tiene razón.

Lo primero que vi al entrar en el chozo-caverna fue su biblioteca, inaugurada por mi hado que había dejado allí unos libros de montaña, y también un curioso relato acaso mezcla de realidad de ficción. En la última ocasión  dejó inaugurada la primera biblioteca cavernícola de la Pedriza, hecho insólito que merece aplauso y que podría ser el principio de una manera muy especial de reinventar nuestro amor por estos roquedos. Estos roquedos que ya gozaron en épocas anteriores de un amago de leyenda por parte del Brujo y Loren, y a la que merecería dar cuerpo, que dibujantes, artistas y escritores en activo haylos. Que vamos, que la Pedriza lo merece, animaos Loren, Brujo, tanti quanti, para hacer de este paraíso nuestro maravilloso hogar. Leyendas, historias reales, sucesos, chascarrillos, personajes… Por cierto, el otro día un amigo, que me ve interesado estos días con los chiringuitos, cuevas, cobijos, resguardos de este entorno, me preguntaba si no habría sido el legendario y controvertido Mogoteras uno de los ermitaños que habitó durante años uno de estos chozos – cueva.

Mi hado en su segunda visita dice que había cambios en el chozo respecto a la primera, lo que indicaba la presencia de otro visitante. Le dejó una nota a ese posible habitante del lugar indicándole que le gustaría ponerse en comunicación con él. Se ofrecía también a colaborar en el mantenimiento de la cabaña. Recuerdo que en el primer momento me pareció lógico, satisfaría una curiosidad natural; fue después que pensé que aquello a lo mejor no era buena idea. Recordé esa sustanciosa propuesta que consiste en merodear el misterio sin penetrarlo; dejar espacio para la imaginación alimenta las expectativas. Aquello de que el conocimiento mata. Una parte interesante de la vida consiste en recorrer los caminos que llevan a desentrañar un misterio, pero sin llegar a él, de manera que la tensión mantenga siempre un porqué para seguir adelante. Especulaciones.

Estamos tan necesitados de esa necesaria tensión que se produce entre la curiosidad y el conocimiento cumplido, que bien merecería la pena alargar el juego. Yo dejo unos libros, un relato, tú, el próximo visitante, lo lees y como regalo de agradecimiento le dejas al desconocido anterior una cerveza. Éste la próxima vez se bebe la cerveza y te deja sobre el estante una tableta de turrón o alguna chuchería. Con el tiempo los visitantes, sin conocerse, podrían intercambiar lecturas, aficiones, pero nunca dejando una pista explícita “del otro”.

Un remoto y encondidísimo rincón en lo intrincado de la Pedriza, bien merecería ser escenario de este amoroso escarceo. Me dice mi amigo que la última vez se le saltaron las lágrimas de emoción. Tan hermoso era el recorrido y el lugar. A mí se me saltaron las lágrimas de emoción un día cuando pisé a los cincuenta y muchos años la meta de mi primer maratón. Otro amigo me contaba que un  día que caminaba por la montaña escuchando El Mesías de Haendel se le saltaron las lágrimas. Los hombres parece que no somos dados a expresar nuestras emociones llorando. Parece solamente. Mi amigo, el íntimo amante de esta entrañable Pedriza nuestra, alberga dentro de sí una tan emocionada sensibilidad para estos espacios, que seguro estoy no dudaría habitar alguno de estos  rincones privilegiados que encierran las entrañas de este monte amigo.

Yo podría compartir con Novalis lo siguiente: “La verdad es que no he empezado a conocer bien a mi región, a mi país hasta ahora”. Es necesario haber estado lejos y haber recorrido medio mundo para en algún momento volviendo a las fuentes empezar a conocer a fondo lo que siempre estuvo a mano pero no conocido suficientemente. Naturalmente escalé mucho en Pedriza, la visité después de tanto en tanto, pero es quizás ahora, cuando realmente he comenzado a recorrer sus perdidos rincones, que empiezo a tener una más íntima vivencia con ella.

