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GR-7
Abril-septiembre de 2010 
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Elda, 21/07/10




Bueno, pues aquí estamos, el mismo calor de siempre, yo, las chiccharras, y en esta ocasión un apetecible litro de leche; con pan y leche se anda el camino. El otro día, mi amiga Marga, la de la voz bonita, se admiraba de que me viniera a estas tierras a caminar... con el calor que hace, decía; y es que ella no soporta el calor. Más o menos lo que me sucede a mí, pero como en defitiniva todo está en la cabeza, bien vale probar a convencer a ésta de que no pasa nada, absolutamente nada si hacer calor, lo mismo que no sucede absolutamente nada si el frío es intenso; lo más que puede pasar es que te lleves una buena experiencia contigo, lo cual tampoco está del todo mal. Lo único que hay es que en esta ocasión mi cabeza no se deja convencer tan fácilmente. Ya sucedió cierto día camino de Calasparra que se me ocurrió hacer mi camino entre las dos y las cinco de la tarde, y todo funcionó perfectamente; sin embargo hoy, ayer, no hay quien le engañe al cuerpo, que anda como dando tumbos por medio del calor; aunque también cuente que es mediodía y llevo desde las cinco y media de la mañana sin darme un respiro.



Bueno, a mi botella de leche. Tuve que hacer provisiones en una aldea ya que el restaurante no abría hasta tres horas después; así que me queda encontrar una buena sombra e intentar llegar a Elda para la cena. Un poco apretado, pero es que desde que salí no he hecho todavía una comida decente y no quiero que el cuerpo me vaya a pedir cuentas por no alimentarlo convenientemente.



Benditos los pinos, los olivos, los almendros, las tapias, todo aquello que pueda dar un poco sombra. En la salida anterior mi objetivo eran las fuentes, pero, amigo, aquí las fuentes ya son cosa de otro mundo; desapareció el agua del camino; lo más que uno puede encontrarse es un vecino caritativo que te llene una botella con agua del frigo. Y las sombras son cada vez menos. El duro camino y, leyendo, ir tirando, hacer como que uno no se entera, venga kilómetros y más kilómetros. Es así después del alba, esa hora mágica, como la de hoy, en que bajando hacia Pinoso la línea del horizonte se incendió con delicada suavidad, para en seguida irse corriendo y deprisa a colocarse en la posición agresiva de un calor sin concesiones.






Son cerca de las dos. Llevas un rato buscando una sombra que se adapte a tus necesidades, una sombra compacta que resista cuatro o cinco horas, que te proporcione una tranquila y larga siesta; pero el camino culebrea y culebrea y sólo muestra misérrimas sombras con pedruscos y alta y seca vegetación en donde no es posible instalarse con un mínimo de comodidad. Al fin, en una ladera hay un caminillo sobre el que sombrean tres o cuatro pinos. Descargas con ansiedad tus cosas y el orden de prioridades se establece por sí mismo, primero dormir, dormir, descansar, beber. Calculas el movimiento del sol y extiendes el aislante. Las botas en la cabecera, sacas el mosquitero antimoscas, pones el jersey sobre las botas, te tumbas y te cubres con el mosquitero. Apenas tardas un minuto en dormirte. Ya comerás, dormir, dormir, dejar el cuerpo fresquito para que la caminata sea agradable, sin sufrimiento. Y duermes una hora y media, dos, y te despiertas porque la sombra ha huido; y coges todas tus cosas y vuelves a calcular adormilado el ángulo que describirá el sol y te vas tres metros más allá y vuelves a repetir la operación, y te cubres bien con el mosquietero para que las moscas no molesten tu sueño y vuelves a dormirte. Tienes un sueño agradable, pero no lo recuerdas. Cuando te despiertas son más de las cinco, asomas la cabeza por encima del mosquitero, una brisa te refresca la cara; todavía tardarás más de media hora en despertarte del todo. Te entretienes matando moscas, mirando el movimiento de las hojas del los pinos, oyes a lo lejos las voces de unos niños, los ladridos de unos perros; llegan a ti como desde otro mundo. Tu cuerpo está relajado, agradablemente descansado. Quizás deberías incorporarte y comer algo, pero se está tan bien, así, sin hacer nada, mirando unas nubes ligeras y transparentes que han aparecido en el cielo; se está tan bien vagueando, dejando pasar el tiempo...





Sentado a las afueras de la ciudad de Elda, un lugar especialmente nada poético, contemplo la luna, me atiforro con el contenido de una bolsa de plástico que he llenado en una gasolinera próxima, un litro de acuarius, otro de leche, dos sandwis, un bombón helado... no sé si me cabrá más. No tropecé con ningún restaurante en mi camino, y así, a la fresca, voy dando cuenta de todo lo que me pide el cuerpo. Incluso esta necesidad de escribir en mitad de la calle. Me he descalzado, he dispuesto a mi alrededor mis cosas, he sacado el portátil y entre éste y la comida voy relajando el cuerpo que viene sudado y algo cansado de tanto caminar. Un respiro en este ambiente fresco de la anochecida. Una forma de vivir y pasar los días del verano. A los veinte años hacía lo mismo, se ve que ya entonces descubrí un modus vivendi que se adaptaba a mi temperamento: hacer auto-stop por Europa, vagar por las montañas, dormir en donde me pillaba la noche, improvisar un camino, un viaje, un vivac en la cumbre de una montaña. Cuántas veces tengo la tentación de resignarme al tiempo, el tiempo que tengo quiero decir, y empezar a relajarme, trabajar en casa como este invierno, un tejado, un huerto, una parcela arreglada, pero se ve que la cabra tirá al monte. Llevo todo el otoño e invierno diciendo que no voy a viajar en una temporada después de cuatro meses de vagar por Europa en automóvil, pero luego llega el verano y sin comerlo ni beberlo mi cuerpo empieza a imaginar estas cosas, cruzar España de sur a norte a pie, por ejemplo; y aquí estoy. Y así comenzado, ya empieza a rondarme por la cabeza, y es que tanto tiempo solo, tanto camino da para mucho, ya empieza a rondarme por la cabeza una larga vuelta al mundo que ni soñando hubiera imaginado meses antes. Ah, pero todavía viajas, decía cierto personaje de mi edad, a otro que hacía lo propio, como si la edad fuera encajonando a las personas en compartimentos de actividades cada vez más serenas, como si con éstas empezáramos ya a preparar el camino de la inmovilidad total, la vejez del bastón y las mañanas al sol de la plaza del pueblo. No digo yo que todo esto no tenga algo de rebelión contra el infortunio de la edad, rebelde hasta el final, como quien dice genio y figura hasta la sepultura. Quien sabe, tiempo llegará en que la calma búdica sea la maestra y señora de años por venir; también aquello lo imagino dulce como esta noche de verano.












