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Día 6. Bye bye a los Alpes. Dureza, flaqueza, cerveza…

 

En el aeropuerto con mi hija Lucía

Gaishorn – Salzburgo Munich – Madrid, 30 de junio use 2024,

Lo escribe Pedro Mateo: “tanto en las etapas de dureza como en los momentos de flaqueza, siempre cerveza!!!” Hoy, y rimando, después de la dureza y la flaqueza tocó cerveza. Vamos que no se me arrugue el ánimo en esta vuelta camino de casa.

* **

Mientras desayuno en la tienda voy revisando mentalmente mi equipaje para estimar qué puedo abandonar de cara a los días sucesivos, todo lo que de momento no sea totalmente imprescindible. Los crampones… fuera; una batería, dos cajas donde llevo los eléctricos… fuera; un forro suplementario… fuera. Y así poco a poco hasta  desechar también el muesli y la leche en polvo para buscarme los desayunos en algún refugio. De poco más puedo prescindir. Quizás dejar la comida de por si acaso en unos pocos frutos secos. ¿Y el agua? El agua no tiene solución. Ya el segundo día de caminar cogí una de esas cíclicas infecciones de orina que se han convertido en inseparables amigas de mi cuerpo. Había traído medicamentos y traté con ellos la infección, pero ayer mismo volvió de nuevo con más fuerza. Así que imposible prescindir de una buena cantidad de agua.

Todo inútil, nada más empezar a bajar, la pierna izquierda que llevo ya dando señales inequívocas de un amenazante dolor en la corva desde ayer, empieza a chillarme… Menudo panorama.

 Y desciendo pesaroso por una pista rodeado del canto de los pájaros diciéndome que no hay nada que hacer. El pasado año la lumbalgia, este año la pierna por exceso de peso y una infección de orina. Alguna ninfa me ha echado el mal de ojo y no hay tu tía. Me cuesta rendirme a la evidencia de la situación, pero media hora más tarde me siento a la vera del camino y exploro las posibilidades de llegar a casa ya mismo. Los vuelos desde Viena están por las nubes. Busco otros aeropuertos. En diez minutos tengo el billete de Múnich – Madrid y otro de tren con el que atravesaré Austria.

Si no pierdo ninguna conexión esta noche estaré en casa. Bye bye a los Alpes.

***

Viajar en tren tiene mucha gracia en un mundo como éste que apenas te deja tiempo para la simple contemplación. El runrún; el olor a café que un empleado me sirve cortesmente; las sensaciones, ahora que estoy en pleno regreso y sin dudas por dentro, que vienen a rozar mi ánimo con delicadeza; las montañas, lejanas como a años luz de mi futuro inmediato y que ahora contemplo como si fueran parte de la exposición de un museo; la muchacha de enfrente, al otro lado del pasillo, ensimismada con algo que escribe en su portátil; esta luz suave de un cielo cubierto que amortigua los colores. El puro estar aquí y ahora de cuando el reloj ha perdido su sentido.

Me entretengo en hacer un selfie. Se lo mando a la familia: “El salvaje frustrado vuelve casa o Odiseo regresa a Ítaca junto a Penélope”. A mi Penélope le gusta estar algún tiempo sola en casa y disfrutar de la soledad de El Chorrillo.

Enormes montañas pasan frente a la ventanilla. ¿Quién en su sano juicio habría imaginado siglos atrás esta fiebre que sufren determinados sapiens de querer encaramarse continuamente a ellas? Las montañas, objeto de contemplación durante tanto tiempo, se han convertido hoy en singulares motivos personales. Para los últimos llegados a ellas en motivo de prestigio personal, un “allí estuve yo” que tanto vale como hacerse un selfie ante una  catástrofe ferroviaria, si los muertos se ven, más valor tendrá en las redes, como para presumir de haber estado en la cumbre del Everest junto a otros trescientos turistas; para otros un desafío consigo mismo, ese ser interior que goza de sí encaramándose a dificultades más allá de su zona de confort; para otros, más modestos, como un servidor, un modo de dar salida a pulsiones interiores que acaso no necesiten de una explicación plausible. Si no buscáramos con tanta frecuencia un porqué quizás seríamos como las polillas o las  salamanquesas, que viendo en las noches de verano un farolillo en la fachada de las casas, no dudan en acercarse a husmear a su alrededor. La fachada serían las paredes de roca a las que se encaraman aquellos a los que se les ha metido dentro el hormiguillo de alcanzar esa luz veraniega transformada en cumbre. Eso o que saben que por allí merodean las polillas, un manjar para las salamanquesas sin más y que para el escalador, dotado de unos cuantos centímetros cúbicos más de masa cerebral, convierte el manjar culinario de llegar a la cumbre en manjar del espíritu.

Alguien supuso que descendemos del mono, pero puestos a especular, también podríamos decir que los escaladores y los amantes de las montañas somos descendientes directos de las salamanquesas en busca de la luz, esa luz que a Santa Teresa le hacía levitar y que a tantos montañeros y escaladores les hace también levitar, aunque con la ayuda de cuerdas y sofisticados mecanismos de seguridad, eso los más normalitos, que los otros, los Hannold, los Capri o los Papila, que esos levitan por las paredes en puro estilo teresiano sin cuerda ni na.