 

Hoy terminé mis deberes pronto, apenas las diez y media. Ahora escucho el Cuarteto de Cuerda número 8 de Villa-Lobos. En medio de este silencio entre las breñas me suena a selva brasileña, a rincones encantados de esas selvas que recorrimos Victoria y yo en las riberas del río Beni, junto a Rurrenabaque. Evocación de gatos enormes rondando nuestro campamento, de sonidos misteriosos oídos por primera vez. Vivaquear en la selva también fue hermoso entonces. Y es que fue empezar a escuchar la música de Villa-Lobos y sentirme en aquella noche de sospechosos rumores junto a nuestros mosquiteros, en los que los matapalos, esos enormes árboles que son deglutidos por las trepadoras a la búsqueda de la luz recordaban la muerte lenta de los gigantes acosados por esas pequeñas plantas que trepaban por su tronco, fue recordar el correr tumultuoso de las cercanas aguas del río Beni y sus historias de traficantes, la vida primitiva junto al río, el pescado asado en la hoguera, la pesca nuestro menú de todas las horas. Y el lento discurrir del río Salamoes al otro lado de la hamaca, y el recuerdo de Fitzcarraldo mientras navegamos el Amazonas entre Manaus e Iquitos. Y las noches junto al siseo del agua y el lejano runrún de los motores del barco deslizándose bajo la noche estrellada. Y todo los sentidos abiertos de par en par envueltos en el balanceo de la hamaca. Cuarteto para una noche de selva en algún lugar de la Pedriza.

 

 


Pedriza I. La fuerza de un hombre

 



El Chorrillo, 23 de diciembre de 2024

En principio este post iba a llevar el título de En el sendero Paraíso. Más adelante diré por qué. Pero sucedió que esta mañana, cuando me desperté en el chozo (todavía no sé cuál debe ser su nombre, acaso chozo Alfredo), después de desayunar y recoger mis cosas descubrí un paquete de plástico que por su aspecto debía contener libros o cuadernos. Allí, junto a algunos libros, me encontré tres cuadernos de visita cuyas anotaciones comenzaban un cuarto de siglo atrás, quizás el momento de la creación de la cabaña. Los estuve mirando por aquí y por allá, una mirada rápida, y entre dibujos, anotaciones e incluso una pequeña partitura de una cancioncilla, me encontré con esas palabras que encabezan mi post de hoy: Las fuerzas de un hombre. Naturalmente el que había escrito aquello se refería al hombre que había levantado este magnífico chozo, todo un robusto entarimado cubriendo la estancia, levantado muros de piedra y de madera, acondicionado una ventana, instalado una estufa de leña, construyendo banquetas y estanterías, tapando rendijas y finalizando el trabajo con una hermosa puerta que delataban la habilidad de un ebanista o carpintero. Y, acaso lo más notable, transportando hasta allí todo el material. Labor que sin ninguna duda cabe atribuir a algún Prometeo de nuestro siglo. Ignoro por donde podría haber subido el material; yo hice dos caminos diferente para llegar y salir de allí y puedo asegurar que en cualquiera de los casos solamente llevar a cabo el porteo necesitó de la voluntad y del trabajo de un hombre excepcional. Ignoro la historia del chozo. Quizás tenga más adelante tiempo para sacar algo en limpio en el material de esos tres cuadernos que rescaté y de los que me llevé una copia, de la historia del constructor y de los habitantes posteriores. Si fue obra de una persona sola o de un grupo de amigos, si allí habitó un ermitaño durante un tiempo…

