En el aeropuerto con mi hija Lucía |
Gaishorn – Salzburgo – Munich – Madrid, 30 de junio use 2024,
Lo escribe Pedro Mateo:
“tanto en las etapas de dureza como en los momentos de flaqueza, siempre
cerveza!!!” Hoy, y rimando, después de la dureza y la flaqueza tocó cerveza. Vamos que no
se me arrugue el ánimo en esta vuelta camino de casa.
* **
Mientras desayuno en la
tienda voy revisando mentalmente mi equipaje para estimar qué puedo abandonar de
cara a los días sucesivos, todo lo que de momento no sea totalmente
imprescindible. Los crampones… fuera; una batería, dos cajas donde llevo los
eléctricos… fuera; un forro suplementario… fuera. Y así poco a poco hasta desechar también el muesli y la leche en
polvo para buscarme los desayunos en algún refugio. De poco más puedo
prescindir. Quizás dejar la comida de por si acaso en unos pocos frutos
secos. ¿Y el agua? El agua no tiene solución. Ya el segundo día de caminar cogí
una de esas cíclicas infecciones de orina que se han convertido en inseparables
amigas de mi cuerpo. Había traído medicamentos y traté con ellos la infección,
pero ayer mismo volvió de nuevo con más fuerza. Así que imposible prescindir de
una buena cantidad de agua.
Todo inútil, nada más
empezar a bajar, la pierna izquierda que llevo ya dando señales inequívocas de
un amenazante dolor en la corva desde ayer, empieza a chillarme… Menudo
panorama.
Y desciendo pesaroso por una pista rodeado del
canto de los pájaros diciéndome que no hay nada que hacer. El pasado año la
lumbalgia, este año la pierna por exceso de peso y una infección de orina.
Alguna ninfa me ha echado el mal de ojo y no hay tu tía. Me cuesta rendirme a
la evidencia de la situación, pero media hora más tarde me siento a la vera del
camino y exploro las posibilidades de llegar a casa ya mismo. Los vuelos desde
Viena están por las nubes. Busco otros aeropuertos. En diez minutos tengo el
billete de Múnich – Madrid y otro de tren con el que atravesaré Austria.
Si no pierdo ninguna
conexión esta noche estaré en casa. Bye bye a los Alpes.
***
Viajar en tren tiene mucha
gracia en un mundo como éste que apenas te deja tiempo para la simple
contemplación. El runrún; el olor a café que un empleado me sirve cortesmente;
las sensaciones, ahora que estoy en pleno regreso y sin dudas por dentro, que
vienen a rozar mi ánimo con delicadeza; las montañas, lejanas como a años luz
de mi futuro inmediato y que ahora contemplo como si fueran parte de la
exposición de un museo; la muchacha de enfrente, al otro lado del pasillo,
ensimismada con algo que escribe en su portátil; esta luz suave de un cielo
cubierto que amortigua los colores. El puro estar aquí y ahora de cuando el
reloj ha perdido su sentido.
Me entretengo en hacer un
selfie. Se lo mando a la familia: “El salvaje frustrado vuelve casa o Odiseo
regresa a Ítaca junto a Penélope”. A mi Penélope le gusta estar algún tiempo
sola en casa y disfrutar de la soledad de El Chorrillo.
Enormes montañas pasan
frente a la ventanilla. ¿Quién en su sano juicio habría imaginado siglos atrás
esta fiebre que sufren determinados sapiens de querer encaramarse continuamente
a ellas? Las montañas, objeto de contemplación durante tanto tiempo, se han
convertido hoy en singulares motivos personales. Para los últimos llegados a
ellas en motivo de prestigio personal, un “allí estuve yo” que tanto vale como
hacerse un selfie ante una catástrofe
ferroviaria, si los muertos se ven, más valor tendrá en las redes, como para
presumir de haber estado en la cumbre del Everest junto a otros trescientos
turistas; para otros un desafío consigo mismo, ese ser interior que goza de sí
encaramándose a dificultades más allá de su zona de confort; para otros, más
modestos, como un servidor, un modo de dar salida a pulsiones interiores que
acaso no necesiten de una explicación plausible. Si no buscáramos con tanta
frecuencia un porqué quizás seríamos como las polillas o las salamanquesas, que viendo en las noches de
verano un farolillo en la fachada de las casas, no dudan en acercarse a husmear
a su alrededor. La fachada serían las paredes de roca a las que se encaraman aquellos
a los que se les ha metido dentro el hormiguillo de alcanzar esa luz veraniega
transformada en cumbre. Eso o que saben que por allí merodean las polillas, un
manjar para las salamanquesas sin más y que para el escalador, dotado de unos
cuantos centímetros cúbicos más de masa cerebral, convierte el manjar culinario
de llegar a la cumbre en manjar del espíritu.