Banyeres de Mariola, 22/07/10





Hoy es mi cumpleaños, me enteré de casualidad; nada más abrir la tapa del ordenador apareció un mensaje de una web que me felicitaba; las máquinas habían ganado en rapidez a mi gente. Cuando conecté el teléfono en el restaurante, también éste se dio por enterado de que cumplía años, sesenta y dos: ¡cuántos años!, y total parece que fuera ayer que corría tras el balón en el patio del colegio de los salesianos de Estrecho.
Hoy la solanera había hecho mella en mí más pronto de lo acostumbrado. A lo lejos, bajando de la sierra, se divisaba, la ciudad de Castella presidida por una pequeña montaña coronada por un castillo. Será la primera vez que pille un restaurante en esta parte del recorrido; un restaurante, lugar donde calmar la sed y el hambre. Saliendo de allí me fui derecho a un pinar que se veía al fondo, contra la sierra.

Cuando me desperté, la sombra invadía agradablemente el pinar. El calor se había humanizado y era posible desperezarse sin prisas, esperando a que el cuerpo se fuera despabilando por sí solo. Desde que mis siestas están protegidas por el mosquitero, mi sueño se ha convertido, pese al calor, en un reducto acogedor que alivia mi cansancio y complementa el sueño de la noche, que siempre es escaso porque debe ceder su tiempo al camino. Caminar de noche o en las horas del crepúsculo o el amanecer es en realidad una de las cosas más agradecidas que existen en esta época. Así, que repuesto de la caminanta de la mañana y del sueño acumulado, me puse de nuevo en marcha. Ahora abandonaría el GR-7 por una ruta más conveniente para mi gusto. Al norte tenía la sierra de Mariola, que es parque natural; la atravesaría. Al fondo se veían montañas que debían de superar los mil quinientos metros. Cuando se estaba haciendo de noche me encontre con un camino cortado, una gran valla de madera impedía el paso. La salté. Hay mucha gente de pasta que copa el terreno que debería ser de todos, a no ser que se impusiera una solución intermedia como la de obligar a esta gente a conceder una servidumbre de paso; grandes extensiones de terreno que a primera vista para lo único que se utiliza es para que cuatro señoritos vengan a cazar dos o tres veces al año. Se hizo de noche; en cierto punto el gps me indicó que debía volver a saltar la valla; ahora caminando por terreno público. El camino ascendía lentamente por la pendiente. No, no llevaba saco de dormir, un punto que olvidé al diseñar este trozo de ruta. Más arriba la niebla cubría el monte. Bonito espectáculo para el caminante, un algo inesperado en este parte del recorrido, pinares, lomas que se agrestan, la niebla cubriendo con su velo suave el cuerpo de la montaña.
A la una de la madrugada decidí que ya era tiempo de dormir. Elegí la protección de un pino. Cené algo y me dormí como un bendito. Ni pizca de frío. Me había puesto todo lo que llevaba, camiseta, camisa, jersey y capa de agua. De vez en cuando salía la luna, brillaba alguna estrella entre las nubes. Durante la noche el relente fue dejando toda mi impedimenta húmeda, pero aun así no llegó a perturbar mi sueño. A las cinco de la mañana volví al camino, aunque tenía el cuerpo descansado, mi sensación era como me hubiera parado sólo un rato, la noche volvía a estar frente a mis botas, mis ojos; me invadía una agradable sensación de soledad y bienestar.






Una casita a tiro de piedra de Vallada, 23/07/10


Al fin, tras esta prolongada noche de camino, amaneció, y lo hizo de manera muy especial, era como un sfumato de llanura paduana allá abajo, en el valle; una Toscana de lomas renacentistas donde los colores quedaban disgregados entre el follaje y la disolución matinal de lomas cubiertas de neblina. Sonaba el Quinteto para clarinete de Brahms, una grabación de esas en donde va la gente a toser mogollón... y es que los tosedores de concierto son una institución, son muchos; y el sol se colaba entre la niebla iluminando levemente las gramíneas, las malvas, esas umbelíferas de flores blancas mínimas que despuntan por todos los lados, las zarzamoras, los gordolobos, los cañizos, las flores azules de la achicoria; era como si el mundo se estuviera haciendo en ese instante, intranscendente, común, suavemente hermoso. Las matas del oloroso hinojo, las encinas, los almendros escuálidos sobre una tierra abandonada. El sendero serpentea por este paisaje junto a esa quinteto lleno de toses. Estos días escucho bastante a Brahms. Cada vez me gusta más ese pobre enamorado de Clara, la esposa de Schumann; pobre por ese sufrimiento que conlleva los amores imposibles, por no poder liberarse del entorno nació para huir a las montañas y contribuir allí a la esencia de lo que estamos hechos. No ese amor de  Tannhäuser de Wagner, a quien la hebriedad amorososa, el enardecimiento erótico iTampele a huir del monte de Venus, sino aquel otro que ilumina al artista y, llenándolo de amor, hace de su obra algo imperecedero, un ser realizado.