Thoreau se hizo famoso con su libro Walden y por la cabaña que construyó a la orilla del mismo lago, pero lo que no dijo Thoreau es que esa cabaña estaba a un paseo de la próxima aldea a donde él iba con cierta frecuencia a abastecerse. Thoreau tenía un mundo rico bajo el pelo y una gran capacidad para expresar sus sentimientos y su filosofía de la vida, lo que le ha valido un reconocimiento universal. ¿Pero cuántos, cuántos Thoreau habrá en el mundo que no habiendo escrito aquello que sintieron, que experimentaron o cuya filosofía de vida tan interesante habría sido conocer? Ayer mismamente, hablando con Pedro Mateo de Carlos le comentaba sobre el libro reciente de Sito, y le decía yo que sin conocer el libro de éste, apostaba a que no me iba a interesar tanto como si el mismo Carlos hubiera sido capaz o querido escribir sus propias vivencias, no los hechos físicos y circunstancias del rescate, sino su mundo interior, lo que sucedió en su cabeza desde el mismo momento de la caída hasta que por fin se vio libre de la incertidumbre, cuando su amigo el doctor Manuel Leyes le puso en condiciones de poder volver a la montaña y a sus duros entrenamientos. Cuánto echo yo de menos que Carlos no haya realizado una tarea similar a la Messner, por ejemplo, en su ascensión solitaria al Nanga Parbat; a su escritura me refiero, no al hecho en sí de la ascensión. Esa lucha interna dentro de él mismo, sus miedos, su desamparo ante un matrimonio que se rompía, su incertidumbre, su lucha interior. En los libros de montaña siempre me han interesado mucho menos los hechos y los relatos físicos de la ascensión que lo que sucede dentro del alma del hombre; esa tensión de Carlos en las cercanías de la muerte, ese anhelo de salir salvo, esa incertidumbre, ese dolor, ese respiro al encontrarse salvado en el helicóptero, ese momento en que al fin pudo hablar con su mujer, Cristina, o su hijas, esos ocho meses que siguieron al accidente.

Existen historias personales que al margen de la liviandad con la que podemos pasar por la vida los ciudadanos, los hombres de a  pie, son admirables por el esfuerzo que esas vidas son capaces de hacer. De Carlos habré escrito ya tropecientas veces; mi admiración incondicional, especialmente por esa parte de su vida que es la mía, la de después de la jubilación, la extiendo a todos aquellos cuya voluntad de hierro hacen palidecer lo poco o mucho que el resto de los mortales hacemos. El ermitaño de la cabaña en la que pernocté esta noche está entre estas personas a las que admiro. Ese tremendo trabajo silencioso y personal en la soledad de un perdido rincón de la Pedriza, donde tan difícil es llegar, me emocionaba anoche cuando apagué la linterna y me quedé sopesando la inmensa soledad que rodeaba aquel espacio entre las breñas.

Este preámbulo, que quiso ser, a lo que había escrito anoche en el chozo, se ha hecho tan largo que por sí ya llena la longitud de un post normal. Así que creo que será más conveniente hacer dos de uno para que se haga más digerible. Y como el tema central de esta primera parte está relacionado con las personas a las que admiro, ello me va a dar pie para terminar en esta línea contando un encuentro que tuve una hora después de dejar atrás el Callejón de las Abejas. Y es que mi admiración no está relacionada siempre con personas excepcionales que son capaces de llevar adelante una labor poco común; también me admiraba hoy, y mucho, una pareja de ancianos con los que me tropecé en una curva del camino. Hace años que no puedo resistir la tentación de parar a personas mayores con las que me encuentro, aquí, en Alpes o en donde sea. Él era grandón, fornido y ella una anciana pequeñita, llena de arrugas y de una expresión tan dulce que era imposible dejarles pasar sin pegar la hebra con ellos. Se lo solté de sopetón: me van a perdonar, pero es que cuando veo por caminos como estos a personas como ustedes, un hilo de emoción me sube por dentro. ¿Les importa que les pregunte la edad? Ella tenía 86 y él unos pocos menos. Charlamos un rato. Les confesé lo mucho que pienso yo en estos años que me quedaban para llegar a la edad de ellos y lo que me alegraba ver cómo a esa edad echan la pereza por la borda, calzan las botas, toman los bastones y se dedican a emprender una larga caminata por la Pedriza. Bueno, decía ella, algo me tiene que ayudar mi marido en algún paso, pero sí, creo que todavía voy a poder pasear por la Pedriza durante algunos años. Me deja el cuerpo como una seda conversar con estos ancianos que siguen haciendo de la vida algo hermoso.