En fin, que queda viaje para rato. De momento estamos llegando a Salzburgo. Voy a hacer una pausa.

De qué manera tan distinta se acerca uno a la gente cuando durante todo el día nos estamos relacionando con personas de diferente condición y nacionalidad…  Una señora mayor, chiquita, octogenaria, quizás mide menos de uno cuarenta, se hace sitio en el autobús de embarque. Va cargada con dos grandes maletas, un chal y una bolsa adicional. Me mira  como pidiendo comprensión mientras le hago sitio en el autobús ya repleto. Es que no quiero quedarme en tierra, dice. Ha debido llegar a la carrera al mostrador de facturación ya cerrada, pero agotada y todo no pierde los nervios, me sonríe con complacencia. Me recordaba una anciana con la que viajé hace años por Indonesia con la que me entendí durante todo el viaje a base de señas. Su mirada era tan dulce que en una de las paradas le pedí que me dejara hacerle un retrato. Y accedió. Bajo estas líneas está.


No sé qué clase de conocimiento se adquiere contactando con tanta gente todo el día, pero seguro sí, algo sucede, no hay ningún tipo de indiferencia en ello. Quizás es que no es algo usual en mí y me sucede como a los niños curiosos que todo a su alrededor llama su atención. Incluso hasta los bichos que se cuelan en mi tienda me distraen. Esta mañana una mariposa y algún insecto más volaban dándose de narices con la tela de la tienda. Me propuse echar a todos antes de desmontarla, pero, sorry, luego me olvidé. Que descansen en paz.

Despegamos. Un milagro no haber perdido ningún transbordo, todos ellos de pocos minutos. Si no andas muy despierto lo mismo te quedas en tierra. Estamos en Centro Europa y aquí la logística funciona bien cuando tienes que cruzar un país entero con varios transbordos. Hablaba más arriba de curiosidad. También ésta se pierde. Recuerdo mis primeros viajes en avión cuando en la pista todo era correr, marica el último, para coger un asiento de ventanilla y poder abrir los ojos a ese fantástico mundo de nubes, de montañas desde arriba, de campos agrícolas ajedrezados, ese mundo que tanto inspiró al aviador Saint-Exupéry sobre la vida y sus circunstancias. Hoy sólo livianamente llama nuestra atención lo que sucede tras la ventanilla del avión.

Por añadidura hoy me tocó volar con Mateo, un joven abogado argentino aficionado a los viajes. Una suerte, el placer de conversar mientras altos cumulonimbos de caprichosas formas, blancos como seracs de invierno, como nubes de azúcar, potentes, caprichosos, como salidos de la paleta de un Turner daltónico. Viajar por todo el mundo mientras viajas atravesando Alemania, Francia, España, es una redundancia propia de los amantes de ir de un lugar a otro del planeta. Mateo, que se iba con su chica, Clarita, esos candoroso diminutivos que usan por el Cono Sur, próximamente a Extremo Oriente, no pudo encontrar mejor interlocutor para ese vuelo de algo más de dos horas. En Occidente somos parcos y poco dados a entablar conversación con desconocidos cuando viajamos en bus, tren o avión, pero a veces sí, a veces salta la chispa y es agradable compartir viajes, ideas o aficiones comunes. Sucedió con Mateo.

En la Terminal 4 esperaban al vagabundo frustrado mi hija y su chico Quique. Se ha convertido casi ya en hábito que Quique y Lucía me vayan a esperar al aeropuerto. Es bonito.

 

 

 

 

 


Día 5. Incertidumbre

 


47°30.7880'N 14°33.3570'E, Camino de Trieben, 29 de junio de 2024 

Incertidumbre, esa palabra casi siempre en el umbral de algo por suceder. Esto, siendo mi diario de los caminos, probablemente no tendría que subirlo a ningún sitio, o por lo menos no compartirlo, entre otras cosas porque a nadie interesan las penurias por las que el vagabundo pasa o deja de pasar. Viene de días ya que me pregunto si debería continuar o no. Y hoy, que fue día de sol e hice 1100 metros de ascenso y 1700 de descenso, es otra vuelta más de tuerca a la incertidumbre. Demasiado cansancio y sobre todo esa sensación de que ya no puedes más que se presenta cuando llevo cerca de una hora subiendo. He pasado esta tarde repasando la ruta central a la que debería incorporarme mañana después de terminar el tramo norte que había dejado a medias el pasado año, y los desniveles a superar o bajar en algunas etapas, en las condiciones en que estoy ahora me parecen imposibles. Creo que no es cosa del ánimo, simplemente es que el peso que llevo encima me parece superior a mis fuerzas. Los primeros días de ruta como ésta son siempre penosos hasta que el cuerpo va cogiendo fuerza, pero eso que me decía un amigo el otro día de que más tarde será coser y cantar, me temo que en esta ocasión no. En fin, no sé. He dejado la ruta norte y ahora bajo a Trieben, en donde debería tomar la ruta morada de la Vía Alpina hasta alcanzar la Central que cruza Austria de este a oeste. De momento eso de disfrutar de la caminata no ha llegado todavía. 

