Venta Gaeta y río Magro, 04/08/10


Soñé con un mundo en el que los alumnos tiraban cóctels motolov contra la fachada del colegio. Las llamas subían hasta el primer piso. Reinaba un desorden fenomenal pero nadie hacía nada, la vista gorda como mucho. Las escenas de violencia se sucedían y mi asombro era tanto para aquello que sucedía como para la falta de reacción de los responsables. Mientras tantos una sensación de hormigas diminutas corriéndome por el cuerpo me despertaba; pasaba la mano por el cuerpo estrujando aquellos cuerpos minúsculos, pero al momento ya estaban allí otra vez. Terminé por levantarme y encender la luz, miré minuciosamente a mi alrededor, en la ropa, sobre el aislante, en la almohada: nada, absolutamente nada. Determiné ponerme una camisa y eso alivió el tránsito de los supuestos insectos por encima de mi piel. Y así volví a mi sueño. Recorría el edificio buscando al director para exponerle lo que estaba viendo, pero éste no aparecía; al fin una mujer joven que parecía ser su secretaria, se decidió a buscarlo. La acompañe, yo le contaba mientras tanto que había visto a uno de ellos, uno de mis antiguos alumnos, el hijo del herrero, un niño con aspecto algo enajenado, de prontos imprevisibles y totalmente inconscientes, tirar uno de esos cócteles contra las ventanas del piso primero; le decía de la risa boba que tenía cuando lo lanzó, de su aspecto ilusionadamente infantil. Caminábamos por la calle al encuentro del director, pero aquello solo parecía un estrategia para sacarme del escenario de los hechos. Me sacó del sueño el despertador.


Cuando camino siento más mi yo, especialmente en esta nocturnidad de la madrugada que precede al alba, el silencio, la oscurtidad, sólo el leve perfil de los montes en un cielo cubierto. En momentos así estoy plenamente conmigo, algo bien diferente de cuando, ocupado en esto o aquello, yendo y viniendo de acá para allá con alguna obligación, esas horas en que mi mismidad desaparece para convertirme en alguien casi ajeno a mí mismo; en esas ocasiones, al final del día llego a sentir con fuerza que me estoy echando de menos, me falta la autoconciencia de la presencia propia; algo así como le puede suceder al enamorado que echa de menos a su amante después de determinada ausencia. No hay estrellas esta mañana, algunas luces dispersas en la lejanía indican distinto tipo de instalaciones de Iberdrola. Apenas unos cientos de metros más arriba desaparece el asfalta y el camino se convierte en una estrecha senda.


¡Las hermosas y agrestes barranqueras del Júcar! Tierra inhóspita y solitaria donde es posible experimentar una enorme soledad; uno imagina que todos aquellos barrancos que se hunden a ambos lados del camino, mínima senda obstaculizada continuamente por acebos, romeros, espinos, una apretada vegetación que hace fatigoso el caminar, que sube, baja, rodea quebradas, se hunde en una cárcava; que todo aquello pertenece a un mundo que no está en los mapas que corrientemente utilizamos cuando nos desplazamos en coche. Un mundo inesperado, que acaso podemos imaginar en remotas tierras, pero no allá en la habitual geografía del ciudadano de a pie. A lo lejos siempre aparece en algún rincón las aguas verdosas del embalse del Júcar. Al norte el camino termina por precipitarse sobre un breve llano donde está la venta Gaeta. Allí me reposo, me miro las ampollas que han crecido de manera un tanto alarmante hasta el punto de que cuando recomienzo a andar parezco un auténtico pato; mis pies necesitan un rato de camino para acostumbrarse al dolor. Cosa extraña la de las ampollas, que hacía años no me salían. Hoy he tenido que quitarme unas alzas de silicona que me puse unos días con la idea de minimizar el impacto sobre la rótula; quizás tengan ellas la culpa.
La venta donde desayuno es un concurrido lugar, unas pocas casas, guardia civiles, trabajadores, turistas, un ajetreo un tanto agitado para el silencio en que me muevo estos días. Frente a la venta se alzan nuevas montañas, la sierra Pico de los Ajos que debo atravesar nada más salir de aquí, una nueva etapa de treinta kilómetros por terreno agresto y deshabitado.

