Noche en Bailanderos. Una tarde-noche llena de encuentros

 


Bailanderos. Al fondo Peñalara


Cima de Bailanderos, 8 de abril de 2025

En esta ocasión no tuve que pensar mucho mi lugar de destino. Abrí la página del Cara de Libro y lo primero que me apareció fue un papá (Álvaro Nieto) y su nene correteando por la cumbre de la Najarra. La vieja añoranza de mis hijos compartiendo la pasión de su padre desde que pudieron andar, estaba ahí en ese criajo disfrutando la nieve de la Najarra. Así que para la Najarra me fui. La Najarra, esa proa del barco, la Cuerda Larga sería el buque completo, donde tantas veces he visto amanecer, es siempre un excelente destino.

Lo que no está tan bien es subir a las tres de la tarde con la peor nieve que cabe esperar, nieve aguachirri, que decía mi madre. Tampoco había inconveniente porque hoy, milagro, no me había olvidado nada en casa, así que poco más allá de la Morcuera calcé las raquetas de nieve y me hice a la idea de trajinar con una nieve pesada nada agradable por la que ya había pasado una riada de gente. Me aparté de las huellas y me sumergí en un ritmo monótono y efectivo sobre la nieve virgen de más allá. Nieve desde el mismo puerto, pero ya se veía que esa enorme nevada de días atrás estaba desapareciendo rápidamente. Los flancos de Pebañalara aparecían blancos en su totalidad, pero se veía que ya eran objeto del inevitable desmantelamiento que se producirá a no más tardar.




Hoy me esperaba un día un tanto especial. Antes de superar el repecho rocoso previo a la pala de nieve que termina en la cima, me pasa un vecino de Soto con un equipo un tanto rudimentario. Cruzamos unas pocas palabras y sigue adelante. Al poco rato le veo darse la vuelta. Lleva los pies totalmente empapados, a lo que suma un exceso de cansancio, me dice. Aprovecho para pedirle que me saque una fotografía camino de la cima y cuando he guardado la cámara nos encontramos de repente hablando del desierto de Mauritania. Mi compañero ha trabajado en las embajadas de un puñado de países subsaharianos y del golfo de Guinea y nos olvidamos de la nieve y la Najarra y de repente estamos navegando por el río Niger camino de Tombuctú que Victoria y yo habíamos visitado años atrás; recalamos en el desierto de Cinquetti, e incluso recorremos Centro África hasta encontrarnos con el mar y el desierto de Namibia. Y como él ha trabajado también en la embajada de Nigeria, y yo he recorrido África desde Sudáfrica hasta las puertas de Sudán, y su hijo, que vive en Ginebra quiere escalar este verano el monte Kenia y el Kilimanjaro, pues que nos liamos. Sólo faltó que allí, a pocos metros de la cima de la Najarra, alguien nos hubiera ofrecido unas cervezas y un cómodo asiento para seguir charlando hasta la puesta del sol. No hubo más remedio que despedirse.

Mientras hablábamos me había llamado la atención una figura que había aparecido por una canal a la izquierda camino de la cumbre. Nos encontramos en la misma cima. Él en la cumbre y yo por debajo de ella escuchándole. No me dio tiempo a llegar hasta arriba, porque ya separándonos unos cuantos metros, empezó a hablar de una manera tan emotiva que allí me quedé con el macuto puesto y los bastones en la mano temiendo que si me desembarazaba del macuto y subía a la cumbre, iba a cortar el hilo de su emocionado relato. Me decía que hacía unos instantes se había encontrado en una zona peligrosa muy inclinada y que en cierto instante, no llevaba piolet, esa situación le puso en relación con un momento importante en su vida en circunstancias parecidas, en que sintiéndose inseguro en una pendiente de hielo de cincuenta o sesenta grados, Roberto siempre va solo, había sentido a su lado a su amigo Charly como dándole fuerzas y disponiendo su ánimo para superar aquel canalón de hielo. La presencia de su amigo estaba tan presente en él, tan cerca… vi como se le saltaban las lágrimas. Fue después que lo comprendí. El amigo que había estado a su lado protegiéndole en su soledad, Charly, era su amigo Carlos Suárez fallecido unos días atrás. Lloraba.

Hablamos tanto y de tantas cosas, su madre muy mayor con quien acababa de hablar por teléfono, su padre, esa filosofía de la vida que llevamos dentro desde que descubrimos la montaña. Roberto siempre va solo, tiene el aspecto de uno de esos indígenas de Norteamérica que hemos visto tantas veces en las películas del Oeste; lo ojos brillantes, la mirada firme e inquisitiva. Hacía fresco, pero él permanecía con una ligera camiseta y los brazos desnudos; su aspecto fuerte, la melena al aire, su estar ahí en medio de sus montañas de ese modo eran un canto a la virilidad. Era un hermoso espectáculo mirarle mientras hablaba. Hacía rato que habíamos hecho una pausa y yo habían subido hasta el cilindro geodésico y me había sentado frente a él. Él a la derecha y Peñalara a su izquierda componía un cuadro armónico. Quise hacerle un retrato. Accedió. También yo quise uno para mí. Antes de despedirnos nos dimos un fuerte abrazo como sólo los amigos de toda la vida se los dan. Cargó con su mochila y desapareció tras los bloques de granito de la cumbre. Más abajo le vi ponerse las raquetas de nieve y bajar briosamente camino de La Morcuera.