Ya veré. A otra cosa. Ayer había acampado más abajo del refugio Hesshütte. Fue un largo descenso con encuentros muy variopintos. Es sábado y por el sendero desde muy temprano me cruzo con montañeros y escaladores camino del refugio. En el valle un pueblo de cuatro casas y un sol que caía con fuerza sobre el cuerpo y que me hizo muy penosa la subida. Al final quince minutos de parada cada hora me eran insuficientes. Setecientos u ochocientos metros de subida, nada extraordinario, pero que me dejaron muy tocado. 



Hacia meses que había dejado de beber alcohol, pero ya antes de salir de casa me había preguntado si faltaría a los rituales de tantos años, esa enorme cerveza de cuando llegas sediento y sudoroso al refugio. Total, que cuando estaba haciendo el pedido no me pareció hacer esperar al camarero mientras lo pensaba, así que ahí estaba, ese medio litro de rubia cerveza de la que llegando a un refugio en los veranos nunca había prescindido. Busco la soledad de un apartado rincón del refugio donde he descubierto un enchufe. Este año el panel solar se quedó en casa. Lo eché a cara o cruz, si baterías o panel y salió baterías, así que algo de autonomía sí he perdido. Cuando encuentro un enchufe en mi camino, allí me quedo junto a él un buen rato después de la comida. Si hubiera salido panel ese tiempo después de la comida habría sido de siesta a la sombra. 

Mientras se cargaba el teléfono eché un vistazo por ahí. Me llamó la atención cierto tono sentencioso que encuentro a veces en posts de las redes, como de quien toma su verdad como verdad absoluta. No me gusta este tono que hace de la verdad una especie de propiedad privativa de algunas personas, y no me gusta con más razón porque con frecuencia esas supuestas verdades no son más que meras opiniones. El secreto para no caer en cierto grado de petulancia es dejar suficientemente claro que se trata de una opinión, que opiniones son la mayoría de las veces cuando se nos escapa ese tonillo sentencioso que parece no dejar lugar a otra cosa. Repito, se nos, que con eso de las prisas sucede como cuando generalizamos en exceso y que yo cuando se me escapa recuerdo a Stevenson que decía que sólo los imbéciles generalizan. Un ejemplo reciente por mi parte viene de días atrás escribiendo uno de estos posts. A veces sin saber por qué te salta en la cabeza una afirmación que acaso sin estar  justificada tiene el aspecto de presentarse como una verdad de cajón. Me sucedió el otro día que afirmé por aquí, así sin más, que no existe el tiempo perdido más que para aquellos que no se toman la vida en serio (había que ver el contexto, claro). Algo que el que lee interpreta como que el que escribe sí se toma la vida en serio, no pierde el tiempo como “otros que…”. La precisión en el lenguaje no es moco de pavo, que a la que te descuides sin comerlo mi beberlo te pueden meter en el cajón de los listillos. 


Me canso de esperar, demasiado lenta la carga de mi teléfono, así que desenchufo, pido un bocata y un strudel para cenar, pago, cojo agua y me largo camino de una sombra o si se tercia de un lugar para mi tienda. 

Leo por el camino a Zygmunt Bauman, Sobre la educación en un mundo líquido. He dicho alguna vez que cuando me reencarne  no quiero volver a ser maestro, pero de hecho sigue siendo un tema que me apasiona. Quizás porque estoy totalmente seguro de que nunca será posible un mundo mejor mientras el analfabetismo funcional esté tan generalizado en el mundo. Afirma Bauman que “uno de los talentos cruciales en la sociedad de la información consiste en protegerse uno mismo contra el 99,99 por ciento de la información que se ofrece”. No se anda con chiquitas Bauman; protegerse del 99,99 % de la información que recibimos requiere una capacidad muy especial para filtrar, poner en cuestión y tratar de saber qué se está cociendo en el país o en el asunto que sea. Recoge Bauman un antiguo proverbio chino que dice: «Si haces planes para un año, planta maíz. Si haces planes para una década, planta árboles. Si haces planes para una vida, adiestra y educa a la gente».






Día 4. La virtud de la hospitalidad

 



47°32.6430'N 14°37.6980'E, Camino de Johnsbach, 28 de junio de 2024

El canto de los pájaros, un río que brama cercano y que llama mi atención haciendo que
me pregunte si tendré que cruzarlo, siempre la duda de esos ríos a principio de
temporada y después de toda la noche de lluvia, un rayo de sol que se abre paso entre
las nubes y viene a besar mi tienda… las sensaciones de primera hora cuando me
despierto después de otra noche de lluvia. Despertar poco a poco, las toallitas húmedas
para el aseo personal, el tazón de muesli, recoger, sacudir el agua de la tienda. La
mirada del gitano por si ha quedado olvidado algo por ahí, y en marcha.