Cada vez que me alejo del camino, el GR, y vuelvo un día o dos después a encontrarlo, esas señales blanquirojas que jalonan el sendero, es como si reencontrar un amigo, alguien que me acompaña con su guiño de asentimiento. Sucedió esta mañana. Por demás, cuando uno anda algo perdido y se encuentra esta señal es siempre un alivio; la señal te dice: estás en el buen camino. ¿Qué tal si fuera así en la vida?, un globito que se apareciera frente a nuestra jeta que te dijera, bien, hombre, bien, va usted por buen camino; algo no tan subjetivo ni tan maleado como la conciencia, algo que nos tranquilizara frente a la incertidumbre. Pues, ¿no se trata en definitiva en este mundo de otra cosa que de ser buenos? Sí, así, como no lo enseñaban de niños. Primera tarea para cualquier ser humano: ser buenos. ¿Se puede imaginar acaso cómo iría el mundo si todo el personal se propusiera con ahínco eso, ser buenos?




La verdad es que hay gente deliciosa por ahí. Una hora y media de camino, monte bajo, monte arriba, carrascales, espinos, romero, enebros enanos; monte intransitable fuera de la estrecha senda que lo corta; sin sombra, tierra de jabalíes y perdices; un pequeño desierto. En cierto momento el camino serpentea, baja, avanza a media ladera hacia un valle que no se puede ver, y después de algunas revueltas, en el punto en que el camino cambia bruscamente de sentido, plas, un bosquecillo de acacias, y en medio del bosquecillo como una gracia asombrosa de la bondad humana, una mesa y sus asientos. ¿Quién tuvo la genial idea de traerse una mesa hasta aquí?, algo que redondea totalmente la gracia del lugar. Agucé el oído, sólo le había faltado una fuente a este delicioso rincón. Descargué, tenía que tomar posesión del lugar aunque sólo fuera por un rato.

De la mañana paduana con la neblina flotando sobre los prados, habíamos pasado a un día de calor notablemente aliviado por nubes que frecuentemente hacían de parasoles. Buen día para caminar; además, con cierta regularidad hacía un airecillo que mejoraba la cosa todavía más. Airecillo, cuentecillo decía ella, un disminutivo que aplicado aquí y allá llenaba de cierto encanto al concepto mondo y lirondo a que se refería. Una pena, ahora me acuerdo algo menos de ella, pero aún así la sigo echando de menos y ello considerando lo jodidamente mal que se comportó. Sí, hablo de M., esa espina. Esas cosas de las que uno no puede huir ni aunque se marche a la Chimbamba.



Flaubert. La educación sentimental. ¡Y qué placer nada más comenzar la lectura! El barco que se aleja del muelle, el deambular de Frederic de aquí para allá sin rumbo fijo, sus pensamientos no precisos, todo deliciosamente banal, hasta que de pronto, en algún lugar de la cubierta sus ojos tropiezan con una mujer. Y qué cojonudo por demás, que se hayan escrito miles de historias con una factura similar, y todas ellas salgan adelante como la cosa más natural del mundo. Y qué bonito que estemos hechos así, para experimentarlo y para gozar el relato que nos ofrecen estas historias. Hoy el placer de volver a la relectura de Flaubert después acaso de décadas.



Me temo que va de lluvia, las nubecillas ya no son nubecillas, sino que más bien se están convirtiendo en algo compacto, de la misma manera que el vientecillo empieza a bambolear las ramas de las acacias con especial fuerza. Y si llueve me voy a mojar; de cajón, claro.
El placer del camino subiéndome por dentro como gorgoritos de champán. Todo un enorme carrascal, enebros enanos, romeros, pinos que no levantan un palmo del suelo; la oscuridad a punto de caer sobre el monte, un viento lejano que se aflauta en tonalidades graves de película de terror, como si estuviéramos en los Alpes de Transilvania de un film de Polanski. Y sudo a gota gorda; me siento fuerte, contento, contemplativo. Se me acabó la batería del ipod y por ello mi ánimo vaga más intensamente por este paisaje que en un plis plas se convertirá en una cueva de oscuridad. Cielo cubierto, borrascoso, poco propicio para dormir al raso con lo puesto. Pero qué poca importancia tiene todo esto cuando uno se encuentra bien, identificado con los montes, los caminos, el viento que peina las laderas... La satisfacción de esta infinita soledad, la del cuerpo hecho al duro trabajo del camino.



Pasada la medianoche encontré junto al camino una casita, que aunque cerrada a cal y canto ofrecía un pequeño y recoleto porche. Allí me instalé. Seguía relampagueando a lo lejos, pero ya sin ganas como quien lo hace sólo por asustar, por pasar el tiempo haciendo culebrinas en el aire de la noche. Una hora antes había dado cuenta de todas mis provisiones, un trozo de bocadillo de queso blanco con anchoas y un buen poto de muesly. Estaba pletórico en medio de la nocturnidad y del silencio del monte; un camino que tan pronto bajaba como subía, que describía grandes bucles, que no me impacientaba porque, tronando como tronaba y con esas gotas de agua que anunciaban el temporal, estaba dispuesto a caminar toda la noche, o al menos dispuesto a llegar al pueblo y refugiarme en algún porche, una iglesia, lo que fuera. Además, ni siquiera me dolía la espalda, ni la rodilla, ni tenía sed, ni hambre. ¿Qué más quieres, Baldomero?
No sólo no va a llover ya, sino que encima la luna está asomando tímidamente entre las nubes. Cansado estoy, pero vamos... se puede aguantar. Mañana no madrugaré, estoy a kilómetro y medio de vuelo de pájaro de Vallada, y desde allí sólo me queda coger un autobús o llamar un taxi a Xátiva que me deje en la estación del tren. Sí, he decidido quedarme aquí antes de internarme en los montes de la zona del Júcar, de otra manera más al norte sería algo complicado mi retorno a casa a donde me he propueto pasar unos días. 