Me quedé solo con Manuel, que había llegado a la cumbre un momento antes y había mantenido una discreta distancia mientras Roberto y yo hablábamos. Estaba admirado por el tono de nuestra conversación, me dijo cuando estuvimos solos. Fue el primer momento que tuve para admirar lo que teníamos a nuestro alrededor. La Pedriza desde la Najarra, más hoy con la nieve, tiene el aspecto de una atrevida estribación de altas montañas. La cima de la Najarra, que probablemente nuestros ancestros de alguna época glaciar anterior, utilizaron como campo de fútbol, es un lugar excelente para vivaquear, pero, pensé, ¿porque no aprovechar esta excepcionalidad blanca para recorrer una parte de esta dorsal antidiluviana que es la Cuerda Larga?

Total, tras las fotografías correspondientes, me despedí de Manuel, me calcé las raquetas y eché a andar camino de Bailanderos. Vería si podría llegar antes de la hora de los milagros a su cima. De Bailanderos para allá el manto de nieve lo cubría todo con la elegancia que dejan sobre las laderas las grandes nevadas. Viendo aquello ya empecé a pensar que sería buena idea subir al día siguiente hasta Asómate de Hoyos y bajar después hacia las Torres y desde allí hasta Canto Cochino, una ruta que había proyectado hacía tiempo con Julio Gosan y que habíamos ido posponiendo. Entonces habíamos pensado dejar un coche en Canto Cochino y otro en Morcuera. En esta ocasión sólo hay un coche, el mío, y está en Moncuera. Ya pensaré qué se me ocurre mañana para regresar desde Canto Cochino.

Hoy va larga mi escritura. Si alguien desea socializar, nada más tiene que venirse al monte solo, que si hay suerte como la hubo hoy, el día se llena de encuentros y amigos. Con los que van hasta ahora podría haber cubierto unas cuantas tertulias, pero todavía quedaba una sorpresa, la guinda sobre el pastel de la tarde.

No las tenía todas conmigo. Cualquier parte de la cuerda que eligiera para dormir me ocultaría la salida del sol, que seguro se alzaría tras la Najarra, así que resistí la tentación de vivaquear en algunos claros antes de llegar a Bailanderos. Allí seguro que podría asistir tanto al espectáculo del atardecer como de lo juegos de luces del alba. Tendría que llegar hasta arriba del todo. La nieve estaba realmente pesada y pensé que mucho me tendría que apresurar si quería llegar a tiempo. De hecho, en la última rampa la lengua me llegaba al suelo. Me tomé las pulsaciones. Andaban por 155. Vamos, que según el cardiólogo estaba excediéndome en casi treinta pulsaciones, nada saludable para un cuerpo de 76 años camino de los 77. Coño, pero es que el sol ya había vestido de caramelo las laderas que iba dejando atrás. Pero sí, llegué. Al otro lado de la cumbre lucía sin embargo un inmerecido sol de despedida. No obstante hice lo que  pude. Monté el trípode y algo salió.

Luego encontré un sitio muy chulo entre unas rocas y allí me aposenté. Abajo, sobre el valle, el Principito farolero había cumplido su cometido y la luz desperdigada de las farolas salpicaban el llano. Cuando me puse a derretir nieve las luces de la llanura de Madrid brillaban como siempre me parecen a mí que brillan, es decir, como lucecitas de barcos pesqueros que faenan en el mar nocturno de allá bajo mis pies. Cuando vivaqueo en las cimas de Gredos, me sucede lo mismo, sólo que allí el mar a mis pies es más profundo, más negro.

Hoy no sé si voy a acabar con la paciencia de los que suelen leerme, pero es que el día se llenó de tantas bondades inesperadas… Así que estaba yo preparándome un poto de caldo de verduras en la negrura de la noche, cuando por encima del ruido del infiernillo y de mi sordera, me pareció oír algo. Ni caso, a lo mejor era un oso que al olor de mi sopa se había acercado. El dato es que como no le hice caso al oso, éste resoplo más fuerte dando las buenas noches. ¡Hostia!, me dije, lo mismo es un oso que quiere charlar conmigo. Así que me di la vuelta y resultó que no era un oso, que ahora el vecino que tenía ante mí no era de Soto del Real, sino de Bustarvejo. Se trataba de Moisés Moilibelula que, aprovechando la media luna crecida, se estaba dando una vuelta por estos parajes. Nos presentamos. Moisés, que había dado las buenas noches y al no tener respuesta pudo pensar que se había tropezado con un montañero borde y maleducado, casi se disponía a seguir su camino cuando yo caí del guindo. Creo que es la primera vez que tengo una visita nocturna en estas circunstancias. No puedo decir qué aspecto tenía Moisés porque en la penumbra sólo atisbaba parte de su rostro. Pero, coño, que agradable encuentro. Mi poto de caldo estaba precisamente a punto para dar cuenta de él. Parecía como si hubiera estado esperando la llegada de Moisés. Moisés, se quitó los esquís, yo me incorporé, él se sentó enfrente y ya estábamos ahí de charla, no como la cosa más normal del mundo, sino como la cosa más agradable de la noche. El universo sobre nosotros; la Osa Mayor, la Luna y Orion allá arriba como invitados de piedra sorprendidos de este encuentro casual; la oscuridad, la soledad de la sierra a nuestro alrededor; un escenario perfecto para charlar durante un buen rato en los altos guarrameños. Supuse que tendríamos amigos comunes. Le mencioné a Moisés Castaño, pero no, eso pertenecía acaso a un tiempo en que él era niño; sí conocía a Vinches o a Carlos. Yo le llevaba 20 años, así que quedaban por medio dos generaciones, pero era lo mismo, en la cosa del monte poco cuenta la diferencia generacional. Charlamos un rato, nos terminamos el caldo y Moisés, que venía caliente y ligero de ropa con la caminata, se estaba quedando frío. Tuvimos que despedirnos. Hoy era el segundo abrazo de esos que das cuando etcetera… Se volvió a poner los esquís, nos dijimos un efusivo adiós y desapareció en la oscuridad.