Río Magro. Atravieso la solanera y una sierra de arbustos, acebos, los consabidos espinos; un terreno un tanto más humanizado. En la subida he perdido la botella de agua, que por otra parte iba vacía y que me negué a llenar pese a la insistencia del ventero cuando éste me aseguró que había agua en el río Magro, que la había por otra parte, pero que no era bebible, aunque sí agradable para el baño y para el oído junto a un prado lleno de juncales y unos bonitos cardos de los que olvidé el nombre. Menos mal que por el camino me tropecé con un par de chavales que me regalaron una botella en la que se bamboleaba todavia medio litro. De ellos me hice repetir las indicaciones para llegar a la siguiente fuente, que en principio no estaba muy lejos del río. Atravieso la solanera y una sierra de arbustos y acebos escuchando la novela de Flaubert, La educación sentimental. Estoy desencantado de Flaubert, su protagonista se ha convertido en el transcurso de un centenar de páginas en un niño pijo y malcriado que me parece bobo de remate; además está ese manido recurso que con tanto abuso practicaron los autores del siglo XIX, al protagonista le cae inevitablemente la consabida herencia, que a la postre se convierte en el sustento continuado del argumento, múltiples embrollos que por otra parte cada vez aparecen más predecibles; las pelas del protagonista se convierten en ese panal de rica miel al que todas las moscas deben acudir. Por demás, el amante, Frederic, es un amante insoportablemente lelo , y, junto a él se mueven un puñado de personajes que son tan estereotipos que realmente se me hace difícil continuar con la lectura. Quizás mi juicio tenga que ver con las lecturas recientes de Balzac y Proust, en donde personajes y circunstancias parecidas ya estaban desarrollados, en La piel de zapa, por ejemplo, o en En busca del tiempo perdido. Leí esta novela hace muchos años y no recuerdo en absouto que me produjera esta mala impresión, de donde se puede deducir que el tamiz de los años y acaso la comparación con otras obras leídas posteriormente estén matizando mi aficiòn por el autor de Madame Bovary. Pese a mis ampollas, la verdad es que mi cuerpo está empezando a funcionar bastante bien. Al final del larguísimo descenso de la sierra, me esperaba un bucólico encuentro con el río Magro, un lugar delicioso, con refugio incluido, pero al que lamentablemente le faltaba una fuente. Las adelfas, tan habituales habitantes de lugares secos y agrestes, compartían los prados con los pinos, los juncos y los pinchos esos de los que mientras tanto he recordado el nombre, dipsacus.
Las moscas son montón, pero aun así es agradable estar espanzurrado en el prado, en porretas, con el fresquillo del río subiendo a todos los rincones del cuerpo mientras las chicharras y las libélulas, unas cantando, otras revoloteando alrededor sobre el agua dan amenidad al lugar.

Siguió una agradable caminata por tierra de pinares, paisaje ya humanizado, apacible, un paseo, vamos, después de superar las cuestas del río Magro. En el Pocico de Valentín me llené la tripa de agua y seguí el paseo hasta las cercanías del Barrio de Mijares. En el barranco de la Olivera, me instalé junto a la fuente de tres caños, bajo los enormes brazos de un sauce centenario. Las ranas y el murmullo del agua velarán hoy mi sueño.  





1 comentario:

Noches de luna dijo...

Yo también estoy de relectura: Dostoievsky, Apuntes del subsuelo. Me va mejor que a ti con Flaubert, pero esto de releer no es siempre la panacea que me había imaginado. El disfrute depende mucho del momento, de las circunstancias en las que lees y sobre todo de las posibilidades de encuentros nuevos o no recordados. Me resulta más fácil cuando veo por segunda, tercera... vez una película; quizá porque lo que ves es más volátil que lo que lees y da pie más fácilmente a descubrir aspectos que no habías percibido en una anterior visión.

Otro beso.