Día 23. Las raíces de la seducción

 


Rocciamelone, 45,18035546°N, 07,10171521°E, 10 de julio de 2025 

Esta mañana me dolía toooodo, todo, tanto, que me fue imposible levantarme. Tuvo que venir el sol y convertir la tienda en un horno para que al final me decidiera a ponerme en movimiento. Mucho que subir hoy, así que al tajo y a caminar paciente, tipo tortuga, ese paso con el que se llega a todas partes. Mi destino era el refugio La Riposa, a 2200 m. (había partido de los 850 m.), pero me extrañó que no se indicara en ningún lugar ese establecimiento, así que en cuanto llegué a una fuente que había localizado en el mapa, indagué. El refugio estaba cerrado. En su lugar, hacia el este, localicé el refugio Il Truc, algo más bajo. Era pronto para comer, pero aproveché; con lo que me sobró y alguna cosa más me prepararon la cena y el desayuno en unos pequeños contenedores. Por encima del refugio busqué una sombra y dediqué un rato a la escritura tumbado en un prado. No había ninguna prisa. 


Frecuentemente cuando trato de comprender algún fenómeno humano relacionado con nuestros antepasados siempre me tropiezo con la desmesura del tiempo. Habituado a los tiempos y al espacio que manejamos en la vida diaria, días atrás leyendo a Marvin Harris, ante el hecho de haberse encontrado restos de neandertales en lugares muy distanciados entre sí, se me hacía difíci comprender que los neandertales pudieran haberse desplazado tantos miles de kilómetros, un hecho perfectamente posible cuando se habla de la friolera de miles y miles de años.

Entre nosotros y la comprensión de la realidad se interponen a menudo factores que hacen que sea difícil mirar más allá de lo que hoy tenemos delante. Me sucedía ayer, leyendo también a Marvin Harris, con algún aspecto de la sexualidad humana cuando ésta se conectaba con las prácticas sexuales de lo simios. Tal como sucede con el tiempo y el espacio, a los que logramos comprender, incluso teóricamente, sólo en cierta medida, en cierta medida porque decir mil millones de años o mil años luz no hay quien pueda meterlo dentro de la horma de nuestras referencias corrientes, a la realidad de nuestros comportamientos sexuales les vendría bien someterlos al ámbito de un tiempo muy dilatado para comprender su evolución mejor. 

Era curiosa esa doble atención en que andaba la mañana de ayer, por una parte el sendero, que frecuentemente desaparecía, y por otra hacer un seguimiento de los razonamientos de Marvin Harris en torno a los estudios antropológicos relacionados con nuestros ancestros los simios. Comprobar que el olor de nuestros genitales desempeñó, desempeña, un papel importante en lo ritos sexuales, saber acerca de los modos en que las hembras fértiles de nuestros ancestros intentaban “pescar” a la machos, conocer las formas de seducción … Tantas historias no sólo ponía en relación nuestros hábitos sexuales con el de simios y otros animales, sino que era fácil encontrar una muy cercana similitud. Me hacía mucha gracia comprobar que los hábitos de las mujeres de acicalarse, insinuar partes del cuerpo, resaltar los labios, usar determinadas prendas, eran sencillamente elementos de reclamo sexual. Que esto se haya matizado culturalmente con el tiempo, no descarta el verdadero origen de dichos hábitos. Ni somos tan diferentes de muchos animales, ni somos tan especiales en lo que se refiere a hábitos sexuales. 

Aunque vestimos ropas, escribimos poemas y construimos complejas reglas morales en torno al amor, el impulso que nos mueve guarda una  continuidad esencial con el comportamiento animal, en particular con el de nuestros parientes más cercanos, los simios. En muchas especies, el cortejo y la reproducción se rigen por señales claras y eficaces: olores, posturas, hinchazones, cantos. Las hembras de ciertos primates —como los chimpancés o los babuinos— exhiben marcadores físicos de fertilidad cuando están en celo, una estrategia que permite a los machos identificar el mejor momento para copular. En cambio, la evolución del sapiens trajo consigo una modificación radical: la ovulación se volvió invisible. Esta “ovulación oculta” desvió el sistema de señales sexuales del ámbito biológico al cultural.

Privados de signos evidentes, asegura Harris, los humanos desarrollaron una sexualidad extendida en el tiempo y cargada de ambigüedad. En lugar de depender exclusivamente del olor o del momento fértil, el deseo pasó a comunicarse mediante gestos, miradas, palabras, adornos… y, sobre todo, a través del vestido. La forma de vestir puede sugerir las antiguas señales del cortejo animal.

En este sentido, los escotes pronunciados, faldas cortas o maquillajes intensos no son meros caprichos estéticos asegura Marvin Harris, sino que representan una sustitución cultural de los signos sexuales primitivos. Donde la hembra de babuino mostraba sus genitales inflamados como reclamo, la mujer humana, muchas veces de forma inconsciente o condicionada por normas sociales, resalta zonas como los pechos, labios o caderas, lo que es una respuesta coherente con su condición de género. 

Según Marvin Harris se ha comprobado que mujeres en fase fértil emiten compuestos que resultan más atractivos para los hombres, y que estos, a su vez, responden con mayor disposición sexual. Aun bajo perfumes y desodorantes, el cuerpo habla su lenguaje químico ancestral. Recuerdo aquí un viejo intercambio de comentarios con un amigo, un día que hablábamos sobre la ternura y el sexo, en que éste recordaba que, “aunque racionales, seguimos siendo animales, y nuestro instinto sexual permanece inscrito en lo más profundo de nuestra biología”. De ahí que buscar en las raíces de nuestros comportamientos la impronta en donde se gestó nuestro hacer actual en relación a la sexualidad pueda sorprendernos. Así, cuando hablamos de escotes y formas de vestir, a la luz de los trabajos antropológicos es difícil no relacionarlo con los imperativos de la seducción sexual.

 

El tiempo que dura una siesta fue el que dediqué a reflexionar sobre lo que había leído el día anterior en el libro de Harris. Enseguida volví a ponerme en camino. Dos o tres horas más tarde encontraría agua antes de que el sendero se empinara para ascender hasta el collado Cruce di Ferro, cuatrocientos o quinientos metros de desnivel más arriba. El prado donde paso el final de la tarde es un bello balcón sobre las montañas circundantes.












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