Mas de la una de la madrugada y yo mañana queriendo ver amanecer. Veremos.

***

El Chorrillo, 9 de abril de 2025

Amaneció pichí pichá. Esto de los amaneceres es una auténtica lotería. Hoy no hubo suerte. Tendría que haber madrugado para pillar la nieve dura, pero no fui capaz. Fue agradable, no obstante, desayunar al sol mientras éste se abría paso entre las nubes del horizonte. Hoy tendría por delante un día realmente fatigoso. Me calcé los crampones y funcionaron bien, pero frecuentemente la nieve cedía. Desde Asómate de Hoyos, Peña Lindera, alzada solitaria sobre el llano nevado, ofrecía un bello espectáculo junto a las Torres un poco más a la derecha. Llegué cansadísimo al collado de Prado Pollo. Allí me quité los crampones, me hidraté, tomé un piscolabis y me sumergí en el valle frente a la Bota. Ese siempre magnífico recorrido que tantas veces repetí a lo largo de los años. Me decía Francisco Lorenzo en un comentario a mi reciente post, aquel de Ellas y nosotros, que “Un capitulo mas, de peleas entre perros y gatos, que pesadez ¡¡¡”. Le contestaba yo que es que la vida es perpetua repetición desde que nos levantamos, pasamos por el baño y así sucesivamente hasta la noche. El perfume de lo femenino volverá, volverá... como tantos otros temas. Lo mismo con este recorrido pedricero, uno de los más bellos de nuestra sierra; lo repetiremos una y otra vez siempre sorprendidos de su belleza y complejidad; llama a esa belleza y complejidad mundo femenino y tendremos un paralelismo coherente.

En Canto Cochino estaba tan cansado que no dudé en sentarme en la carretera a esperar a que alguien me llevara en auto-stop hasta un lugar donde hubiera cobertura y pudiera localizar un taxi que me llevara de nuevo al puerto de la Morcuera. Un hombre joven paró y me dejó en una terraza de Manzanares. Así que comí y mientras daba cuenta de una torrija y un café con leche, localicé un uber que cerrara el círculo de mi recorrido. Cansado pero contento.


 

 

 

 

 

 


Noche en Peña Águila

La Peñota desde Peña Águila

 

Cima de Peña Águila, 27 de marzo de 2023

Desde casa apenas se veía la sierra. La bruma dejaba adivinar algo; muy poco. Así que pensé que ya decidiría el destino por el camino. Metí las raquetas de nieve y los crampones pero olvidé la tienda y una ligera funda de vivac que llevo siempre para casos de emergencia. A la altura de Villalba ya podía comprobar que una enorme boina de nubes cubría la parte central de la sierra. No tenía más remedio que elegir un lugar que en caso necesario me pudiera ofrecer alguna protección. ¿El pequeño refugio de Peña Citores, el del Cerro de la Camorca, Cabeza Lijar, Peña Valiente, acaso el refugio de la Salamanca o el de la Najarra? Me decidí por la Salamanca, pero cuando fui a salir de la autovía me encontré con que el acceso al Alto de los Leones estaba cortado. Y ya en San Rafael, tan tarde se me había hecho y la tanta nieve que cubría el bosque, me hizo volverme atrás. Me di la vuelta, volví a cruzar el túnel y pese a la boina que cubría La Peñota y Peña Águila, decidí subir a esta última desde Los Molinos, la zona más despejada. Por Maliciosa parecía como si algún monstruo en forma de raya marina estuviera dispuesto a tragarse a ella y a toda la Cuerda Larga.

No las tenía todas conmigo. Después de tres meses de inactividad, un poco sí me atemorizaba esta salida. El frío, la nieve, la soledad, esas cosas, pero no duró mucho ese temor. Miré de reojo las raquetas y los crampones y me dije, demasiado peso, otra vez será. Al fin y al cabo la ladera sur de la Peñota estaba despejada de nieve. Al poco de andar ya casi me sentía como otras veces. Los carboneros garrapinos andaban por ahí como siempre alegrando el bosque con su canto.

Notaba el peso del macuto, pero logré llegar hasta la cima de Peña Águila de un tirón, pese a que en algunos lugares la nieve cedía y me hundía hasta los mismísimos. Había subido envuelto en la niebla pero ya casi arriba despejó y ésta quedó abajo como un encrespado mar de grises claros. Por poniente el sol hizo un atisbo de abrirse entre ella pero el intento fue vano. Sólo me dio tiempo a tomar unas pocas fotografías y nada más. Se me estaba haciendo de noche y no había viento, así que no busqué mucho. Confíe en que ni el viento ni la nieve o la lluvia vinieran a molestarme. Como también me había dejado la pala de nieve en el coche tuve que patear lo mejor que pude la nieve para hacer un pequeño nicho en el que instalar mi colchoneta y el saco de dormir.

He olvidado en casa también la linterna, así que me ha tocado comer a ciegas. Hoy recordaba cierta noche con Emiliano de Diego en La Barranca, una de nuestras primeras salidas. Aquel día nos habíamos protegido del mal tiempo entre las ruinas del hospital, una noche terriblemente oscura en que ambos también habíamos olvidado las linternas. Creo que nunca he experimentado una oscuridad tan absoluta. Fue realmente complicado instalar nuestro vivac y cenar. Por más oscuro que esté, siempre al cabo del rato puedes percibir la forma de los objetos. Allí era como estar ciegos. Hoy hacia frío y no tenía ganas de andar trajinando con la cena, así que introduje la bolsa en el saco y a tientas fui metiéndome en la boca lo que pillaba.

