Día 76. Dudas en el camino




46,60657285°N, 12,95642182°E, 1 de septiembre de 2025

Me despierto de la siesta. Una luz mortecina entra por una pequeña ventana a la altura del techo de esta especie de buhardilla donde me he refugiado. Fuera la niebla lo invade todo, es una nada blanca y espesa. Quinientos metros de subida desde el Plockenpass me han dejado en la cumbre de un complejo militar de trincheras y cuevas excavadas en la roca, probablemente de los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Arriba del todo unas construcciones de madera entre las que mirando aquí y allá he encontrado una puerta abierta, un desván o algo así. Eran las cuatro y media de la tarde y hacía rato que la niebla lo cubría todo. Cota 1900 metros. No sabía qué me esperaba después de esto. Había subido por un sendero que ganaba una ladera muy abrupta, un T4 comprobaría después, y me pareció arriesgado ir más allá. Así que me cayó la suerte encontrándome esta buhardilla perfectamente habitable y limpia. En el último refugio, el Marinelli, me habían preparado comida y cena en previsión de que no encontrara nada por el camino, así que mi sustento estaba apañado. Me habían preparado con esmero un plato de trucha ahumada con berenjenas y queso, así que comí bien y como era tan pronto, no resistí la tentación de una apacible siesta mientras fuera el ulular del viento hacía que mi sensación de bienestar fuera completa.


Ayer recibí un guasap de Noelia y Capri que después de haber estado escalando en Escandinavia, Letonia y Lituania se dirigían a los Tatras. Les contestaba diciendo que ayer me llevé una sorpresa porque subiendo al refugio, que después estaba cerrado, recordé perfectamente un entorno de montañas y unas circunstancias de mi paso por aquí en el 2003, que había olvidado. Ni rastro quedó, pero fue asomarme tras un resalte para que resucitaran de su estado letárgico un puñado de recuerdos. Lo comentaba aquí ayer. Les decía que entonces no escribía, y que fue después que comprendí que la escritura era, entre otras cosas, un buen recurso para que esa parte de nuestro yo que se va perdiendo por los recovecos de la memoria, venga a nosotros cuando los echemos de menos y necesitemos recordarnos, no sólo los hechos, también las sensaciones, las vivencias en las que hemos crecido y nos hemos querido. Recordarse en las experiencias en que hemos vibrado con especial intensidad es saber de nosotros mismos y de la fuerza con la que hemos vivido. 

Viene a cuento esto que os escribo, les decía, por aquello de que llevando la vida tan apasionada que lleváis los dos escalando montañas y paredes alrededor de todo el mundo, seguro que dentro de muchos años agradeceréis recordar y tener a mano la certeza de cuanto habéis vivido. Aquello que escribiera Juanjo San Sebastián una vez, que decía agradecer lo que fue porque ello había hecho de él lo que era ya de mayor. Escribir, terminaba, es un buen antídoto contra la pérdida de memoria que los años van sepultando poco a poco. Un asunto por si os animáis a dejar constancia de vuestros viajes y escalada por escrito que seguro algún día os gustará recuperar después de que los agujeros de la memoria empiecen a hacer mella en los recuerdos.  

Reflexionaba yo después, ahora una vez más entre la niebla tras  haber abandonado el refugio Marinelli, sobre la importancia de los hitos. Recuerdo que en mis primeros años de montaña las pérdidas en el monte cuando se echaba la niebla, eran comunes. Aquí en Alpes no es fácil perderse, casi siempre tienes a mano las señales o los hitos. Los caminos de la memoria funcionan de manera similar. Cuantos más hitos pongamos en nuestro camino del recuerdo, pues eso mismo. 

                 
11:32. Me para un hombre mayor con aspecto de ir falto de fuerzas. Después de las preguntas de siempre, se interesa por el peso de mi macuto y por el de mi cuerpo. Doce de macuto hoy y sesenta y tres desnudo, le digo acompañando mis palabras de una sonrisa. Yo, noventa, dice en su italiano elemental, y hace un gesto con los brazos aludiendo a su obesidad. Y yo mientras, pienso en lo que no dice, cómo justificando su fatiga, que él con su gordura arrastra casi veinte kilos más que yo.
 
11:55. Niebla, frío, ambiente de invierno en los 2000 metros. Sin embargo a ratos se cuela un rayo de sol entre las nubes y entonces ya es verano otra vez. 
 

