Mostrando entradas con la etiqueta Camino Norte del Camino de Santiago. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Camino Norte del Camino de Santiago. Mostrar todas las entradas

Muestra fotográfica del primer tramo de la vuelta a España



He hecho una selección de las mejores fotografías de los tres caminos. Haciendo clic en las fotografías podéis ir directamente a la presentación de las mismas. 


















ç


Los extremos se tocan





Irún, 31/03/13

Robbe-Grillet compone en La casa de citas un mosaico en donde se reúnen el sexo, la droga, la intriga; todo construido con una prosa precisa, fabricada con economía de medios, breve, en donde los cuadros, expuestos en un orden poco acostumbrado, aunque pendientes de un hilo conductor aparentemente insignificante (la presencia de un perro o no en alguno de ellos), adquieren por sí mismos un valor autónomo. La lectura del final quedó detenida cuando el camino, que venía llaneando discretamente en la falda de la prolongada cordal montañosa de Jaizkibel Mendi desde donde el alumbrado público se veía ya iluminado ininterrumpidamente hasta Irún, la lectura quedó detenida cuando el camino decidió precipitarse frente a la ermita de Santiago, un angosto sendero en donde volvieron a reaparecer los familiares barrizales que me habían acompañado durante los últimos días.


Antes, en una curva pude tomar mi última fotografía del camino cuando apenas había luz para ello; enmarcado por la sombra de un árbol al fondo aparecía ya casi sepulta en la oscuridad la bahía de Irún, la ría, la extensión de sus construcciones. Estaba a punto de cerrarse un nuevo ciclo, lo comprendí como tal cuando empecé a chapotear con mis botas en el barro en plena oscuridad. ¿No fue así mi salida de Sevilla, cuando un veintitrés de enero comencé a andar camino del norte junto a la ribera del Guadalquivir? Sin duda era una escena curiosamente similar: los extremos se tocan, el eterno retornar al punto de partida, el ayer y el hoy mezclados intrincadamente en la pasteta de un tiempo que creemos lineal pero que acaso sea circular y por tanto reiterativo, abocado a recurrir a cada momento a su inicio para recomenzar una nueva peregrinación en la que reconocemos indudablemente las huellas de una experiencia anterior. No sólo sucede con los caminos, también en la vida esto es así; ya hablaba Platón de ello. Lo que una hora antes podía aparecer lejano y ubicado a más de dos mil kilómetros de camino en Andalucía, un rato después se aproximaba, quedaba como la reinterpretación de algo ya sucedido dos meses atrás. Y no es que esto sean apreciaciones subjetivas solamente, producto de una impresión momentánea, todas estas cosas forman parte de la médula del ser y por tanto están en el centro mismo de la realidad que es siempre, sin lugar a dudas, la realidad de un individuo, Pepe, Juan, yo, quien sea. La otra realidad, la de la otra gente, la del mundo, es algo, con mucho, bastante menos importante, cosas de segundo orden en el ámbito personal y mental de cada hombre o mujer. Las vivencias del individuo, el cómo pasa por el tiempo, se mueve en él y cómo son sus relaciones con el espacio y con las personas forman en defintiva un buen pedazo de la existencia.

¿Y que cóño tiene que ver todo esto con mi camino y su acercamiento al fin? Bueno, todo empieza y todo termina, para volver más adelante a comenzar y terminar, la vida, un proyecto, un orgasmo, un libro. Nuestro componente cíclico aparece como un metrónomo interior que tarde o temprano terminara por guiar nuestros pasos siguiendo una determinada evolución en el pentagrama; la atracción de la tónica, la reiteración de la melodía primera, el recreo en pasajes que ya sonaron aquí o allá y que surgen de la mano de un clarinete, una flauta en cualquier rincón del tiempo como canto de cisne o como trompetas de Jericó dispuestas a reavivar nuestro espíritu adormecido, a recrearlo.


Me gusta esta mañana temprana en una cafetería de Irún mientras hago tiempo hasta la hora de salida de mi tren. Música de fondo, un borrachín al que lo mismo se le podía retratar como primo hermano de Bécquer, perilla, pelo ensortijado y abundante, ojos risueños, que como un espadachín de época al estilo de Errol Flynn o los tres mosqueteros; la charla de los clientes, el sabor de un zumo de naranja, el olor del café con leche, acaso incluso el olor de la famosa magdalena de Proust, esa conexión con otro tiempo, un sabor, un olor, un ambiente, el calor que encuentra uno en la vuelta a casa tras una larga ausencia.