Se lo decía a alguien hace un momento, estoy como niño que estrena zapatos nuevos. Y lo bien que me va a venir despegarme un poco de las noticias que estos últimos días me tienen un tanto absorbido. Un amigo me advertía precisamente hoy de que me estaba tomando las cosas del gobierno y la UE con demasiado calor, pero es que es tan difícil cuando uno siente tan fuerte dentro de sí que le están intentando engañar, que nos tratan a los europeos como imbéciles preparándonos por todos los medios, ahora esa provisión de 72 horas por si acaso, qué casualidad en el mismo paquete que el desarme; ese temor global que un analista político ayer simplificaba diciendo que el enemigo para los pueblos de Europa ahora no es Rusia, que el enemigo son los dirigentes de la UE. Hay quien percibe estos asuntos globales en que estamos como quien ve llover. A mí me parecen de tal trascendencia que aunque no quiera me sale la indignación a borbotones de dentro; me sucedía ayer con el asunto del rearme.

De momento la niebla ha desaparecido, la Osa Mayor preside el cenit. Sin embargo, un gran nubarrón avanza pesado desde las cimas de Siete Picos al ritmo de la Cabalgata de las Walquirias en la versión de Coppola en Apocalypse Now, donde la música acompaña dramáticamente la escena del ataque de helicópteros.

Desde hace mucho tiempo el sueño se me ha hecho muy frágil, incluso renuente. Pienso que quizás tiene que ver con la melatonina, que acaso inhibe el par de horas que paso frente a la pantalla del teléfono. Paso mucho tiempo despierto. El viento, no muy fuerte, vapulea mi saco de dormir. Por su boca entra un pequeño chorro de aire. Pero se está bien; respiro con gusto estas raciones de soledad que me proporciona estar durmiendo entre la nieve. Ahora deben de ser las tres o las cuatro de la mañana. Espero la hora del alba, siempre esa posibilidad de que el cielo se vista de oro y grana. Echo una ojeada fuera. Ahora está despejado pero la contaminación lumínica resta profundidad al firmamento; esa espléndida oscuridad del cielo de Gredos está ausente en Guadarrama.



Pensaba hace un rato en la invitación que me hizo días atras José Luis Ibarzábal para participar en la Travesía de los Tres Circos, en Gredos. ¡Quién pudiera volver a aquellos tiempos precisamente en este momento en que el Circo ha vuelto a las condiciones de nieve de antaño! ¡Gredos y sus altas rutas de tan grata memoria! No volví a calzar los esquís después de principios de los años setenta y siempre usando esquís de travesía y con una técnica más bien primitiva. Son ese tipo de cosas que tampoco están ya a mi alcance. Doña Añoranza me visita todavía en ocasiones. La misma que adivino en algunos compañeros que suben constantemente fotografías de época. Santiago Pino de su ascensión a la Oeste del Naranjo; Luís Alberto recientemente imágenes digitalizadas de diapositivas de las antiguas Altas Rutas; Laureano, de viejas escapadas en Pirineos o Alpes… tantos. El testimonio de viejas pasiones que todavía hoy resucitamos con la tozuda disposición de quien no querría abandonar las montañas ni siquiera en las puertas de la despedida definitiva. Todavía recuerdo a Julio Armesto contando con ilusión el tiempo que vendría después de su enfermedad en que con seguridad volvería a escalar. Fue precisamente vivaqueando en una de estas cumbres que me enteré de su fallecimiento. Recuerdo haberle escrito entonces una cariñosa carta de despedida desde mi vivac. La Parca se llevó al otro mundo esa aspiración suya. Descansa en paz, Julio.

En cosas así pienso en estas noches de sueños interrumpidos. Otras veces me da por hablar con la montaña, un diálogo silencioso como el de dos amigos que caminan juntos y en cuyo caminar sobran las palabras. Volver a la montaña es volver a ti mismo en lo que eres y en lo que fuiste, esos pedazos de vida que a veces se nos extravían en la memoria y que conviene rescatar en lo posible. Días atrás, por ejemplo, que salió hablando con un amigo por guasap cierta ocasión en que él había hecho la Integral de Gredos, una persona a la que no logro rescatar en mi memoria. Cuando comentando aquello, aumentamos la resolución del zoom, él nombró a Moisés Castaño y a Luis Bernardo Durán y a “otro” más cuyo nombre no recordaba, y además citaba el último vivac de la Integral al pie de los Hermanitos, terminé comprendiendo que aquel “otro” era yo mismo. Probablemente él formaba cordada con Luis Bernardo, mientras yo lo hacía con Moisés Castaño. Es posible que hayamos compartido la misma cuerda y sin embargo, ahí nos encontrábamos mandándonos guasaps como dos desconocidos que casualmente coinciden en un grupo. Así se comporta de vez en cuando la memoria. Las noches en vela traen regalos de este tipo. Los males del mundo que vivimos en este momento desaparecen y de repente te encuentras con pequeños rincones del pasado que salen poco a poco de los resquicios del insomnio.

Y entre unas cosas y otra en el cielo han empezado a aparecer las primeras débiles luces del alba. Las nubes cabalgan sobre la Maliciosa y amagan con engullirme y cubrir de nuevo la cima de Peña Águila. Las brasas del horizonte se encienden ahora a la derecha de la Maliciosa y las masas de nubes se hunden en el valle de La Dehesilla tras atravesar el puerto de la Fuenfría.