12:06. Otro fallecido que duerme entre las nieves y las nieblas de la montaña. Este año he tropezado muchas veces con lápidas que amigos y familiares dejan en los caminos recordando a alguien. Buen sitio para acaso en estado de ceniza seguir viviendo entre las montañas que alguien amó en vida. Aunque no sería bueno que el ejemplo cundiese. Correrían os el riesgo de encontrarnos a cada curva del sendero el recuerdo de un fallecido. 

  

12:42. Dudo. El sendero se dirige directamente a unos farallones de roca que la niebla hace todavía más dramáticos. Materia de escalada sin más. Nanais de la China, que diría mi madre. Miro sucintamente el mapa y decido que no, que por allí no sube el menda, y menos en esta soledad y con niebla y elijo un sendero alternativo que da una gran vuelta. Y no llevo andado más de cinco minutos cuando vuelvo a dudar. Retorno al cruce. Me quito el macuto, me siento en el suelo. Y vuelvo a explorar la pared, un resalte casi vertical que vete a saber por donde se sube, una diagonal más cómoda, otra pared a la derecha que se pierde en una abrupta arista… ufff… Vuelvo al teléfono. Un T4 que puede ser de muchos colores. De hecho el sendero último que me llevaría a donde paso la noche era también un T4 y subí bastante bien. No, esta soledad, esta niebla y una dificultad imprevisible, terminan definitivamente echándome para atrás. Vuelvo a retomar la variante que se hunde en lo profundo del valle. 

 

13:20. Me sale al paso una marmota. Corre que pierde el culo huyendo de mí. Es una cosa redonda, gordita que corre pies para qué os quiero como si arrastrara el cuerdo por el prado. 
 
14:17. En el paso, Plockenpass, compro una crostata y un croissant para mi desayuno. Me llenan la botella de la leche y cojo agua. Ya estoy preparado para terminar mi jornada donde sea, que viendo la ladera por la que tengo que subir, quinientos metros de desnivel además, no será ya mismo.

 

              

Se ha hecho de noche. El viento suena como en las películas de miedo ulularía sobre la soledad de un castillo abandonado. 
















Día 75. Una larguísima jornada

 


Cercanías refugio Tolazzi, 46,59169171°N, 12,86908194°E, 31 de agosto de 2025

Día despejado, frío. Frío hasta alcanzar la cabecera del valle que debo descender. Entonces calor, dulce calor. 

¿Sería concebible un peregrino sin destino, un eremita que, en lugar de estar en su cabaña mano sobre mano mirándose el ombligo, su cabaña, su cueva, fuera el camino, un collado, la orilla de un riachuelo? Cuando caminas por lugares en que te vas encontrando gente que hace lo mismo que tú, eres un senderista, un caminante, un montañero, cómo decíamos antes. Pero cuando pasan días en que no te encuentras con otra cosa que no sean los bosques o la música de los riachuelos, estos últimos días, hoy, no un eremita, mejor un peregrino, un peregrino sin La Meca, sin Santiago de Compostela donde acudir. Como si la vida no fuera otra cosa que peregrinar sin rumbo fijo. 

Jesús Sepúlveda en su libro Patagonia se encuentra con un personaje que venido de Europa ha pasado ya media vida en las tierras del Cono Sur. ¿De dónde eres?, le pregunta alguien. De aquí, responde, cada uno es de donde se encuentra bien. ¿De dónde sería un peregrino? 

¿Qué es lo que hace que te sientas bien? Sentirse bien probablemente sería un buen objetivo para una vida que no tiene sentido. Peregrino o no ese sería el sentido de la vida, estar a gusto contigo y con el mundo, acostarte cada día con la conciencia tranquila, satisfecho de la jornada que concluye. 

El trabajo de vivir. Cuando se siente la vida en las yemas de los dedos de la mano. Vivir es un trabajo, a veces duro trabajo. Vivir es guerrear, decía Séneca. También en la vejez, la mía. Gustar de la vejez como trabajo y esfuerzo. Crear, descansar para a continuación volver al esfuerzo. No hablo de esfuerzo físico, aunque también. Gustar de la vejez como descanso y trabajo. No el trabajo productivo, claro. Fernando Garrido permaneció en la cumbre del Aconcagua 62 días. Gran trabajo. Probar las propias fuerzas. Vivir una inmensa intimidad contigo mismo. Y de tanto en tanto hablar con la montaña, escribirle cartas conciliadoras. 