Cauce del río Grande en la sierra de Caroig, 01/08/10




Al cauce del río Grande, seco, laminado por una bella roca calcárea rojiza, gris de clara de huevo, sembrados de bellas adelfas, romeros, zarzas y algunos pinos en donde se enseñorea la brisa, lo único que le falta es agua. Bendita agua la de estas regiones. Hoy emplee más de una hora y media en buscar la fuente de Benicaez que tan amablemente me indicó el ventero de las bonitas casas de Benalí, que a su vez ya conocía por Simon, un amable vecino de Engueras que seguia mi bloc y que me proporcionó alguna información sobre el agua y los habitantes del lugar; Caroig, se apodaba significativamente éste en el comentario, un nombre que no me decía nada entonces, pero que ahora nombra y da lustre con su sonoridad a la región que atravieso; hacia los altos de Caroig me dirijo precisamente, probablemente la única fuente que encuentre en el camino, aún lejos, muy lejos para el culito de agua que me queda en la botella. Culito, decía un autor que recreaba el pasado verano parte de mi viaje por Europa, para referirse a las pérfidas muchachitas que usaban su trasero a modo de red con que atrapar a los varones sedientos de hembras que recorren el planeta medio abobaos por el embrujo mujeril. Y a propósito de esto, tendré que decir que lo más notable de todo el paisaje visto desde que salí ayer tarde de casa, fue la ondulada belleza de un cuello, que cincuenta centímetros por delante de mí, complementaba la placidez del viaje, el suave discurrir de los kilómetros camino de Xàtiva, esas ondulaciones que imitando a la madre naturaleza en las dunas del desierto, llenaron los cuadros de Ingres con el arrobado candor de la feminidad, aquel enorme prolongado hasta el infinito en que alguna diosa alza sus manos embaucadoras hacia el imponente y barbudo Zeurs. Rosada curvatura que subía hasta la rubia cabellera sobre un paisaje que ya había empezado a dorarse camino del crepúsculo. Sus labios, su nariz respingona, su suave moreno de vacaciones estivales, su rubia pelo como una llamarada bruscamente encendida en la palidez de la tarde, era un regalo para mi vista. Ella dormía plácidamente, en algún momento la oí hablar en inglés con su amiga de la izquierda. Sin lugar a dudas este seria un recuerdo a retener en mis largos días de soledad que comenzaban. Y qué grato ir almacenando en la memoria estas imágenes, este suave prodigio de la naturaleza que puebla de vez en cuando el mundo.



Y aquí estoy de nuevo recién despertado de mi larga siesta sobre el cauce del río Grande a la sombra de una admirable roca que poco antes de dormirme me entretuve en fotografiar; otro prodigio más de la naturaleza, como tantos, como tantos; dispuesto a vivir el instante, ese carpe diem tras el que uno se pasa la mitad de la vida corriendo sin llegar a alcanzarlo nunca del todo, porque la vida se nos va siempre, como ese señuelo que ponen delante a los perros del canódromo para incitarles a correr; siempre tozudamente viviendo fuera de donde corresponde vivir, el presente. Ayer, pasado Vallada, el taxi me dejó en el límite del asfalto, un poco antes de que el camino tirara hacia el barranco de Boquilla, en donde Thomas me había indicado una fuente que tampoco fui capaz de encontrar en la oscuridad. Sólo unas manchas de humedad, unos charquitos que quizás delataban la presencia de un caudal que el verano había extinguido. Recorrí una gran parte del barranco en plena oscuridad; todos mis sentidos, excepto el de la vista, podrán dar cuenta de este barranco que con sus larguisimos culebreos se dirigía constantemente hacia el noroeste dejando en el cielo, sobre mi cabeza, la constelación de Casiopea, y poco más a mi derecha, la Osa Mayor. Algún animal silbaba en la oscuridad. Más arriba la media luna asomó sobre las lomas e hizo más fácil mi caminar, aumentó las posibilidades de que no me rompiera las narices en algún traspiés. Olía a romero, dormí poco antes de una enorme roca horadada, el lecho de roca fina me sirvió cama; eran las dos de la madrugada. A las cinco sonó el despertador, las duras condiciones del caminante que se empeña en atravesar a pie el caluroso verano valenciano.

Poco antes de las casas de Benalí di en tropezar con un numeroso grupo de amantes de los caminos pertenecientes al Centro Excursionista de Xàtiva. Departimos por un rato mientras el camino se iba haciendo -para ellos era su segunda jornada de camino- y cuando llegamos a donde tenían los coches, tras los elogios de algunos senderos de la zona de Xàtiva, donde me he propuesto regresar, fui obsequiado con las excelencias de la huerta de alguno de los caminantes, con preciosa fruta, con un fresquísimo litro y medio de agua: ¡albricias, agua! Maravilloso líquido, maravilloso obsequio. En seguida, tras proponerles hacer una foto de grupo para mi bloc y despedirnos, no pude resistir la tentación de dar cuenta del agua, de una enorme ciruela, de un jugoso melocotón, de un delicioso tomate. En las casas rurales de Benalí el dueño fue obsequiso y caritativo con el caminante, aunque me indicara una fuente donde pensaba determe medio día; un cañó así, me había dicho, juntando los dedos índices y pulgares formando cíerculo, y que yo me imaginaba como un chorro de no menos de dos pulgadas de grosor, y en el que me rogodeaba pensar como lugar de baño, de despelote, de ducha, de medio para saciar mi sed y cobijar mi calor; fuente que lamentablemente no encontré.