Mi saco está cubierto de una gruesa capa de escarcha. Las nubes trotan a mis pies mientras el alba intenta brotar como una flor sobre las faldas de la Maliciosa. Visto el espectáculo vuelvo a quedar profundamente dormido hasta que el sol viene a pegarme de lleno en el rostro. Hora de desayunar, recoger y a paso tranquilo, como quien quiere disfrutar a fondo de la mañana, descender la montaña camino de casa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Por el Sur



Alicante, 10 de enero de 2025

Nervios. Muchos. El mar a nuestros pies, azul, el mar, la mar, el mar de Julio Villar que con los ojos cerrados visualicé siempre como una promesa imposible, el mar a cuyas orillas he caminado durante tantos meses, cabo San Vicente, Finisterre, cap de Creus, el Mediterráneo de Serrat y del horror de sus náufragos de nuestros días, el mar en cuyas playas y acantilados pernocté arrobado por el sonajero de sus olas, por la bestia despierta de sus olas allá en el norte. El Mar, mon amour; la montaña, mon amour, cuyos pies venían hoy a besar el vaivén tranquilo de las aguas mientras mi cuerpo colgaba como una araña suspendido por una cuerda color sangre. Benditos amigos que me invitaron a esta fiesta de mar y roca donde dos amores tan profundamente enquistados en mí  confluyeron. Gracias. Gracias, amigos, Bruno, Jose, Toti.

El amor. ¿Cómo era aquello? ¿Recordáis aquel dicho árabe sobre el té: "El primer vaso de té es tan dulce como el amor, el segundo tan fuerte como la vida, y el tercero tan amargo como la muerte". No es té lo que compartíamos hoy allá en los acantilados de Toix sobre la Magica Mystery Tour, pero sí contenía el momento el dulce sabor del amor y se enmarañaba entre el pecho y las yemas de los dedos el fuerte sabor de la vida. Nosotros no llegamos a apurar el té, que dejamos para otro momento; sin embargo yo sí probé la incertidumbre de la rata, esa de la que hablaba Kurtyka en El maharajá chino, esa inquietud que te recorre por dentro cuando sueñas con escalar una pared pero…

El caso es que ya venía soñando despierto desde hace tiempo con eso de abrir las piernas en una pared y encontrarme entre ellas un espectacular vacío al fondo del cual mi otro amor, intensamente azul producía en mí una especie de catarsis que en algún momento debía haber liberado en forma de un grito profundo si no hubiera sido por el rubor tonto que me produce mi siempre latente timidez. Habituado como estoy a las emociones solitarias que la relación con la montaña me produce, tormentas, grandes esfuerzos, íntima relación con los elementos, con el firmamento, sentía que escalando, no con la suficiente confianza, con la certeza de que mi cuerpo no estaba del todo a la altura de las circunstancia, debía concentrarme tanto en lo que estaba haciendo que apenas dejaba espacio a esa emoción lindera con la exaltación; valga decir, atisbaba el placer, lo presentía acercarse, lo sentía en el fondo de mi alma, pero… mi cuerpo y mi mente estaban demasiado centrados en no resbalar, en mantener una cierta elegancia, en apurar un momento de equilibrio para alcanzar una presa suficiente en la que confiar. Estoy habituado a sorber mi relación con la montaña, con la nocturnidad de las cumbres, de parecida manera a quien se bebe una jarra de espumosa cerveza tras una agotadora marcha por el desierto. Me faltó un poquito para conseguirlo. ¡Qué placer debe de ser escalar con la confianza de un Papila, de uno de esos maravillosos seres capaces de escalar con lo puesto! Sentir el vacío amigo como íntimo compañero de aventuras, la confianza en tí como un regalo de los dioses…

Qué gente tan particular ésta que frecuenta estas paredes con parecida cotidianidad y facilidad con la que yo camino por los bosques. Qué envidia, qué sana envidia. Envidiaba hoy a José Manuel emulando con buena voz a los Beatles mientras se chupaba algún largo de 5+ y mientras el mar se agitaba calmo a nuestros pies; envidiaba a Toti con esa facilidad suya para deslizarse por la atractiva verticalidad de una roca  levemente lavada por el paso de otras cordadas; envidiaba la seguridad y el apacible escalar de Bruno.

Ojo a ese bloque con una cruz, me avisó Jose. Me costó localizarlo, un bloque inestable sobresaliente ideal para superar un paso que a mí me parecía complicado. No tocar aquel bloque me costó un resbalón. Me admiré de que aquello no me pusiera más nervioso. Estaba muy cansado, mis gatos resbalaban más de lo que yo hubiera querido, las presas me parecían mínimas. Ojo, avisé a José. Tan ojo, que me quedé colgando. O no fue aquí, que fue más abajo. Los sucesos se mezclan en mi memoria. El largo anterior había sido una preciosidad, expuesto, seguro, muy aéreo e incluso había desenfundado la cámara para dejar constancia del momento. Pero aquí ya me faltaron fuerzas. Había tirado mucho de brazos, mis bracitos, comparados con los superbrazos de mis compañeros, y mi corazón hacia popopó a una velocidad desacostumbrada. No, en puntos así no había manera para recrearse disfrutando del maravilloso entorno en que nos movíamos.

La cosa no me da para más. Mañana desayuno a las siete de la mañana para una nueva incursión en este magnífico entorno alicantino. Así que cierro y corto. Buenas noches.