Primer interrogante. Por donde marca el track nada de nada, una vegetación
impenetrable, y por el sendero de más adelante que señala el mapa, tampoco. Una
ubérrima vegetación que probablemente se ha comido todo resto de sendero. Más
adelante una señal blanquirroja a lo lejos evidencia lo que temía. En estas zonas dejas
un camino a su aire y es devorado en unos meses. Con la ayuda del gps me interno en la
selva con vegetación hasta el pecho. Consigo llegar al fondo del valle en estas
condiciones. El track indica un sendero donde no existe desde hace tiempo pero
siguiéndolo sí encuentro algunas señales. Si esto sucede a menudo, ayer también había
mucho de esto, voy a tener que incorporar un machete o una desbrozadora a mi equipo.
Esta manera de hacer montaña recuerda más los trabajos de Livingstone en las selvas de
Centro África que otra cosa. Al final no llega la sangre al río, algo más de media hora
luchando con esta miniselva y ya estoy en una pista que más abajo abandono para trepar
por la ladera izquierda camino del refugio Hesshütte.



El tiempo que había amanecido pichí pichá, que me ha envuelto durante un buen rato en
la niebla, definitivamente va tomando el aspecto ese sombrío que preludia lo peor.
Empiezan a caer esas gotitas de siempre que no sabes si irán a más o no, así que resisto,
resisto sólo un minuto más porque de repente un relámpago, un chupitazo y la lluvia
empieza a caer con violencia. Hace tiempo recuerdo que en ponerme el equipo de agua
tardaba enormidad, pero ya le he cogido el tranquillo y es visto y no visto. Todo el
equipo de agua va embutido en el bolsillo lateral. Así que entre el equipo de agua y un
sombrero que llevo que es ancho como un paraguas no se va nada mal. Visto esto desde
la comodidad de casa puede parecer un coñazo, pero no, metido en faena el cuerpo se
acostumbra a todo. Un rato más tarde en medio del diluvio avisto una cabaña en muy
buenas condiciones. El tubo de la chimenea echa buena cantidad de humo. Imagino a un
ganadero en el bienestar de su hábitat. Llueve a rabiar. Me acerco a la choza y de
repente veo que la puerta se abre y allí tengo a Michael dándome la bienvenida e
invitándome a pasar. Y yo, admirado por tanta hospitalidad casi dudo, pero no, que se
acabaron ya los años de esa timidez huidiza que hacía que cabezonamente me tragara
todas las lluvias antes de someterme a la hospitalidad de alguien. Así que entro, me
quito el equipo de agua que chorrea por todas partes, lo ponemos junto al fuego de la
chimenea y ya estoy en la gloria. La hermana de Michael vive en Toledo y tiene dos
niños, así que por vía de parentesco ya me siento como en mi casa. ¿Una bebida?,
ofrece Michael. ¿Y por qué no?, me digo. Y como he visto que la cabaña tiene placas
solares, ya hago el pedido completo y le confieso que mis baterías están a cero, que si
puedo… ¡Por supuesto! Y liado estoy con el cargador y las baterías cuando fuera se
oyen otras voces. Dos náufragos y una náufraga aparecen sonrientes por la puerta. Ya
somos cinco en la fiesta, así que una vez sentados y hechas las presentaciones, un
español solo por estas montañas es una rareza reconocida, y cada cual con su bebida y
algunas viandas que todos sacamos de nuestros macuto, se propone una foto de grupo.
Todos quieren llevarse a casa el recuerdo de este rato de hospitalidad. En este país casi
todo el mundo tiene conocimientos más o menos amplios de inglés, así que durante un
rato también puedo participar en la tertulia.



No duró mucho la tormenta, lo suficiente para que mis baterías me sacaran del apuro
inmediato que me obligaba a dejar la pantalla del teléfono en la penumbra. Los otros
invitados venían del refugio y yo iba hacia él, así que nos despedimos en la puerta de
Michael y cada cual tiró para su destino. Había despejado algo y Michael me indicó el
camino, un collado muy marcado allá en lo alto. Después un descenso no muy largo y
una subida a la derecha de un cuarto de hora, me dijo.

Llegar al collado me costó lo suyo. Fue subiendo esta cuesta que en algún momento
empecé a pensar si este proyecto que se me había metido en la cabeza de atravesar de
parte a parte la dorsal austriaca no sería demasiada tela para un servidor. Demasiada
tela, además, pensando en que ya mismo me había empezado a fastidiar la pierna
izquierda. Demasiada tela por el peso, que al fin y al cabo cuando uno lee sobre los
expedicionarios que andan por el Himalaya, a pocos imagino yo cargando con dieciocho
o diecinueve kilos a la espalda durante un par de meses. De todos modos no descarto
que en algún momento, sea porque mi pierna empeora o porque al final me rindiera a la
evidencia de que esto no son cosa ya para un septuagenario camino de los ochenta, pues
que… Pues que… Pues que…