Benali-Denali, la concomitancia de los vocablos, este bonito rincón de la región de Valencia y uno de los parques nacionales más bellos de América, parque nacional de Denali, donde se yergue el McKinley, me lleva a aquel lejano rincón de Alaska en donde aprendimos a hacer del camino una larga sesión de karaoke. Sí, había que cantar obligadamente a voz en grito por mor de los osos; un oso y su cría pillados distraídamente en el silencio de una curva del camino podía convertirse en un encuentro sumamente peligroso, de ahí que las indicaciones de los guardias del parque obligaban, amén de cerrar la comida en recipientes estancos que impidieran la dispersión del olor de ésta, aconsejaran un desmadrado canto como medio de eludir el encuentro con estos animales. Fueron hermosos días de soledad aquellos, los grandes ríos desfilaban solemnes y asalvajados a nuestros pies, nos cruzábamos con simpáticos caribúes, con aves de sonoro y grave vuelo; vivaqueamos junto a las montañas Policrome; las ascendimos, disfrutamos de una soledad sobrecogedora; la grandes montañas escondían, más allá de los grandes ríos que bajaban de los glaciares, sus penachos de nieve y hielo. Realmente nos sentíamos como transportados a uno de esos libros de aventuras que tanto me cautivaron en la adolescencia, ese Río peligroso, por ejemplo, que Victoria me regaló hace años. Denali-Benali. También asocié Benaraz, que mal oí al ventero, cuando en realidad era Benicaez (así anda mi oído...), con Benarés, la ciudad santa de la India, con lo que parte del camino se me fue naturalmente en remorar una navegación al amanecer por el río Ganges, amanecer remoto de la jungla, de los libros de Kipling, que más tarde se convirtió en religioso recogimiento cuando recorrí las gradas en que santones y gente corriente hacía sus abluciones religiosas matinales, las gradas donde varios cuerpos ardían y donde las viudas recogidas en el misterio de la muerte despedían al difunto esposo; recorrí... más allá los mendigos formaban fila con su platillo de latón depositado a sus pies. Los niños jugaban a la pelota, algunas mujeres recogían la bosta y, haciendo tortas con ellas, las ponían a secar al sol. Las cornejas y los cuervos eran dueños del aire y de los basureros. En las estrechas calles de la ciudad me crucé con dos cortejos fúnebres que se dirigían al río. Un sadú pintó de rojo sangre mi frente, otro colgó sobre mi cuello un gran collar de azafranadas caléndulas. Y así fui haciendo parte del camino, intentando consolarme de mi desencuentro con la rumorosa fuente de Banicaez, que no de Benaraz ni Benarés, que se ve pronto que uno siempre oye lo que quiere más que lo que es, y que así nos va por ello, que de haber escuchado bien del todo al ventero, quizás no me habría perdido. Aunque como en ese ideograma chino, crisis, que leía esta mañana en el libro de Marinoff, que a la vez significa en Oriente oportunidad, pudiera encerrarse una enseñanza en donde debemos descubrir que teniendo, según los chinos, la crisis cierta sinonimia con oportunidad, lo que en castellano diríamos no hay mal que por bien no venga, no debe despreciarse ésta, la crisis, los problemas, ya que los mismos puede convertirse en fuente de otros encuentros, otros retos; vamos, que aunque no encontré la fuente, si encontré el cauce, cauce seco, sí encontré una deliciosa siesta, sí me desperté con el ánimo de perorar sobre lo divino y lo humano; lo cual probablemente puede tener que ver con el hecho de no haber encontrado una fuente.
Y me parece que no voy a tener más remedio que levantar el campamento y ponerme de camino, a ver si encuentro alguna fuente que redondee mi tarde y alivie la sed antes de que sea hora de recogerse y echar un sueñecito.













Fuente del collado Caroch, 02/08/10





Hoy se me puso tozudo el cuerpo nada más levantarme. Nada, que no quería ir hacia adelante, que lo tenía que empujar. Caminaba tambaleante como un zombi, y no sabía muy bien por qué, acaso por falta de sueño, era lo más probable. Intenté contentarlo después de arrastrarlo durante más de dos horas y lo tumbé junto a la pista mientras las luces del amanecer se iban abriendo paso por el este entre una maraña de nubes que ocultaban el horizonte; en el frente se erguía, a veces envuelto en una bufanda de niebla, otras descubriendo su ancha cumbre, la cima del Caroch. Esta mañana era aquello del resistir, le alimenté con dos buenos puñados de frutos secos variados, algunos dulces, un culito de agua, pero no había nada que hacer, no era día de suerte, lo que él pedía era tumbarse y no levantarse hasta la tarde. Quizás tuviera razón, al fin y al cabo todo el mundo tiene su día, y hoy le había tocado a él. Así las cosas, cuando a las once de la mañana llegué al collado Caroch, con una hermosa fuente de agua fría cantando bajo los pinos, le dejé hacer, lo que fue prepararse una cómoda almohada, extender el aislante, tumbarse y echarse por encima el mosquitero. Ah, el placer de dormir allá cuando todo el cuerpo por entero nos lo está pidiendo, dormir sin moscas, dormir arrullado por el sonido el caño de la fuente, dormir con un pelín de fresco que me obligó a ponerme la camisa, en fin, dormir sin prisas, sin metas, sin tener a nadie que te espera, dormir panza arriba y oír a las moscas sobrevolar sobre tu cabeza sin que te molesten, dormir porque descubres que tu cuerpo tiene razón, que le falta sueño y que hay que hacerle caso. Estoy solo en medio del monte y son las once de la mañana y quiero dormir y duermo, y tengo todo el agua que quiero, y comida de sobra para resistir el asedio del hambre lo que haga falta. Ah, el placer de dormir. Hoy no hay anécdotas de caminante, ni gente con la que cruzarse, todo mi cuerpo es necesidad de sueño. Cosa de los biorritmos personales.