Mis largos días de camino acaban, los madrugones, las horas de atravesar desde la noche al amanecer, estrellado, con luna, bajo la lluvia, envuelto en el canto de los grillos o aquel otro del mar; las horas del dolor de espalda, de cruzar bosques y acantilados, las nevadas bajo las que también caminé, la espléndida belleza de este mundo que han pisado mis pies, recreado mi vista, aspirado profundamente mi olfato. La también espléndida compañía de un amigo, Ramón, durante tantas semanas, el paso cadente de Vendrell, su caballo, las carantoñas de Dop, su pastor alemán trotando aquí y allá del camino y metiéndose hasta la barriga en todos los charcos y ríos que se encontraba a su paso; las largas conversaciones con Victoria saltando por encima de cientos de kilómetros y sintiéndonos ambos como si estuviéramos de charla en el cuarto de estar de nuestra casa.

Lo decía más arriba, todo es ciclo en la Naturaleza, y precisamente por ello quizás no pase mucho tiempo antes de que emprenda otro nuevo camino, otro nuevo ciclo, quizás como continuación a éste en forma de vuelta a España, emulando así a Ramón y su cuadrilla, atravesando el Pirineo, llegando a Ampurias, descendiendo de la mano de Mediterráneo, alcanzando el Guadiana, terminando de nuevo en Sevilla para confirmar una vez la condición de ciclo de la vida. Quizás. No podría poner ahora la mano sobre el fuego. El proyecto me atrae con fuerza. La debilidad de seguir escribiendo no es la última motivación para continuar caminando; el camino no sé qué tiene, pero hay algo en él que estimula esta faceta mía, que aunque fatigosa en ocasiones, ofrece un placer adicional al hecho de caminar. La gente, su encuentro, su compañía, su conversación, también cuentan; no sólo la del camino, también la que uno encuentra en el ciberespacio; estos días, por ejemplo, un reencuentro con Luis Basanta, un compañero de los tiempos aquellos en que la pasión de la escalada nos arracimaba empeñativamente a muchos en torno a los Galayos o la Pedriza, un compañero que alcanzó a localizar casualmente mi blog de los caminos y se ha hecho lector asiduo del mismo. Sí, el mundo es un pañuelo, Luis, me alegro del encuentro.


Y final, la paz de la mañana (ningún cansancio encima después de haber caminado ayer por más de cuarenta kilómetros), el rumor de las conversaciones, las lecturas que haré hasta que llegue a casa, el paisaje que atravesaré, la sensación de un cuerpo satisfecho, de un ánimo relajado y tranquilo llenan este final de aventura.

***

PD. Una última nota: En una o dos semanas estarán disponibles en la librería de Amazon.es dos libros que llevarán por título: El Camino de la Plata y Camino Norte de Santiago, ambos podrán adquirirse tanto en formato digital como en papel; será el resultado de todas estas andanzas que he venido reflejando en este blog.
Hasta pronto.

Casi el final





Pasaje de San Juan, 30/03/13


A Borges le asaltó en una ocasión un randa con una navaja y después este hecho con muchas variables apareció por aquí y por allá en su obra reiterativamente. Normal. Sin embargo en Javier Marías la cosa es peor. Su mundo, que a mí me parece bastante poco interesante, es decir su paso por la universidad de Oxford, siempre profesores aquí o acá, gente presuntamente inteligente, influyente, lumbreras en este mundo de analfabetos (sic). Si uno, el caminante quiero decir, lee a un autor y en dos o tres obras vuelve a tropezarse con la coña de la universidad de Oxford y sus profesores, lo menos que le puede suceder es que en algún momento le entre un soberano aburrimiento. Además, eso de la universidad de Oxford me cae gordo, cuando tanto se la nombra parece como si el autor a la corta o la larga se estuviera codeando con la flor y nata del universo, cuando la realidad que resulta de tal es más bien cosa de pedantería. Y luego él mismo el centro del universo, el autor digo, que solapado o disfrazado de protagonista se dedica a incluir datos bibliográficos, que presumo y que no están mal, pero que cuando el personaje aparece ya como insuperablemente competente resulta ya como para echar una carcajada y tirar el libro a la basura. El señor Marías escribió una trilogía, no sé que contará en los dos tomos siguientes, pero de seguro que nunca lo sabré, llegué a la mitad del primero y la cosa estaba tan clara que ya no merecerá la pena volver a coger un libro suyo. Hay vidas interesantes que son capaces de sacar de sí un caudal de elementos con que encandilar a cualquier lector, sin embargo ¿a dónde va a parar todos los libros de alguien que no parece saber otra cosa que sacar a cuento de un modo u otro su paso por determinada universidad de renombre y sus sucedáneos? No, no creo que lea más libros de Javier Marías, aunque si es muy posible que vuelva a leer Tristan Sandhy en versión de este hombre, un libro que me está esperando cuando llegue a casa y que concebí leer después de haber comenzado a escribir un largo cuento que titulé Las aventuras de Micifú (aquí está el vínculo para el que quiera echarle un vistazo. Mi Micifú necesita de una inspiración procaz como la de Laurence Sterne para seguir adelante. El caso es que su traducción aparece como un buen trabajo. Probablemente como traductor sea mucho mejor que como escritor; espero.