 

Nochevieja en Peñalara

 



Cumbre de Peñalara, 1 de enero de 1984

Dormí cinco horas. Cuando me desperté ya había cambiado de año. Desde hace mucho tiempo no hay nadie más ajeno que yo a las efemérides que rondan el tránsito de los años, un paso del tiempo que al decir de Einstein acaso ni siquiera existe. Somos, vivimos, cogemos una curda, nos malcasamos, o si tenemos suerte nos biencasamos, tenemos hijos y viajamos, pero aún así todo eso, según cierta ley de la relatividad, quizás acaso todo ello suceda en un instante. Una interesante paradoja que no he logrado entender pero que a veces recuerdo como una posible opción, y ello pese a la memoria que tiene la dichosa manía de querer ubicar todo en ciertos compartimentos llamados meses, años o días. Si el tiempo era para cierto escritor norteamericano el río en el que él pescaba, yo preferiría que el tiempo fuera un espacio en donde cerrar los ojos y tener todo a mano.

Recuerdo que en mi última noche de dormir en Pedriza, en ese maravilloso espacio que Julio Gosan ha bautizado como el Kubil, en un punto en el que tardaba en dormirme, me dio por recorrer mis vivacs en las cumbres de todo el Sistema Central durante los cuatro últimos años (imposible no echar mano a esa herramienta que llamamos tiempo). Empecé recordando los más extremos, el Calvitero y el Canchal de la Ceja, seguí por la Azagaya y la Covacha y así fui recordando noche tras noche pasando por el Meapoco, el Almanzor, la Mira y todos los Picos de la Sierra del Valle. Cuando aquello se me acabó salté a la Almenara y continúe por Guadarrama. Fue un paseo fantástico el recordar mis noches, invierno, primavera u otoño, en todas aquellas cimas hasta alcanzar la Sierra del Rincón, el Pico del Lobo y el Ocejón. Quizás esa noche me acerqué a esa intuición de no existencia del tiempo porque era como estar viviendo todas esas noches bajo las estrellas en el mismo instante. La sensación de estar viviendo una magnífica experiencia en donde no cabía la continuidad, todo era simultáneo, siempre estaba ahí el atardecer brillante o sin chicha ni limoná y las constelaciones y los planetas y las largas noches de íntima relación con las cumbres y el firmamento. Una situación así se acerca creo yo a una idea del tiempo estancado e inmóvil en donde todo sucede en un instante. Ni qué decir tiene que me dormí como con una gran sensación de bienestar.


Otro asunto relacionado con el tiempo es ese entusiasmo que la gente pone en estas horas de tránsito como hoy. A veces sospecho que esto de la Navidad, Nochevieja, Carnaval y tantas otras celebraciones no son otra cosa que el esfuerzo por salir del envaramiento y la rutina de los días. El cuerpo hace todo lo posible para entre rutina y rutina establecer hitos que amenicen lo que podría ser el tránsito por una autovía a lo largo de miles y miles de kilómetros. Y la sociedad lo hace muy bien. Incluso para aquellos que odian la Navidad ésta al fin de cuentas, con su turrón, sus luces, sus fiestas, sus regalos, son como otras, el Carnaval, por ejemplo, el conveniente cambio de ritmo, lo otro que nos saca de la rutina. Vamos, como en la música, esa inesperada irrupción de un clarinete, el cambio de melodía, el zambombazo final de una sinfonía, esto de fin de año, el folclore de las uvas y el champán para celebrar qué. Para celebrar nada, que seguimos vivos y que nos gusta montón continuar estándolo, vivitos y coleando. De ahí está irrupción a saco en el Año Nuevo.

Espabilado como estoy, tanto o más como todos los vecinos que allí abajo a mis pies en  el llano segoviano en este instante lanzan fuegos artificiales y deseándose lo mejor unos a otros para el año que comienza, no sé yo si debería escribir mi crónica habitual o por el contrario dedicarme a repasar el año que dejamos atrás y como correlato hacer una pequeña lista de buenas intenciones para el año que entra, que siempre viene bien. No sé. Mientras lo pienso doy el parte: temperatura ambiente – 5° C, sensación térmica – 9°C, viento moderado de aproximadamente 20 Kms/h. Cielo despejado. Dentro del saco la temperatura es confortable.  Así que todo en orden.

Recuerdo que cuando era niño, y en ocasiones no tan niño, y acaso bajo la influencia de los ocho años de escolarización en los Salesianos, Año Nuevo era el ejemplo de reflexión para considerar cuánto uno había sido un tipo un tanto repulsivo, amable, cabroncete, buena persona. Buena, esas cosas que para algunos son monsergas de curas y para otros un modo de llamarnos la atención a nosotros mismos. Recuerdo que cuando estudiaba inglés, el método por estas fechas inauguraba un capítulo titulado New year resolutions. El método se estructuraba en torno a una historia protagonizada por un joven despistado y torpón llamado Arthur. Arthur en aquellas circunstancias se hacía montones de propósitos que luego por supuesto no cumplía. A mí mis propósito de adolescente sí me valieron. Me ayudaban a mantener un poco el control de un espíritu apasionado y tímido que había de reconducir constantemente. Aún practico aquello de tanto en tanto. Suena a cosa de niños, pero funciona eso de intentar ser buena persona; ser buenos, decíamos entonces, es una cosa que deberíamos intentar practicar todos.