Unos espaguetis a la boloñesa, una ensalada en el refugio (Pausa. Siempre es lo mismo,
cuando vas a poner la tienda ves vacas a kilómetros y te dices, esas no bajan hasta aquí.
Ya ya, aquí tengo ahora a todo el rebaño, y que las vacas sean españolas, francesas o
austriaca todas son iguales, no entienden otro lenguaje que el del palo. Tres veces he
tenido que salir para espantarlas, hasta que he sentido sobre la tienda los belfos de una y
entonces he tomado los bastones y me he liado a bastonazos con ellas, con el resultado
de que casi me cargo uno de ellos que ha quedado doblado. Después de esto se ve que
ha pasado su momento de curiosidad, que también lo tienen porque todas en masa
terminan tocando retirada, y se han largado). Decía que comí bien y después fue echarse
la siesta al sol mientras hacía tiempo para que se cargasen las baterías y el teléfono.
Gente amabilísima la del refugio y sus parroquianos. No hubo nadie que no respondiera
con un afable saludo a mi bye bye. Después ya fue todo bajar y bajar hasta encontrar
cobertura, un pequeño balcón desde el que después de dos días ya pude hablar un rato
con Victoria.











Día 3. Llueve, cómo no…

  



47°33.8160'N 14°42.8900'E, 27 de junio de 2024 

A las seis de la mañana, llueve a rabiar. Las siete, las ocho, las nueve, las diez, la música continúa. Al final salgo del sopor del sueño y me incorporo: mi palacio está seco. Una pequeña pausa, lo suficiente para dejarme hacer lo que nadie puede hacer por mí y apenas me he metido en la tienda de nuevo irrupción del diluvio sobre el lugar. Débil primero pero enseguida rabioso, brutal como antes. Fuera el aspecto era tan turbio que no se veía nada a unos pocos metros de distancia. El golpeteo del agua sobre la tela provoca en la condensación interior un pequeño refrigerio de finas gotas de agua. La humedad sí, la humedad dentro es alta.

Me he comido un cucurucho de cerezas y ahora estoy especulando sobre lo que pueda venir. Una subida por apretadisimo bosque en donde hay que abrirse paso en la vegetación para encontrar el sendero, seiscientos metros de subida, un largo descenso y un nuevo ascenso. Unas seis o siete horas en condiciones normales para llegar al refugio. Demasiado, y eso si dejara de llover, que no tiene pinta. A ello se añade que ando mal de batería. He traído dos conmigo, pero soy tan previsor y despistado que metí las baterías en el macuto sin comprobar la carga y será lo que se quiera pero es que hay zonas como estas en donde ni Dios se orientaría sin un gps, primero porque hay que buscar el sendero con lupa y después porque las bifurcaciones son muchas y las señales en las alturas, para todas las desviaciones la misma, la señal rojiblanca. Vamos que puedes ver la señal en un árbol y decirte, cojonudo, estoy en la ruta. Tarari, tienes que sacar el teléfono y comprobar que esa señal no te lleva a La Meca o a Singapur, que ya me ha sucedido en ocasiones que aferrándome a la señal resultó que no era esa mi señal. Los que sólo usan mapa y brújula, yo fui uno de ellos durante muchos años, incluso crucé los Alpes de parte a parte en 2003 con su sola ayuda, tienen que prepararse para pasar por múltiples equivocaciones y rodeos.



Ahora de nuevo el diluvio con toda su fuerza. Bendita tienda. A ésta todavía no le he dedicado ninguna oda, ese arranque de agradecimiento que me ha surgido del alma en otras ocasiones cuando he dejado atrás una fuerte tormenta o una noche de lluvia torrencial. Pero llegará, llegará, cuando haya pasado por el trance de los vientos y los truenos entonces será el momento. Ayer un amigo, viendo que había cambiado de tienda, ya me avisó, me decía que le gustaba la tienda y que a ver si le contaba sobre cómo se iba comportando.

Me temo que hoy no me muevo. El pasado año no muy lejos de aquí me tocó aguantar dos días de temporal bajo la tienda…

Tiene mucho de revelación esta experiencia de vivir en soledad en la Alta montaña esta clase de cataclismo aluvial. La brusquedad de los elementos golpeando sobre la fina tela de la tienda, esos grandes chorreones transparentes resbalando inquietos hacia el suelo al compás de la música de la lluvia, esta espléndida soledad en algún lugar perdido de las montañas. A veces me digo que quien no ha experimentado esta clase de situaciones se pierde algo grande y hermoso en la vida. Ese contacto íntimo que se tiene con los elementos, con la naturaleza, tengo la sensación de que aligera el alma de muchas falsas percepciones de la realidad y a la vez te hace parte íntima de lo que te rodea, yo lluvia, yo monte, yo esos pequeños animalitos que se protegen en los recovecos de la tienda en el exterior, yo esas flores que han quedado también bajo el paraguas del tejadillo de tela, yo esa niebla que cubre los alrededores y que rodea de misterio el lugar.

La lluvia, que a veces es más suave, deja oír el canto de los pájaros desde las ramas de los árboles. Se me ocurre la peregrina idea de pensar cómo será ser pájaro. Cómo sentirán esta lluvia, cómo su relación con la hembra o los otros pájaros, qué les impulsará a cantar fuera de la época del cortejo. Y ya puestos qué habrá en el pequeño cerebro de una mariposa que se me ha colado en la tienda y que de repente se ha plantado en mi nariz.