Las montañas aparecen crudas, desnudas, un reto sus espolones. Bajo ellas el verde de los prados. Allá abajo un gran rebaño de ovejas. El pastor sentado sobre una roca contempla nada especial, mira sin ver. Le doy los buenos días. Mi jornada de hoy tiene forma de una gran W. Baja hasta el fondo del valle, sube hasta un alto collado y da cuenta allí de las últimas migajas de comida que te quedan. Recuerdas que apenas desayunaste hoy, quedaba apenas nada en la bolsa. Y tras el punto medio de la W, inicia otro gran descenso, nuevas montañas por todos los lados, un lago a mis pies. Estás en Austria. Los austriacos no se prodigan como los italianos dando los buenos días. 


¿A quién me debo? Pienso en mi recorrido del 2003, ahora este mismo sendero. Sólo recuerdo pequeños detalles. Fue aquella travesía una gran y magnífica experiencia. Creo que mucho me debo a todos los caminos que he recorrido en mi vida. Se me ha perdido en la niebla de la memoria mucho de aquello, pero aquello es y fue mi vida. Mi vida se sostiene en gran parte sobre esos caminos, caminos, quién lo diría, la mayoría de ellos tras la jubilación. 

Más adelante, ya subiendo el último palote de la W, recordaría las circunstancias de aquel año, un día que cayó una tormenta fenomenal y que me refugié en el Voloaiyerseehütte, un refugio austriaco junto al lago Volaia. El refugio por dentro parecía un hotel de muchas estrellas. 

¿Cómo recuperar tanta vida, vida plena, que uno ha ido dejando tras de sí como Garbancito. Hago el esfuerzo, recupero detalles, un cementerio de soldados alemanes e italianos en lo más recóndito de un bosque. 

Me debo a los senderos que he caminado una gran parte de mi vida. 


Me costó mucho alcanzar la cima del último palito de la W. Estaba prácticamente en ayunas, eran pasadas las cuatro de la tarde y llevaba ocho horas caminando. Necesitaba llegar ya mismo al refugio italiano que estaba al otro lado del lago tras el collado. Bajando del collado me asaltó una duda. Aquello estaba muy solitario. Más abajo comprobé que todas las contraventanas estaban cerradas. Solté un ¡mierda! Mientras accionaba inútilmente la manilla de la puerta de entrada del refugio. 

Para e investiga en el teléfono. El siguiente refugio, siempre ahora la duda de que esté abierto, el Talozzi, estaba a quinientos metros de desnivel más abajo, y si ése estaba cerrado tendría que subir después hasta los dos mil doscientos metros. Se me alivió el panorama cuando un rato después unos muchachos me confirmaron que el Talozzi estaba abierto. Resultó un refugio de final de carretera totalmente ocupado por domingueros y gente de montaña. Estábamos en fin de semana. La cena se servía a las siete, pero tuvieron la amabilidad de hacer una excepción. Necesitaba hidratarme a toda prisa. Confiado en que en el primer tercio del recorrido habría agua por todas partes descuidé llenar mi botella y llegué al refugio sediento. El refugio estaba a tope. Incluso había fiesta esta tarde con un conjunto de música incluido. No demoré mucho allí, tras la comida/cena salí disparado camino adelante a buscar un sitio para mi tienda. Me estaba esperando quince minutos más tarde en una curva del camino. 














Día 74. En el Sendero de las Malgas


Paso del Castello, frontera italoaustrica, 46,63524855°N, 12,72848368°E, 30 de agosto de 2025

A este paso me voy a convertir en experto en poner la tienda en mitad de la lluvia. Sí, no faltaba mucho para llegar al collado, allí ya había entrado la niebla, y se puso a llover. Más arriba se adivinaban montículo verdes que acaso pudieran servir para montar la tienda. Aceleré, acaso con la esperanza de que la lluvia no se convirtiera en diluvio. Cerca ya, muy curioso, vi una tienda en el mismo collado vapuleada por el viento con las cremalleras abiertas. Al poco aparecieron dos siluetas entre la niebla. No tuve tiempo de ver más. Arriba era claro que el viento iba a hacer difícil el montaje de la tienda. Eché una ojeada por los alrededores y elegí un lugar protegido del viento. Ninguna maravilla por la inclinación, pero serviría. Montar la tienda en un lugar accidentado bajo la lluvia ya me otorgaría seguro algún tipo de distinción si hubiera estado en los scouts. 

