Reflexiones sobre el movimiento y el sinremedio

El contexto de las líneas que siguen es el silencio que se produce entre dos almas.

Uno se encuentra bajo el síndrome de la abstinencia y la distancia. Y se despierta, y se queda mirando los árboles y el cielo, da vueltas por la casa con la certeza de que el reencuentro no es posible. Abundan en la existencia los sinremedios y el dolor que ellos producen no lo quita nadie, tanto si te tuvieron que cortar un brazo como si perdiste un amor. Siempre la vida queda un poco vacía tras la pérdida.


Tener, estar ocupado por una pasión da tensión a la vida. Si no tienes esa pasión lo más fácil es que la vida languidezca. Para salir de la atonía y de tomar el sol en la plaza del pueblo necesitamos que algún tipo de pasión crezca en nosotros. El afán por crear algo, el hilo incipiente de un afecto, la vivencia de un amor; acaso —no necesitaríamos pero existe— la inquietud del poder, las solicitudes del dinero, el espejismo de la fama, o bien algo más productivo, un proyecto que nos incite a levantarnos cada día de madrugada para poner manos a la obra; o quizás un reto, recibir de la vida la gracia de un reto. El deseo nos empuja y cuando no hay rastros de pasión ni de deseo la vida pierde consistencia, nos disolvemos en la nada, nuestros músculos se aflojan, es bastante probable que se nos quiten las ganas de vivir. Parece que uno no pueda estar parado más que por cortos periodos de tiempo, sólo un breve periodo de descanso entre dos movimientos, si no se quiere correr el peligro de ser deglutido por la no grata sensación de vivir sentado encima de la nada. De nuestra existencia da razón única y exclusivamente el movimiento; esa parece ser la conclusión, y así lo expresa Ulrich, el hombre sin atributos (Robert Musil), cuando después de dos mil páginas, al borde del abismo de sus relaciones incestuosas con su hermana Aghate, llega a la conclusión de que todo lo que hacemos, aquello por lo que nos apasionamos sólo cumple el destino inexorable de mantener en movimiento nuestra vida.

Mala cosa encontrarse una mañana frente al día que comienza ayuno de combustible, carbón, leña, gasolina, calor, viento; entonces, cuando sólo cabe confiar en la sabiduría del cuerpo o en que la tarde que sigue sea lo suficientemente plácida como para servirnos de balsámico, será el momento de la reflexión. Para qué coño esto, sí. Tan acostumbrados como estamos a poner una razón, un objetivo a todo lo que hacemos, tan prácticos nosotros y ahora resulta que no sólo los pantalones no nos llegan a la cintura, sino que, además, nos hemos quedado con el culo al aire.

Aburridos en el silencio del páramo nos acordamos, entonces, ah, del calor permanente del deseo cumplido, del rescoldo de hogar, Marta (mi hija) cuando explicaba el otro día cómo es su sueño, cómo ovilla su cuerpo en los brazos del otro y no se mueve en toda la noche y se despierta en la misma posición enternecedora en que se durmió; y hacemos elucubraciones acaso sobre esto o lo otro. Y tratamos de averiguar de qué se alimentan nuestras pasiones, y encontramos que eso que llamamos amor tiene mucho del trabajo de la biología que no duda en poner en juego su legión de liliputienses, a un puñado de neurotransmisores, para cuidar de la progenie; o descubrimos lo mucho que las relaciones de pareja deben al miedo a la soledad. Es obvio, los ramalazos de puro darwinismo participan sin ningún rubor en el ágape de nuestras pasiones. La leyenda platónica del ser demediado que busca durante toda su vida a la otra mitad, más parece un deseo romántico que una explicación. El impulso sexual y todos sus concomitantes, claro, trabaja ciegamente por traer al mundo una nueva vida independientemente de nuestra voluntad. Nos sojuzga, nos embruja, nos hace perder la razón con tal de que sea cual sea nuestro comportamiento todo vaya dirigido a ese fin último que es la reproducción. Es más fácil entender esa tensión de enamoramiento como una engañosa reminiscencia afectiva que trata de disimular el imperativo que trabaja en nuestro cerebro por la perpetuación, que asignar rango de idilio a la relación. Las “locuras incomprensibles” y fuera de razón en este ámbito son tantas que no viene mal sentirse uno como agredido paciente de una codificación genética. Algo alivia pensar así cuando no se es capaz de soltar amarras y mandar todo al cuerno.

¿Quien dice que sólo los griegos se veían envueltos en las artimañas y los juegos de los dioses? ¿Quien puede negar aquella evidencia de Santa Teresa que decía sentir como si el diablo jugara a la pelota con su alma? Que las grandes pasiones sean una manera de mantenernos en movimiento da un sesgo de doloroso relativismo a nuestra existencia, pero si a ello añadimos la arbitrariedad con que nuestro organismo y nuestros sentimientos pueden ser “manipulados” por el ingrediente bioquímico, pues apaga y vámonos.

O a lo mejor es que realmente amamos y... El Señor nos coja confesaos.

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