Dos veces dejó de llover un momento y dos veces me puse a recoger con intención de salir caminando cuesta arriba, pero dos veces mientras lo hacía se puso a llover. Ahora va un nuevo intento, desapareció la niebla. Veremos si cuaja. La una y media de la tarde. Allá voy.

Recojo, no olvido ponerme los guetres para atravesar la chorreante vegetación de un bosque pleno del agua de toda la noche. La sensación es que el bosque y su vegetación me engullen. Se necesita un fino olfato para encontrar el sendero entre una vegetación que me llega hasta la cintura. Yo no tengo ese olfato, que siempre he sido un despistado, pero hay suerte, no pierdo el sendero en ningún momento. Después de media hora la empinadísima ladera ya me deja muy cansado. Tengo que recurrir a esos quince minutos de descanso cada hora. Cuando acaba el bosque lo que viene es un desolado paraje de rocas desnudas y pequeñas pedreras en las que doy un paso para arriba y dos para abajo. Noto que mi ritmo cardíaco está sobrepasando ese límite de las 140 pulsaciones. Me paro, las mido. Están por las ciento sesenta, así que toca parar. Este caos de roca se lleva todas mis energías.

En el collado un cartel me indica que entro en el Parque Nacional de Gesáuse. Comienza a llover. No llevo apenas agua y la tienda está empapada, así que me toca invocar a los dioses para que no me compliquen demasiado las cosas. Al refugio no llego ni soñando, así que la primera prioridad es el agua. Más abajo encuentro agua, agua sospechosa de un color entre el amarillo y el verde. No queda otra, así que habré de tratarla con una ración suplementaria de clorine.

Mis botas chapotean continuamente en el agua, pero se portan. Son botas de estreno y sí, parece que de momento resisten. Cerca de las siete de la tarde encuentro un lugar para mi tienda. Mis ofrendas a los dioses han dado resultado y ahora no llueve. Instalo la tienda, organizo mi impedimenta y trato inútilmente de mandar a Victoria mi posición con el teléfono satelital. Ya me sucedió otras veces que el teléfono este se hiciera un lío y no fuera capaz de encontrar el satélite de referencia. Paciencia.

Y ya está bien de escribir, que estoy muy cansado y la batería está bajo mínimos. Hasta mañana.






 

Día 2. El cuerpo resiste

 



47°33.6830'N 14°44.5950'E, 26 de junio de 2024

Eisenerz – Radme - 47°33.6830'N 14°44.5950'E

Había olvidado que desplazándote hacia el Este amanece mucho más temprano, tan temprano que es mejor volver a dormirte. Las seis de la mañana más o menos cuando me despierto. Lo primero que constato es que mi cuerpo, pese a que la caminata de ayer tarde fue relativamente corta, está algo cascadito. Lo segundo, después de comprobar la hora temprana que era, es que me entra un gusto por todo el cuerpo pensando que todavía puedo dormir una hora y media más. Ha llovido una parte de la noche, pero tan suave tan suave que más que otra cosa parecía un sonajero que estuviera destinado a proporcionarme un agradable sueño.

Me despierto a la hora fijada, las siete y media. Pequeñas manchas de sol se posan sobre mi tienda. Abro la escotilla. Bueno, no está mal; lo del sol es sólo un amago porque el cielo está realmente encapotado. La cocina se quedó en casa, así que toca desayunar frío.

Miro a mi alrededor con cierto placer. Estuve hasta última hora sin saber qué tienda me llevaría, la china piramidal que es la que he usado estos últimos años en verano, siempre apetecible por el peso, 700 gramos sin piquetas, y que resistió bastante bien lluvias y tormentas, o una un poco más amplia. Opté por esta última y me alegro, esta mañana mi tienda me parece un palacio. Se ve que voy ganando en status social porque la anterior a la china tenía una anchura de setenta centímetros y esta no sé pero cabemos dos bastante bien. El placer de vivir durante tanto tiempo con estas anchuras me parece esta mañana un verdadero lujo.


Cuando salgo al camino veo allá frente a su casa ya faenando a la señora con la que estuve de charla ayer tarde. Nos saludamos y nos deseamos mutuamente una bonita jornada. Bye bye, madame, me despido de ella con el gusto de quien saluda a una vecina con la que me cruzo a diario.

Después de media hora de descenso no me queda más remedio que chuparme unos cuantos kilómetros de carretera. Hasta la llegada de la nieve este valle estará muerto. Les sucede a muchos lugares de los Alpes, los que no han conseguido clientela fuera del esquí o cierran o buscan actividades alternativas como las pistas para bicicleta. Esta gente tiene tantas montañas que no son capaces de buscarles clientes a todas. ¡Menos mal!, porque uno de los atractivos de estas montañas es precisamente su soledad. Hoy sin más no me encontraré absolutamente a nadie; ni siquiera en el pueblo donde comeré me cruzaré con otros que no sean lugareños.