 

 

 

 


Pedriza: A la búsqueda de esos privilegiados rincones…

 


Junto a sin Nombre, 16 de diciembre de 1984

He perdido el hábito de escribir dentro del saco. Llevo diez minutos intentándolo pero nada. Hasta estas cosas se oxidan cuando no las practicas. No es que antes fuera la gloria hacerlo, pero terminaba encontrando la posición y mal que bien lograba pergeñar algo. Hoy no, y eso que he pasado inviernos enteros dentro del saco atendiendo a las actividades más diversas como ésta de escribir, ver una película o jugar al ajedrez. Hoy no, hoy es la sensación de que emprendo una tarea difícil, como si el saco de invierno hubiera encogido. La última vez había ensayado en casa un sistema con los bastones, una especie de palos de tienda de campaña que me sostuviera el saco y me dejara escribir como dentro de una estrecha tienda de campaña. Pero lo olvidé y no encuentro la manera.

Mientras tanto la luna ha salido allá por sobre la cabeza del Cocodrilo y ha teñido de una suave claridad la oscuridad. Me ahogo dentro del saco. El termómetro marca uno bajo cero, pero entre mi hábito de dormir en esta época con lo puesto, el temor de pasar frío, siempre la primera noche de invierno en el monte atemoriza, y que al final me decidí a traer el saco propio de las bajas temperaturas, pues que estoy ahogado de calor. Podría quitarme ropa pero se me hace una labor complicada. Más vale humo que escarcha, que decía el amigo Enrique del Pozo.

Hablaba del temor y es verdad. Mira que después de pasar los últimos inviernos durmiendo sobre la nieve por las cimas de todo el Sistema Central y que ahora me dé cosa… El frío extremo siempre me ha atemoriza un poco. Recuerdo cierta noche en el cerro , al este del puerto de , en que la temperatura descenció hasta los 20 grados bajo cero: desayunar, salir del saco por la mañana, recoger, ponerte los crampones, todo con los dedos rígidos como palos y echar a andar ladera abajo en medio de una soledad blanca que te cortaba eliento… lo recuerdo, sí, con temor. Mi cuerpo, que nunca se ha hecho al frío, con los años adquiere un no se qué de preocupación. De todos modos es todo muy diferente cuando sales del coche, de un hotel, de un lugar abrigado. El cuerpo enseguida se adapta, pero salir del saco, y acaso de la tienda, se convierte en una pequeña aventura. En fin, que espero adaptarme, aunque me cueste. Que eso de habituarse al frío también forma parte del juego.

Hoy la idea consistía en visitar camino de Los Hermanitos algunos conocidos vivacs, un proyecto que venía desde hace tiempo que se me ocurrió podría ser una colección más, tantos lugares acogedores que voluntariosos amantes de han habilitado con todo el cariño del mundo. Conozco algunos, pero son cantidad los que todavía no he visitado. Quizás dedique una temporada a cartografiarlos. Me dice un amigo que ni se me ocurra dar pistas en las redes de la ubicación de los mismos; ya se sabe, empiezan a visitarse en exceso, la gente lo comparte en redes y aquello puede terminar en estado lamentable. Hay gente magnífica sin embargo que cuida estos lugares, hoy mismo en que en el segundo vivac hasta una lata de cerveza y alguna botella de alcohol habían dejado algunos de los visitantes. Incluso puede suceder que los más peligrosos de todos, los vándalos de la administración del Parque terminen con ellos. No sería la primera vez. Así que chitón. Dejo aquí abajo una muestra de ese vandalismo pertrechado por los administradores del parque, el aspecto antes y después de uno de los abrigos más bonitos de todo el Sistema Central.