Mi termómetro marca 5 bajo cero, pero apenas se puede ver, la escarcha cubre la pantalla. Mi saco está también escarchado como un árbol de Navidad, pero dentro no se nota. Asomo la cabeza por el ventanillo del saco de dormir y la constelación más aparente es la sartén de la Osa Mayor. Hace viento pero el pequeño corralillo que he encontrado a cincuenta metros de la cumbre, me protege bastante bien. Son cerca de las dos de la mañana y dudo entre intentar dormir o leer un rato a Steinbeck y a su perro Charley que esta noche han acampado en un bosque de secuoyas. Jamás he logrado aprender la situación de los estados de Estados Unidos, pero en esta ocasión algo me va quedando desde que salieron de Nueva York, primero hacia el norte, Maine y Vermont, después rumbo oeste por Michigan, Wiscosin y otros hasta uno de los parques nacionales de la costa oeste donde Steinbeck tuvo que darse vuelta porque los osos ponían frenético a su perro Charley.

En fin, como le decía hace un momento al amigo Paco, es un bonito lugar éste para echar un sueño en el frescor de la noche, y acaso para echar un vistazo al pasado y sentir el corazón caliente. Creo que sí, voy a leer un rato.

Feliz Año nuevo a todos. Buenas noches.

 


Nota: Quizás alguno hayáis reparado en la fecha del post, 1 de enero de 1984. Se trata de una llamada de atención para los quisquillosos de las prohibiciones. Seguiré utilizando esa año de publicación para todos mis post que escriba en lugares donde llegan las prohibiciones. Hoy tuve una instructiva charla con el forestal encargado del parque. Cuando pasé por su garito quiso interesarse por dónde había dormido. Le contesté que siendo forestal no tenía más remedio que mentirle. Charlamos durante casi un cuarto de hora. Charla amigable sobre asuntos que no voy a mencionar aquí porque ya lo hice en el pasado en exceso, el tema de las prohibiciones de vivaquear y demás. Incluso aceptó, sin mucha alteración en el rostro, que le dijera que en la comunidad de montañeros en general los responsables del Parque son considerados paletos y vándalos. Después sostuvo la tesis de que los vivacs son cultura a proteger, algo que se da de bruces con la realidad en casos aislados, pero que al menos demuestra cierto grado de comprensión. El dilema masificación y respeto de las minorías, era claramente un asunto sin resolver. Nos despedimos amigablemente.


 

Pedriza II: En el sendero Paraíso

 



Pedriza. Chozo Alfredo, 23 de diciembre de 2024

Desde que he entrado en la edad provecta, que dicen los ilustrados, tengo un problema de memoria que a punto está en ocasiones de dejarme turuleta. Me meto en el saco y mientras lo hago, dada la experiencia que tengo, voy repasando si está en su sitio todo lo que necesito por la noche, el agua, el pipiómetro, los guantes a mano, el teléfono… ¡coño, ya he perdido las gafas!, que seguro en la oscuridad terminaré aplastándolas. Deshago el invento que me he fabricado con varillas de aluminio para escribir y no se me caiga el saco encima, palmo por todos los lados, enciendo la linterna, miro por los alrededores. La jodimos, y lo peor, pienso, es que hoy es imposible que se la haya podido llevar un zorro como hizo el otro día con mi bolsa de agua. No lo entiendo. Salgo fuera del saco, miro por aquí y por allí y nada, nada… nada hasta que se me enciende una lucecita… me echo la mano a los ojos y date, allí están las gafas, allí habían estado todo el rato: las llevaba puestas. La reoca.

Alucino con el invento que he hecho. Se lo contaba esta mañana a Pedro Mateo en el Sputnik. Uno de los momentos más gratos que vivo, si no el mejor, a lo largo de la semana es este rato que paso en los vivacs dentro del saco antes de dormirme, especialmente en los inviernos en que las noches son tan largas. La soledad, el silencio, fuera el frío, dentro del saco el confort. Y entonces, tras la cena y contemplar durante un rato las estrellas, dedicarme a escribir o a oír música o jugar al ajedrez o ver una película rodeado de la magnífica noche, del firmamento, del bosque susurrante, del canto del cárabo. Pero siempre luchando para que el interior del saco no se me caiga encima, soportando una posición incomodísima de los brazos… Así hasta hoy. Creo que lo voy a patentar. Le conté el problema a Miguel, de Plumas las Cruces, y algo me ensanchó el saco en la parte del pecho, pero nada. Ahora sí. Creo que voy a patentar el sistema y se lo voy a vender a Miguel. Sacos especiales para raritos que gustan pasar largas horas de invierno en mitad del frío de una cumbre, pero con la comodidad y el confort de su propia habitación.

Hoy tocaba, como dice el amigo Álvaro, localizar en las anfractuosidades de los alrededores de la Aguja del Sultán, la cabaña Alfredo. Ni soñando habría dado con ella si alguna hada madrina, hado en realidad, no me hubiera proporcionado la ubicación. Imposible de los imposibles. Todos sabemos de sobra las maravillas que encierra la Pedriza, pero ni nosotros mismos aún sabiéndolo somos capaces de conocer hasta dónde pueden llegar esas maravillas, rincones rodeados de enormes bloques como de cuento, riachuelos cantarines, bosques hermosos e impenetrables, túneles rocosos, espacios de esos de… y ahora por dónde cojones salgo de aquí, por dónde paso, repechos de roca inesperados por donde asoman sus cabezotas a esta hora color ámbar los ciclópeos señores de este reino. 

Mi hado, que ya ha venido por aquí más de una vez, en la última ocasión exploró la posibilidad de evitar un gran rodeo por más allá del callejón de las Abejas, y su intuición pedricera se ha portado tan excelentemente que encontró el modo de llegar al chozo por el camino más bonito que pueda darse. Lo ha bautizado con el nombre de Sendero Paraíso. “Yo lo llamo paraíso, dice, porque para mí es un paraíso de paz, un bosque precioso con unos acebos ahora adornados con sus frutos rojos, esa muralla de las derecha tan umbría y formidable... y el vivac, con su arroyo al lado, esa zona tan solitaria y alejada de todo: paraíso total”. Y mi hado tiene razón.