Me desperté a las cinco de la tarde, seis horas de sueño, ahí es na. Cierto que con los años me he hecho un poco dormilón y tengo que tener a raya al cuerpo para levantarle cuando a mí me dé la gana, al alba casi siempre, pero no está de más darle el gusto de tanto en tanto. La sombra es agradable, he comido con abundancia, un poco más de lo que me pedían las ganas por la cosa de luego las cuestas se dejen subir con cierta gracia, la fuente canta a mi lado y la curva del camino que sube hacia la sierra, con su casita a la derecha, su pilón de aguas verdes, es graciosa e invitadora; ya se sabe que la armonía de las curvas es con frecuencia un elemento de recreo para el espíritu, mucho más que las rectas y los angulos trazados a escuadra. Las curvas, cuando reptan ondulantes por las pendientes, por las laderas de los cerros, ese movimiento ondulatorio de las culebras cruzando los caminos, son frecuentemente un elemento estético que merece contemplar; curvas de primavera cuando los chupamieles, las amapolas cubren por completo los taludes junto a la cuneta, vistiendo de fiesta la gracia de sus ondulaciones; curvas de verano, adustas, brillantes como una daga bajo el sol del mediodía; curvas de otoño barridas por el oro de las monedas que bajan de los árboles revoloteando y extendiendo sobre la tierra su manto de ocres, la mostaza de las ramas, el amarillo intenso de las hojas de los álamos blancos. Curvas, vamos, las siempre y tan estimadas de unas caderas allá donde la formidable redondez de un trasero se hace poesía en su largo ascenso hacia los hombros, hacia los senos; allá donde el final del brazo se alza delicadamente para describir el maravilloso movimiento que requiere la brusca ascensión del cuello.


Y me temo que tengo que dejarme de fantasear no vaya a ser que tanta alusión me obligue a hacer una larga parada técnica para atender a otra de las llamadas de mi cuerpo, que aunque relajado y satisfecho de su sueño, bien le puede dar ahora mismo por alguna otra petición en una hora en que corresponde de nuevo echarse al monte a seguir dándole a las piernas. Ni sombra de fuentes en mis mapas hasta el quilómetro cuarenta; y eso sí que no es moco de pavo, por mucho que me vaya a encontrar con multitud de curvas que alegren mi camino y me hagan trasladar sus hondulaciones a un imaginario y siempre presente canon.


Grillos amigos, estrellas amigas, sombras amigas de los arboles como fantasmas de la noche a mi alrededor, brisa amiga, silencio amigo, todos compañía amiga para mi cansancio, para mi reposo, para mi contemplación cuando echada la noche descargo mi impedimenta y me tumbo y miro el cielo y antes de comer algo y preparar mi vivac os dedico unos minutos de contemplación, un hola, qué tal, ¿todo bien? Todo bien, el planeta sigue su ritmo; hace un rato vistió de fuego el horizonte, acicaló de negro humo contra el fuego unos pinos que caían sobre la pista, se fue adormeciendo sobre las lomas que cierran el valle, dejando en las hondonadas, en las lomas la brasa apagada de un día más. Mis pies están doloridos, con ampollas, cansados, pero ahora, descalzo, sin más camino por delante por unas horas, mi cuerpo se relaja, agradece esta tibia brisa que pasa liviana por encima de mi vivac.







Embalse de Cortes de Pallás, 03/08/10




Me he bañado en las aguas del Júcar, un enorme embalse que habita el fondo de los altos y quebrados farallones que recorrí por la mañana, y en seguida me he metido bajo el mosquitero. Un artilugio realmente útil, especialmente adecuado para un quisquilloso como un servidor que no sabe dormir la siesta si algún insecto volador le da por posarse reiterativamente sobre su cuerpo; además, la verdad es que hoy se veía el mundo de otra manera, no eran aquellas jornadas en que caía frito nada más arroparme con el ropaje negro contra las moscas; hoy me había bañado, había comido bien en el cercano pueblo de Cortes de Pallás y por tanto no tenía la premura de querer sumergirme a toda costa en el sueño; el cansancio, aunque no poco, se había diluido entre tónicas y tintos de verano. El aire bamboleaba la tela negra y yo miraba los árboles, oía clapear el agua junto a mi oreja, me entretenía un pájaro que había venido a posarse en las cercanías. Era un estado de verdadera beatitud. Un hueco entre apretada sombra que había encontrado junto al agua me garantizaba sombra hasta el día siguiente si fuera necesario. No obstante no tardé en dormirme.