Paso algunas pistas de esquí de fondo, un par de trampolines y por fin mi sendero se encarama al monte. En el collado una curiosidad: una regleta eléctrica destinada a cargar las baterías de bicicletas eléctricas. Del collado a Radme, mi destino, son 7 kilómetros, sin embargo un cartel indica un descenso de más de dos horas y media ???. No tardaré en comprender este supuesto error. A poco más de un centenar de metros las señales de repente dejan la pista y se precipitan por el interior de un bosque empinadísimo de apretada vegetación, un sendero que en ocasiones se hace difícil seguir y que requiere toda mi atención. Pasos angostos que terminan en algún riachuelo caudaloso, pendientes que llegan a los cuarenta y cinco grados y unos caminillos que se pierden entre la vegetación. Todo muy entretenido. Y para que resulte aún más divertido a mitad del descenso se pone a llover. Las cercanías del arroyo están cubiertas por una ubérrima vegetación en la que me abro paso intentando adivinar por dónde transcurre el sendero. El despeñadero no obstante es bello, un rincón salvaje donde de vez en cuando encuentras las consabidas señales blanquirrojas, siempre un alivio cuando los rastros del sendero desaparecen.



En Radme no existen restaurantes, casitas con su césped bien aseado siempre, sus enanitos en el jardín, sus molinillos de madera sobre los parterres, todo de aspecto extremadamente pijísimo. En compensación existe un supermercado. Así que me aprovisiono, disfruto de la amabilidad de las empleadas que ofrecen su ayuda al despistado caminante y con la compra cruzo la calle y me instalo en un prado junto a una fuente erigida en honor de un personaje de abundantes bigotes. Como siempre me he pasado con la compra y al final tengo que cargar con las cerezas y alguna cosa más pese a que me había prometido que no iba a meter ni un gramo más en mi ya pesadísimo macuto.

Lo que sigue es una subida de más de mil metros de desnivel, así que se comprenderá que después de una abundante comida y un amago de siesta la cosa no iba a estar más que para un ratito de subida, el suficiente para encontrar agua. Un suficiente que se transforma al final en seiscientos metros de desnivel después que me encontrara con un hilillo de agua que fue el idóneo para llenar mi bolsa. Un pradito muy chulo del que salía otra buena arremetida que me dejará mañana sobre la cota 2000 y al final de la jornada en un conocido refugio, el Hessehütte.  


Segundo día concluido. El balance no está nada mal. Pese a la enormidad de macuto mi cuerpo resiste. Siempre los primeros días tienen algo de calvario. Después es cosa de que mi cuerpo y yo vayamos cogiendo ese ritmo que hace que los días sean menos sufridos y que vayamos encontrando esos ratos de placer que dan el esfuerzo y la contemplación de los paisajes que él y yo atravesamos.









 Día 1. Camino de los Alpes. “The River”.

Altos de Eisenerz, 25 de junio de 2024 

Madrid – Viena – Altos de Eisenerz. 


Me llega un guasap de X con un video de Bruce Springsteen con un tema de los años ochenta, The River. Lo comentábamos el otro día en el rocódromo, salvo durante algunos pocos y lejanos años, mi relativa distancia con el mundo del rock me ha dejado ayuno de acontecimientos y músicas que ahora, en retrospectiva, y como caído en la cuenta de haber perdido un cierto número de trenes, el cuerpo empieza a pedirme. El tema de los muchos años es un asunto demasiado sobado para seguir dándole cuerda, sin embargo temas como The River, que escuchaba con gusto hace un momento, es cierto que despiertan una cierta sensación de que cosas que podrían, que deberían acaso, haber entrado en tu vida con fuerza se han quedado ahí como a la espera de Godot esperando una mano de nieve que las despierte. Miro a una multitud con las manos en alto acompañando al cantante y sí, siento haberme perdido un tren, un tren que por supuesto no es el único porque no es sencillo atender a tantas cosas en la vida. Me gusta esa fiesta de masas que suscitan estos conciertos, pero también sé que me costaría trabajo entrar en ese ambiente y participar en él como uno más. Quizás tenga la culpa esa timidez congénita que, aunque algo domesticada por los años, todavía tiene su parte en lo que uno hace o dice. 

Multitud/Soledad. ¿Tan lábiles somos como para amar estos dos extremos? Lo que la multitud nos da, esa maniterapia de la que hablábamos en tiempos en que dejábamos de ser nosotros para convertirnos en la sustancia viva de una masa en tantas manifestaciones, estos conciertos multitudinarios, pero también esa bendita soledad que tanto amo y hacia la cual me dirijo lleno de esperanza. 

Pienso en estas cosas mientras oigo en los auriculares algunos temas de Bruce Springsteen. Mi avión atraviesa por encima de esa piel de toro que nos decían en las clases de Geografía de la escuela que semejaba nuestro país. 

¿En busca del tiempo perdido? Son tantas las cosas que no caben en la vida que por fuerza no tenemos más remedio que mirar con cierta nostalgia todo eso que hemos ido abandonando en el camino, proyectos, músicas, personas que hubieras deseado conocer, libros que no llegamos a leer, conocimientos, idiomas que nos hubiera gustado aprender, conversaciones junto al fuego de la chimenea de las que hubiéramos querido disfrutar, mujeres con las que nos hubiera gustado relacionarnos, paisajes, montañas… No existe el tiempo perdido más que para aquellos que no se tomaron la vida en serio. 