Antes y después. Obsérvese hasta dónde puede llevar la estulticia y el vandalismo de los responsables del llamado P.N. del Guadarrama

Tendría que subir al collado Cabrón y desde allí seguir la senda hasta Los Cuatro Caminos, alcanzar el Callejón de las Abejas, llegar al collado de del Sultán, por cuyos alrededores debía de seguir las indicaciones de cierto amigo que me pasó las coordenadas de uno de los abrigos mejor acondicionados, y seguir desde allí hacia o , pero como otras veces calculé mal, sólo pude alcanzar el primero y segundo vivac antes de que se me hiciera de noche. Si hubiera sido Julio Gosán habría continuado hasta el fin del mundo a oscuras, que Julio con sus habilidades de búho ninguna dificultad tiene para orientarse de noche. Bueno, lo de vivac vivac referido a este último es realmente inexacto, se trata de una habitación-choza de cinco estrellas, suelo enlosado perfectamente con planchas de granito, estanterías, dos puertas bien trabajadas con bloques de roca. Es asombroso el cariño con el que los autores construyeron este espacio. Un saco de dormir, algunas botellas y algo de comida y como colofón esa lata de cerveza, señal ésta de una previsión y una hospitalidad totalmente maravillosa. Todo limpísimo. Cuando llegué aquí era completamente de noche, así que fue inútil seguir mi ruta de los chiringuitos. Como no hacía ni pizca de aire busqué fuera un lugar despejado en donde pudiera contemplar las estrellas y allí instalé mi vivac.


He oído hace un rato un ruido muy cerca pero no le hice caso. La comida siempre la pongo a buen recaudo desde que los zorros reiterativamente me la han robado en lugares diversos como Guadarrama, Pirineos o Alpes. En esta ocasión se van a quedar a la luna de Valencia, me he dicho. Ja, qué equivocado estaba. Me he incorporado y no he visto nada, así que me dispuse a echar un trago de agua. ¿De agua? ¿Y donde estaba el agua? Como preveía que las bajas temperaturas iban a helar la bolsa de agua, he llenado un recipiente con el agua del desayuno y el que pudiera necesitar para beber por la noche y lo he puesto a medio metro firme sobre la tierra. Me alzo, lo busco y no encuentro el recipiente. Joder con mi memoria, yo juraría que lo he puesto ahí, a la altura de la mano. Me incorporo, enciendo la linterna, miro por los alrededores, el recipiente ha desaparecido misteriosamente. Salgo del saco, miro más allá y lo veo a metro y medio boca abajo. Ja, se ve que los zorros, porque de un jabalí lo espero menos, además de comer también tienen la caprichosa necesidad de beber, caprichosa en este caso porque no falta el agua en esta parte de y no me parece de recibo que vengan a arramplar con el único agua que lleva un servidor. También podría haber bebido lo que hubiera necesitado y largarse, pero no, tuvo que llevarse también el recipiente. Espero encontrar agua mañana para mi desayuno. En algún momento de la noche quise apagar mi sed buscando la bolsa de agua en la que debía de quedar medio litro. Tampoco la encontré. A la mañana siguiente cuando hube recogido todo y me resignaba a partir sin desayunar, me di una vuelta por los alrededores con la vana esperanza de encontrar mi bolsa de agua. Después de un rato di con ella entre unos arbustos a cincuenta metros de donde había vivaqueado. Tan mosqueado me tiene esto que en mis próximos vivacs voy a tener que atar con una cuerda todo lo que no quepa en mi macuto.  