Cuando estoy de caminos nunca tardo en dormirme; rara es la noche en que me dé tiempo a contemplar por un rato las estrellas, como fue el caso de anoche. Después del collado de Caroch había sido una medio jornada larga a caballo de extensísimas lomas en donde el camino, siguiendo el trazado de un hipotético acueducto, se mantuvo siempre a la misma altura hasta el momento en que el cielo se puso de oro, esa bella fotografía que encabezaba mi post de ayer; luego, desde allí, describiendo grandes bucles el camino se fue hundiendo en el valle y en la noche hasta alcanzar la amplia llanura que se abría entre dos altos farallones, al este y al oeste respectivamente. A la vera del camino, sobre un campo de labranza abandonado, establecí mi vivac; el cielo había empezado a cubrirse sospechosamente, pero no le di mayor importancia. Cené, me preparé mi capuccino y, en el saco, mientras daba pequeños sorbos a mi bebida, escuché a los grillos y contemplé largamente las estrellas. Estrellas de verano, las cambiantes y conocidas constelaciones del verano. Si camino hacia el norte me siento incómodo cuando me veo obligado a disponer mi vivac en otra posición que no sea mirando hacia la estrella Polar; si por el contrario camino hacia el sur la Osa Mayor debe quedar de manera que echando hacia tras la cabeza la vea allá, tras mi espalda. Así Casiopea la tengo un poquito a mi izquierda; como dormir me duermo a una hora más o menos similar, cada constelación ocupa un lugar familiar preciso cada noche. Imagínate lo incómodo que sería si cada noche al irnos a la cama, encontráramos la estantería, los cuadros, la mesilla de noche, en lugares diferentes. No, no, hay que ser un poco ordenado en la vida, de manera que resulta agradable, cuando uno se va a dormir poder encontrarse con las constelaciones en el lugar acostumbrado.



Me despertó un atisbo de lluvia. El agua hacía tac tac sobre mi saco de dormir. Salté y encendí la cámara para ver qué hora era; se tratraba de saber si me quedaba mucho tiempo de sueño y me decidía a aguantar aquello acurrucado bajo la capa de agua o si por el contrario, cercana la hora de levantarme, sería preferible recoger y salir pitando. Pero no fue necesaria la consulta, en aquel mismo instante sonó la alarma del teléfono. Tampoco hubo lluvia. Un tranquilo camino atravesó de parte a parte aquel llano hasta toparse con los barrancos del río Júcar, momento en que de camino serio y coqueto entre olivos, pinos y tierras de labranza abandonadas, pasó a transformarse entonces de un brusco giro hacia levante, en agreste y poco practicable sendero; eso sí, bien señalado, el blanco y el rojo de siempre apareciendo a cada instante. Los romeros, los espinos y todo tipo de vegetación habían invadido la senda; el paisaje era espléndido, agreste, grandes farallones se alzaban a mi derecha; a la izquierda la pendiente se hundía abruptamente hasta caer sobre el agua del embalse que retozaba solitaria y verdosa a mis pies como un enorme fiordo noruego. Mientras tanto yo seguía con atención las interesantes distinciones que hacía Lou Marinoff entre daño y ofensa, te hace daño el que te pisa sin querer, pero no te ofende, y te ofende aquel que te insulta, por ejemplo; para que la cosa llegue a ofensa nuestro yo debe tomar parte activa y aceptarla. Marinoff hacía depender de esta diferencia una parte importante de las calamidades de la vida personal que pueden colársenos de rondó. La cantidad de nimiedades que perturban nuestra vida porque nuestra educación moral, mal informada y a veces de aspecto patibulario, nos impele a una desproporcional respuesta cuando nos consideramos profundamente ofendidos por algo que acaso pudiera haber sido salvado con un acto de sentido del humor. Una altura moral conveniente, debería entrenarnos suficientemente para las ofensas dejen de serlo. En estas cosas andaba metido mientras mis brazos y piernas se iban llenando de arañazos de todos los colores, mientras saltaba entre las zarzas, me abría paso entre la garriga y las coriaceas hojas de algunos arbustos. Je, el día anterior me había encontrado con un letrerito que decía, tres horas a Cortes de Pallás. El que puso el cartelito se lo debió de inventar pasando el ratón por el mapa de la zona. La verdad es que el paisaje era de excepción. En conjunto, esto que llevo andado desde Vallada, constituye la parte más salvaje y solitaria desde que comencé a caminar allá por Conil de la Frontera.







Venta Gaeta y río Magro, 04/08/10


Soñé con un mundo en el que los alumnos tiraban cóctels motolov contra la fachada del colegio. Las llamas subían hasta el primer piso. Reinaba un desorden fenomenal pero nadie hacía nada, la vista gorda como mucho. Las escenas de violencia se sucedían y mi asombro era tanto para aquello que sucedía como para la falta de reacción de los responsables. Mientras tantos una sensación de hormigas diminutas corriéndome por el cuerpo me despertaba; pasaba la mano por el cuerpo estrujando aquellos cuerpos minúsculos, pero al momento ya estaban allí otra vez. Terminé por levantarme y encender la luz, miré minuciosamente a mi alrededor, en la ropa, sobre el aislante, en la almohada: nada, absolutamente nada. Determiné ponerme una camisa y eso alivió el tránsito de los supuestos insectos por encima de mi piel. Y así volví a mi sueño. Recorría el edificio buscando al director para exponerle lo que estaba viendo, pero éste no aparecía; al fin una mujer joven que parecía ser su secretaria, se decidió a buscarlo. La acompañe, yo le contaba mientras tanto que había visto a uno de ellos, uno de mis antiguos alumnos, el hijo del herrero, un niño con aspecto algo enajenado, de prontos imprevisibles y totalmente inconscientes, tirar uno de esos cócteles contra las ventanas del piso primero; le decía de la risa boba que tenía cuando lo lanzó, de su aspecto ilusionadamente infantil. Caminábamos por la calle al encuentro del director, pero aquello solo parecía un estrategia para sacarme del escenario de los hechos. Me sacó del sueño el despertador.