Lo primero que vi al entrar en el chozo-caverna fue su biblioteca, inaugurada por mi hado que había dejado allí unos libros de montaña, y también un curioso relato acaso mezcla de realidad de ficción. En la última ocasión  dejó inaugurada la primera biblioteca cavernícola de la Pedriza, hecho insólito que merece aplauso y que podría ser el principio de una manera muy especial de reinventar nuestro amor por estos roquedos. Estos roquedos que ya gozaron en épocas anteriores de un amago de leyenda por parte del Brujo y Loren, y a la que merecería dar cuerpo, que dibujantes, artistas y escritores en activo haylos. Que vamos, que la Pedriza lo merece, animaos Loren, Brujo, tanti quanti, para hacer de este paraíso nuestro maravilloso hogar. Leyendas, historias reales, sucesos, chascarrillos, personajes… Por cierto, el otro día un amigo, que me ve interesado estos días con los chiringuitos, cuevas, cobijos, resguardos de este entorno, me preguntaba si no habría sido el legendario y controvertido Mogoteras uno de los ermitaños que habitó durante años uno de estos chozos – cueva.

Mi hado en su segunda visita dice que había cambios en el chozo respecto a la primera, lo que indicaba la presencia de otro visitante. Le dejó una nota a ese posible habitante del lugar indicándole que le gustaría ponerse en comunicación con él. Se ofrecía también a colaborar en el mantenimiento de la cabaña. Recuerdo que en el primer momento me pareció lógico, satisfaría una curiosidad natural; fue después que pensé que aquello a lo mejor no era buena idea. Recordé esa sustanciosa propuesta que consiste en merodear el misterio sin penetrarlo; dejar espacio para la imaginación alimenta las expectativas. Aquello de que el conocimiento mata. Una parte interesante de la vida consiste en recorrer los caminos que llevan a desentrañar un misterio, pero sin llegar a él, de manera que la tensión mantenga siempre un porqué para seguir adelante. Especulaciones.

Estamos tan necesitados de esa necesaria tensión que se produce entre la curiosidad y el conocimiento cumplido, que bien merecería la pena alargar el juego. Yo dejo unos libros, un relato, tú, el próximo visitante, lo lees y como regalo de agradecimiento le dejas al desconocido anterior una cerveza. Éste la próxima vez se bebe la cerveza y te deja sobre el estante una tableta de turrón o alguna chuchería. Con el tiempo los visitantes, sin conocerse, podrían intercambiar lecturas, aficiones, pero nunca dejando una pista explícita “del otro”.

Un remoto y encondidísimo rincón en lo intrincado de la Pedriza, bien merecería ser escenario de este amoroso escarceo. Me dice mi amigo que la última vez se le saltaron las lágrimas de emoción. Tan hermoso era el recorrido y el lugar. A mí se me saltaron las lágrimas de emoción un día cuando pisé a los cincuenta y muchos años la meta de mi primer maratón. Otro amigo me contaba que un  día que caminaba por la montaña escuchando El Mesías de Haendel se le saltaron las lágrimas. Los hombres parece que no somos dados a expresar nuestras emociones llorando. Parece solamente. Mi amigo, el íntimo amante de esta entrañable Pedriza nuestra, alberga dentro de sí una tan emocionada sensibilidad para estos espacios, que seguro estoy no dudaría habitar alguno de estos  rincones privilegiados que encierran las entrañas de este monte amigo.

Yo podría compartir con Novalis lo siguiente: “La verdad es que no he empezado a conocer bien a mi región, a mi país hasta ahora”. Es necesario haber estado lejos y haber recorrido medio mundo para en algún momento volviendo a las fuentes empezar a conocer a fondo lo que siempre estuvo a mano pero no conocido suficientemente. Naturalmente escalé mucho en Pedriza, la visité después de tanto en tanto, pero es quizás ahora, cuando realmente he comenzado a recorrer sus perdidos rincones, que empiezo a tener una más íntima vivencia con ella.

 

Hoy terminé mis deberes pronto, apenas las diez y media. Ahora escucho el Cuarteto de Cuerda número 8 de Villa-Lobos. En medio de este silencio entre las breñas me suena a selva brasileña, a rincones encantados de esas selvas que recorrimos Victoria y yo en las riberas del río Beni, junto a Rurrenabaque. Evocación de gatos enormes rondando nuestro campamento, de sonidos misteriosos oídos por primera vez. Vivaquear en la selva también fue hermoso entonces. Y es que fue empezar a escuchar la música de Villa-Lobos y sentirme en aquella noche de sospechosos rumores junto a nuestros mosquiteros, en los que los matapalos, esos enormes árboles que son deglutidos por las trepadoras a la búsqueda de la luz recordaban la muerte lenta de los gigantes acosados por esas pequeñas plantas que trepaban por su tronco, fue recordar el correr tumultuoso de las cercanas aguas del río Beni y sus historias de traficantes, la vida primitiva junto al río, el pescado asado en la hoguera, la pesca nuestro menú de todas las horas. Y el lento discurrir del río Salamoes al otro lado de la hamaca, y el recuerdo de Fitzcarraldo mientras navegamos el Amazonas entre Manaus e Iquitos. Y las noches junto al siseo del agua y el lejano runrún de los motores del barco deslizándose bajo la noche estrellada. Y todo los sentidos abiertos de par en par envueltos en el balanceo de la hamaca. Cuarteto para una noche de selva en algún lugar de la Pedriza.