Después de tener todo instalado y yo dentro del saco el problema es el frío. Estoy a 2400 metros, no es mucho pero tengo que hacer equilibrios con los dedos de las manos porque fríos como están parecen palos. Bueno, pues estar aquí en este momento ha sido por una cuestión de estética. Llevo muy poca comida y había planeado desviarme y pasar por dos refugios para lo cual tenía que descender doscientos metros, subir otro tanto y luego… Vamos, que cuando llegué a la bifurcación vi el paso allí arriba a seiscientos metros de desnivel, un paso y un valle muy atractivo limitado a la derecha por una enorme montaña tripuda y a la izquierda por un sendero que describía zetas tras zetas y me entraron ganas de subir por allá. Tanto mirar y requetemirar en el mapa y después cuando llego allí ni siquiera me paro a considerar que apenas tengo comida o si mañana me quedará lejos o muy lejos el próximo punto de aprovisionamiento. En fin.

Pausa. Voy a ver si caliento mi manos en la estufa de entre las piernas por un rato. 

Lo qué resultó fue agradable sueño. Llevo dos días recorriendo un sendero llamado de las Malgas que con notables excepciones en que el éste alcanza un collado el resto es seguir la línea de la dorsal en el punto en que finaliza el bosque. Una gran parte de él transcurre por una pista forestal, lo que ha dado en general para un viaje tranquilo no exento a ratos de pequeñas dificultades para cruzar riachuelos que venían hinchadisimos con el agua de las lluvias de estos días. En uno de ellos tuve que sustituir las botas por las cangrejeras para vadearlo y en algún otro trepar monte arriba hasta encontrar un paso. Un rayo de sol ha encendido en este momento el interior de mi tienda. Echo una ojeada fuera. Han desaparecido las nubes, el cielo luce un azul de atardecer. 


Tan tranquilo caminar hoy tuvo como resultado un largo darle vueltas a un tema recurrente que te invita a considerar si tu conducta es la adecuada en un puñado de circunstancias. Era la versión adulta de aquel deseo infantil que nos invitaba a ser mejores, a ser buenos, como decíamos entonces. La piel dura, titula Truffaut una de sus películas, una que muestra hasta dónde, esos angelitos, pueden ser unos verdaderos cabroncetes. Si mi hija lee esto me excomulga, ella maestra para quien sus alumnos pequeños son siempre dulzura. Pues si los niños pueden tener la piel dura, no digamos los adultos que, metidos en nuestra mismidad miramos al mundo como si los únicos que hiciéramos lo correcto fuéramos nosotros. Los demás no, los demás necesitarían pasar por el confesionario constantemente. Pensaba en el hueso de roer que somos cada uno para nosotros mismos, aquello de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro. Pensaba lo que el amor propio puede incitarnos a hacer sin que nos demos cuenta. 


El paisaje era realmente hermoso al otro lado del valle, montañas infinitas por todos los lados lados desde que comencé la travesía. Parecía que tras las Dolomitas se hubieran acabado esos roquedos de aserradas aristas, pero quita, la fiesta continúa. Al fondo todavía la niebla formaba un claro mar a los pies de las montañas. El paisaje y la innecesaria atención al camino propiciaban ese deseo de vigilar constantemente aquellos aspectos de nuestra persona que están lejos de encajar en la paz que necesitamos cada uno para estar realmente a gusto dentro del cuerpo que habitamos. 

Ha anochecido, un avión cruza el espacio aéreo sobre estas montañas. Me sonrío pensando en eso de que hay que aprender constantemente a ser buena persona. 


Mañana entro en un terreno que he recorrido en dos ocasiones, es una dorsal de montañas, una especie de Cuerda Larga a lo bestia, que hace de frontera entre Austria e Italia. Se trata de la Vía Alpina Roja, que comencé en Trieste, y del itinerario que seguí en el 2003. Probablemente más adelante me descolgaré del Sendero Italia y seguiré el del 2003 hasta Grazaria donde de nuevo tomaría aquel. Evitaría así un gran rodeo del Sendero Italia que iba a comprometer esta travesía hasta entrado octubre. Lleva mucho tiempo el trajín de los mapas, los posibles itinerarios a seguir, el comprobar las posibilidades de abastecimiento. Además ahora ya en septiembre los posibles refugios, que cada vez son menos, empiezan a cerrar.