Cuando camino siento más mi yo, especialmente en esta nocturnidad de la madrugada que precede al alba, el silencio, la oscurtidad, sólo el leve perfil de los montes en un cielo cubierto. En momentos así estoy plenamente conmigo, algo bien diferente de cuando, ocupado en esto o aquello, yendo y viniendo de acá para allá con alguna obligación, esas horas en que mi mismidad desaparece para convertirme en alguien casi ajeno a mí mismo; en esas ocasiones, al final del día llego a sentir con fuerza que me estoy echando de menos, me falta la autoconciencia de la presencia propia; algo así como le puede suceder al enamorado que echa de menos a su amante después de determinada ausencia. No hay estrellas esta mañana, algunas luces dispersas en la lejanía indican distinto tipo de instalaciones de Iberdrola. Apenas unos cientos de metros más arriba desaparece el asfalta y el camino se convierte en una estrecha senda.


¡Las hermosas y agrestes barranqueras del Júcar! Tierra inhóspita y solitaria donde es posible experimentar una enorme soledad; uno imagina que todos aquellos barrancos que se hunden a ambos lados del camino, mínima senda obstaculizada continuamente por acebos, romeros, espinos, una apretada vegetación que hace fatigoso el caminar, que sube, baja, rodea quebradas, se hunde en una cárcava; que todo aquello pertenece a un mundo que no está en los mapas que corrientemente utilizamos cuando nos desplazamos en coche. Un mundo inesperado, que acaso podemos imaginar en remotas tierras, pero no allá en la habitual geografía del ciudadano de a pie. A lo lejos siempre aparece en algún rincón las aguas verdosas del embalse del Júcar. Al norte el camino termina por precipitarse sobre un breve llano donde está la venta Gaeta. Allí me reposo, me miro las ampollas que han crecido de manera un tanto alarmante hasta el punto de que cuando recomienzo a andar parezco un auténtico pato; mis pies necesitan un rato de camino para acostumbrarse al dolor. Cosa extraña la de las ampollas, que hacía años no me salían. Hoy he tenido que quitarme unas alzas de silicona que me puse unos días con la idea de minimizar el impacto sobre la rótula; quizás tengan ellas la culpa.
La venta donde desayuno es un concurrido lugar, unas pocas casas, guardia civiles, trabajadores, turistas, un ajetreo un tanto agitado para el silencio en que me muevo estos días. Frente a la venta se alzan nuevas montañas, la sierra Pico de los Ajos que debo atravesar nada más salir de aquí, una nueva etapa de treinta kilómetros por terreno agresto y deshabitado.

Río Magro. Atravieso la solanera y una sierra de arbustos, acebos, los consabidos espinos; un terreno un tanto más humanizado. En la subida he perdido la botella de agua, que por otra parte iba vacía y que me negué a llenar pese a la insistencia del ventero cuando éste me aseguró que había agua en el río Magro, que la había por otra parte, pero que no era bebible, aunque sí agradable para el baño y para el oído junto a un prado lleno de juncales y unos bonitos cardos de los que olvidé el nombre. Menos mal que por el camino me tropecé con un par de chavales que me regalaron una botella en la que se bamboleaba todavia medio litro. De ellos me hice repetir las indicaciones para llegar a la siguiente fuente, que en principio no estaba muy lejos del río. Atravieso la solanera y una sierra de arbustos y acebos escuchando la novela de Flaubert, La educación sentimental. Estoy desencantado de Flaubert, su protagonista se ha convertido en el transcurso de un centenar de páginas en un niño pijo y malcriado que me parece bobo de remate; además está ese manido recurso que con tanto abuso practicaron los autores del siglo XIX, al protagonista le cae inevitablemente la consabida herencia, que a la postre se convierte en el sustento continuado del argumento, múltiples embrollos que por otra parte cada vez aparecen más predecibles; las pelas del protagonista se convierten en ese panal de rica miel al que todas las moscas deben acudir. Por demás, el amante, Frederic, es un amante insoportablemente lelo , y, junto a él se mueven un puñado de personajes que son tan estereotipos que realmente se me hace difícil continuar con la lectura. Quizás mi juicio tenga que ver con las lecturas recientes de Balzac y Proust, en donde personajes y circunstancias parecidas ya estaban desarrollados, en La piel de zapa, por ejemplo, o en En busca del tiempo perdido. Leí esta novela hace muchos años y no recuerdo en absouto que me produjera esta mala impresión, de donde se puede deducir que el tamiz de los años y acaso la comparación con otras obras leídas posteriormente estén matizando mi aficiòn por el autor de Madame Bovary. Pese a mis ampollas, la verdad es que mi cuerpo está empezando a funcionar bastante bien. Al final del larguísimo descenso de la sierra, me esperaba un bucólico encuentro con el río Magro, un lugar delicioso, con refugio incluido, pero al que lamentablemente le faltaba una fuente. Las adelfas, tan habituales habitantes de lugares secos y agrestes, compartían los prados con los pinos, los juncos y los pinchos esos de los que mientras tanto he recordado el nombre, dipsacus.
Las moscas son montón, pero aun así es agradable estar espanzurrado en el prado, en porretas, con el fresquillo del río subiendo a todos los rincones del cuerpo mientras las chicharras y las libélulas, unas cantando, otras revoloteando alrededor sobre el agua dan amenidad al lugar.

Siguió una agradable caminata por tierra de pinares, paisaje ya humanizado, apacible, un paseo, vamos, después de superar las cuestas del río Magro. En el Pocico de Valentín me llené la tripa de agua y seguí el paseo hasta las cercanías del Barrio de Mijares. En el barranco de la Olivera, me instalé junto a la fuente de tres caños, bajo los enormes brazos de un sauce centenario. Las ranas y el murmullo del agua velarán hoy mi sueño.