Me entró sueño; así que apagué el teléfono y eché un muy breve sueñecito, lo justo para despertarme cuando dejábamos atrás el Balaitus, el lago de Respumoso, el de Campo Plano y más hacia el este el de Tebarray, ese tan especial rincón del Pirineo donde la desolación y la soledad son capaces de encogerte el ánimo. Hace dos o tres años pretendí vivaquear en los Picos del Infierno, un fortísimo viento barría el lugar, y cerca de la arista cimera decidí abandonar la idea. Los dioses, Eolo y compañía no me querían por allí y eligieron para mi vivac el único lugar habitable de los alrededores, el Cuello del Infierno, nunca mejor nombrado en aquella ocasión, donde uno de los excelentes corralillos del lugar me acogió aquella noche. A veces me acuerdo de aquel preciso día porque de haber hecho caso a Toti y Vinches lo mismo había comenzado en aquella fecha a volar y a escalar. Nos habíamos encontrado mi amiga Nuria, Toti y José Manuel en los Baños de Panticosa y el contagioso entusiasmo de Toti no logró convencerme para que me atara a la cuerda de José Manuel y él, o de que al día siguiente voláramos juntos sobre las cimas del Pirineo. Entonces me pilló tan de imprevisto su oferta que ni siquiera dejé pasar la idea más allá del cuero cabelludo. Buen andarín sí me consideraba pero aquello de volar o escalar por entonces era algo totalmente descabellado para un pacífico septuagenario. Tres años después, un día en la Pedriza, la insistencia de Toti y José Manuel hizo que definitivamente me creyera a mí mismo que sí, que todavía estaba a tiempo para practicar aquella vieja pasión; y  no sólo eso que también me llegó lo del vuelo recientemente con el persistente e infatigable Toti.

Ahora el lago Tirobarra y los Picos del Infierno han quedado atrás. Mis nervios de días pasados se han calmado y pienso con ciertas expectación en cómo se comportará mi cuerpo en los próximos días. Mi principal preocupación, el peso, 16 kilos con comida para varios días, pero sin el agua. El pasado año a mediados de junio en la zona en que comienzo a caminar encontré casi todos los refugios cerrados, lo que me planteó problemas de abastecimiento, así que no me ha quedado más remedio que añadir unos pocos kilos a la mochila. 18 ó 19 kilos, si añado el agua, son mi preocupación principal para estos primeros días de mi travesía veraniega.

El final de la tarde me pilla subiendo el camino por el que me arrastré a cuatro patas el pasado año cuando me dio una lumbalgia que me dejó fuera de juego. Aquel día llegué al aeropuerto hecho una mierda, pero llegué. Diez días después ya estaba de vuelta en los Alpes, pero para entonces había cambiado de parecer y marché directamente a las Dolomitas. Así que pendiente quedaba esta ruta que cruza los Alpes Austriacos de este a oeste por su zona central. Un par de horas arriba el monte he pedido permiso a unos ganaderos y su gentileza me ha regalado un prado para pasar la noche. Véase en la imagen: 

A los pies de Cristo paso la noche

 
Y caía la tarde y me fui a dar un paseo y me crucé con una mujer mayor que bajaba de ver sus diez vacas, ese era su haber más una pequeña casa de ganadero, y charlamos y charlamos, y aunque trabajosamente en ese medio inglés que liados hablábamos, nos entendíamos. Y ya metidos en confianza le decía que ella y yo íbamos a ser vecinos por una noche. Y ella se reía y daba gusto encontrarse en medio del monte con alguien con tantas ganas de hablar y querer ser agradable a este extranjero que había venido a acampar en sus campos. La charla de casi siempre pero hecha de simpatía y del deseo de saber del otro, esa cosa que nos une a los sapiens cuando lejos de las tensiones, del tráfico y del pastiche en que a veces vivimos, nos encontramos de tú a tú con un desconocido con ganas de hablar de lo que sea, que es un deporte internacional que todos gustamos. De cuidar las vacas venía y se estaba haciendo ya de noche. Y seguro que mañana al alba ya estará en pie para ordeñarlas. Le pregunto si le gusta esta vida de soledad en el monte, el trabajo de las vacas… y se le dibuja una sonrisa en los labios como diciendo “pero que cosas pregunta usted”. Tantas veces que he charlado con mujeres como ésta que habitan los valles altos de los Alpes y que cuando llega el otoño se entristecen porque tienen que bajar al valle. Agradezco este final del día. Durante toda la jornada no había cruzado una palabra con nadie, un hecho que me producía una desagradable situación de distancia y que se corresponde con el orden natural de nuestro trato humano en Europa cuando viajamos. Si viajar por Oriente o por África me gusta quizás tenga que ver con la facilidad con la que se puede conversar a vuelta de cualquier esquina con cualquiera.