Alguien supuso que
descendemos del mono, pero puestos a especular, también podríamos decir que los
escaladores y los amantes de las montañas somos descendientes directos de las
salamanquesas en busca de la luz, esa luz que a Santa Teresa le hacía levitar y
que a tantos montañeros y escaladores les hace también levitar, aunque con la
ayuda de cuerdas y sofisticados mecanismos de seguridad, eso los más
normalitos, que los otros, los Hannold, los Capri o los Papila, que esos
levitan por las paredes en puro estilo teresiano sin cuerda ni na.
En fin, que queda viaje
para rato. De momento estamos llegando a Salzburgo. Voy a hacer una pausa.
De qué manera tan distinta
se acerca uno a la gente cuando durante todo el día nos estamos relacionando con
personas de diferente condición y nacionalidad…
Una señora mayor, chiquita, octogenaria, quizás mide menos de uno
cuarenta, se hace sitio en el autobús de embarque. Va cargada con dos grandes
maletas, un chal y una bolsa adicional. Me mira
como pidiendo comprensión mientras le hago sitio en el autobús ya
repleto. Es que no quiero quedarme en tierra, dice. Ha debido llegar a la
carrera al mostrador de facturación ya cerrada, pero agotada y todo no pierde
los nervios, me sonríe con complacencia. Me recordaba una anciana con la que
viajé hace años por Indonesia con la que me entendí durante todo el viaje a
base de señas. Su mirada era tan dulce que en una de las paradas le pedí que me
dejara hacerle un retrato. Y accedió. Bajo estas líneas está.
Despegamos. Un milagro no
haber perdido ningún transbordo, todos ellos de pocos minutos. Si no andas muy
despierto lo mismo te quedas en tierra. Estamos en Centro Europa y aquí la
logística funciona bien cuando tienes
que cruzar un país entero con varios transbordos. Hablaba más arriba de
curiosidad. También ésta se pierde. Recuerdo mis primeros viajes en avión
cuando en la pista todo era correr, marica el último, para coger un asiento de
ventanilla y poder abrir los ojos a ese fantástico mundo de nubes, de montañas
desde arriba, de campos agrícolas ajedrezados, ese mundo que tanto inspiró al
aviador Saint-Exupéry sobre la vida y sus circunstancias. Hoy sólo livianamente
llama nuestra atención lo que sucede tras la ventanilla del avión.
Por
añadidura hoy me tocó volar con Mateo, un joven abogado argentino aficionado a
los viajes. Una suerte, el placer de conversar mientras altos cumulonimbos de
caprichosas formas, blancos como seracs de invierno, como nubes de azúcar, potentes,
caprichosos, como salidos de la paleta de un Turner daltónico. Viajar por todo
el mundo mientras viajas atravesando Alemania, Francia, España, es una
redundancia propia de los amantes de ir de un lugar a otro del planeta. Mateo,
que se iba con su chica, Clarita, esos candoroso diminutivos que usan por el
Cono Sur, próximamente a Extremo Oriente, no pudo encontrar mejor interlocutor
para ese vuelo de algo más de dos horas. En Occidente somos parcos y poco dados
a entablar conversación con desconocidos cuando viajamos en bus, tren o avión,
pero a veces sí, a veces salta la chispa y es agradable compartir viajes, ideas
o aficiones comunes. Sucedió con Mateo.
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