* * *

Por cierto, allá quedan todos los pinos infectados por la procesionaria esperando inútilmente a que la desidia de los vándalos responsables del Parque haga algo para que el entero bosque no quede totalmente arruinado. ¡De pena!


Dos cartelitos como éste. A esto se reduce la acción de los responsables del llamado P.N. del Guadarrama en relación con la praga de la procesionaria. 

Noche en Montón de Trigo

 



Cumbre de Montón de Trigo, 21 de octubre de 2024

Los Alpes de mar a mar. Hace 21 años me diagnosticaron una condromalacia en la rodilla izquierda. El traumatólogo:

– A partir de ahora tendrá que olvidarse del macuto y de subir montañas.

Hace 21 años, unas semanas después de la visita al traumatólogo,  armado con una brújula y algún mapa de papel más un macuto cuyo peso oscilaba entre los catorce y los 16 kilos a lo largo de setenta días, volé a Niza con la somera idea de regresar a casa si realmente mis piernas no llegaban a estar a la altura de las circunstancias. Dos meses y diez días después descendía las laderas de los Alpes Eslovenos y acariciaba con las yemas de mis dedos las aguas del mar Adriático.

Esto escribí esta mañana pensando que ya estuviéramos en mayo de 2025 y me dispusiera a partir para un nuevo vagabundeo. Creo que se trataba de un ejercicio de exorcismo, un intento de alejar de mí esa cosa que me persigue diciéndome que sí, que ya tengo muchos años para cargar tantos kilos en la espalda durante dos meses. Quizás también sea un modo de invocar la clemencia de los dioses a las puertas de un cáncer (a la espera de biopsia) que amenaza con poner entre estos proyectos y mi presente una barrera infranqueable.

Si este año celebré mi 76 cumpleaños vivaqueando en la cumbre del Aneto bien podría ser que pudiera celebrar el 77 vivaqueando qué sé yo, en la cumbre del Monviso o en cualquier otra cima de los Alpes. El verano pasado la chingué en los Alpes Austriacos después de una penosa semana en que mi pierna izquierda y una infección de orina me hicieron volver a casa. Después he pensado largamente en que si sería señal de que mi periodo veraniego por Alpes había llegado a su fin o algo peor, que se acabaron estas veleidades de las grandes caminatas, de los vivacs, esas cosas. El amigo Luís Bernardo Durán, más experto que él pocos hay, me urgió después del verano a que dejara de cargar con semejante macuto si quería conservar mi salud en buen estado, pero… Me dije entonces que siendo el consejo el más lógico del mundo, cómo podría renunciar así por las buenas a algo que es connatural con mi ser sin perder por el camino etcétera… Fue quizás por ello que quise forzar el tiempo para grabarme en la cabeza un convencimiento que de dejarlo a su aire podía zozobrar al punto de ceder excesivamente a la presión de los años y de los hándicaps.

Hoy, después del diagnóstico sobre mí próstata, mi ánimo no estaba muy allá para salir al monte, que aunque la cosa no sea para caer en melodramas sí es verdad que algo me estaba afectando; sin embargo logré poner a raya a mi estado de ánimo;  una vez terminadas algunas tareas de jardinería que tenía pendientes, hice el macuto y tomé la carretera rumbo al Guadarrama.

Subiría a Montón de Trigo por Marichiva. Allá en lo alto recordé dos cosas, una, mi lucha con dos zorros que me robaron un par de inviernos atrás la comida mientras yo instalaba la tienda sobre la nieve, el salir inútilmente corriendo detrás del que llevaba mi bolsa de comida agarrada con la boca y el litigar después con otro que no huía y que quería jugar conmigo al ratón que te pilla el gato dando vueltas alrededor de la tienda y que posteriormente, cuando ya le había dejado por imposible y yo me encontraba instalado dentro, royó un par de tiros hasta romperlos. Lo otro fue el fenomenal macuto que llevaba entonces en donde además del material de abrigo propio de la época y abundante agua y comida, había añadido estacas largas para la tienda, las raquetas, los crampones y un piolet. El tema del peso es un mal sueño que me persigue.

En Marichiva el día de mi aventura con los zorros


Ayer en Montón de Trigo. Peñalara al fondo

Después de Marichiva cargué en el teléfono Ensayo sobre el cansancio, de Peter Hanke y subí leyendo hacia peña Bercial abriéndome paso entre los piornos. Me gusta Peter Hanke, su manera tan personal de hablar sobre asuntos desde la experiencia de su propia persona me acerca mucho más a los temas que, por ejemplo, Byung-Chul Han que me parece que se pierde muchas veces por oscuros caminos sólo propios para especialistas. Han está de moda y con frecuencia tengo la sensación de que también él se sube al carro del marketing con largas disertaciones marginales al tema central. Sin más ese último título que leí, La agonía del Eros, que más parece apuntar a un asunto en su título a algo que puede atraer al lector para luego mostrarle otra cosa. No trata el libro de lo que cualquier persona de la calle entiende por erotismo, y si lo hace es muy tangencialmente. Vamos, como esas imágenes que te muestran una hamburguesa enorme de tres pisos y que cuando ya has pagado y abres el envoltorio te encuentras con un escuálido pedazo de carne. Peter Hanke es otra cosa, éste escribe desde sus tripas, desde lo que siente y experimenta y además, y ello creo que es sumamente importante, lo hace con una calidad literaria a veces deslumbrante.

¿No te parece a ti así?

—Sí, por cierto, pero ojo que estás tratando de escribir un post relacionado con la ascensión de Montón de Trigo y me da que, como tantas veces, estas empezando a irte por los cerros de Úbeda.

—Bueno, es que es un día muy corrientito, en el cielo bailando algunas nubes, pequeños crocus junto al camino, alguna merenderas, Siete Picos y Majalasna allá a mi espalda recordando otras ascensiones y otros vivacs. Peñalara al fondo y, cuando he sobrepasado el último repecho allí estaban la Pinareja y Peña Oso. Habría tenido tiempo de llegar hasta la Pinareja, pero creo recordar que allí no existe ninguna corraleta de piedra que proteja al durmiente (al día siguiente me cruzaría con un caminante que me confirmó que sí existe un vivac bien apañado), así que opto por quedarme en Montón de Trigo que tiene junto a la cima dos buenos vivacs que te protegen del viento. 

Y no sé por qué, acaso porque en algún momento Hanke habla de algún tipo de idiota, me acuerdo de ese otro idiota sin remedio que es el novio de la IDA; sí, vaya pareja de imbéciles perdidos, idiotas con una ristra de jueces a su servicio que no merecen otro adjetivo que el de mamporreros. Y es que el sistema, ese jueguito que se traen políticos y no políticos con los jueces y las interpretaciones de la ley, son para mear y no echar gota. Niños en el patio de recreo, que si la Begoña, que si el escapado ese tal Puignoséqué, que si el Fiscal, que… y mientras la casa que la barra tu tía. Memos, aprovechados, idiotas: así está el patio. De idiotas está el mundo lleno, sí señor.

Escribe Hanke que el cansancio te rejuvenece. Algo de eso he notado yo en ocasiones, esa clase de cansancio que es como un placentero regazo en que acurrucarte. Sin embargo el cansancio que producen los idiotas es otra cosa.

He dejado la cámara montada en el trípode por si el cielo y las siluetas de las montañas se prestaban, pero no, el atardecer ha sido corrientito, sólo he podido hacer la foto de siempre contra el fondo turbio e incandescente de las últimas luces, y poco más. La contaminación lumínica que tiene nuestra sierra y unas nubes ligeras que cubren el cielo, me ahorran salir del saco y andar de aquí para allá probando una toma imposible. Se acabó. Hoy es pronto. Voy a ver si echo una partida de ajedrez.