Las cinco y pico de la madrugada me sorprendió buscando bajo la cama, en la estantería, entre las sillas algo así como el conspicuo material que podía componer la antigua biblioteca de Alejandría, mi biblioteca ambulante, montones de libros, había desaparecido misteriosamente de mi teléfono, una micro SD de muchos gigas. Qué cosas, ¿verdad?, pensar que toda una gran biblioteca puede caber sin problemas en una mínima tarjeta de esas que uno puede comprar en cualquier negocio de informática... No sólo eso, también ese pequeño dispositivo de menos de un centímetro cuadrado podía contener toda la música de Beethoven, Bach y Mozart juntos. Una cuestión cuantitativa pero que deja a uno pensativo cuando se tropieza con ella. El caso es que al cambiar la batería al teléfono la noche anterior, o probablemente durante el día previo bajo la lluvia, la micro SD había desaparecido. Y allí andaba yo en medio de los ronquidos, numerosos esta noche, ronquidos aflautados, ronquidos como salidos del alma de un trombón, de la sirena de un trasatlántico, o bien suaves y tímidos como una ventosidad que se hace presente, que se escapa a traición de un cuerpo satisfecho por una opípara cena. No, mi biblioteca ambulante no estaba allí; me resigné, debió quedar abandonada entre el barro del día anterior, un momento en que la batería chilló diciendo que se le estaba acabando la fuerza, un momento en que llovía discretamente. Desistí de buscarlo bajo la cama, salí del albergue y me fui a una construcción de madera que estaba veinte metros más abajo y que hacía de comedor (no llovía) y donde esperaba encontrar el desayuno. 



La amenaza de lluvia se fue esfumando según avanzaba la mañana. El camino corrió muchos kilómetros subido al lomo de una montaña que terminaría en el monte Igeldo, desde donde con un ala delta se podría haber aterrizado directamente sobre la playa de la Concha. El mar estaba lindo por aquellas alturas.


Tras desayunar junto a la playa, dos pequeños bocadillos, una jarra de cerveza, un café con leche y un trozo de tarta, vamos, repuesto de mi ayuno, crucé San Sebastián junto a las olas de su conocida playa y tomé un animado paseo en el que las parejas, muchas, caminaba a la antigua usanza, la chica, la esposa del chico o del marido, tomadas del brazo de su compañero. Siempre me gustó esto y entonces recordé a Marichu-Isadora que se me colgó del brazo el día que nos fuimos a pasear por la ría de Villaviciosa, cosa a la que yo no estaba acostumbrado y que me dio un especial gusto. Sí, me acordé vivamente de la chica de ojos verdes y entonces me entraron ganas de charlar un rato por teléfono con ella... pero al otro lado no hubo respuesta. Otra vez será.


Más arriba el camino se despedía de la ciudad como si de repente se hubiera subido en un helicóptero. Fue entrando en los bosques y por fin se asomó al mar, una estrecha senda que bordeaba los acantilados como si de un balcón se tratara. Muy bello este tramo. En él me crucé con un grupo de hombres y mujeres jóvenes acompañados de varios niños; nada más verlos me acordé de David, aquel peregrino de Las Doce Tribus con que me encontré en Santander, incluso me pareció que uno de ellos era él mismo. Estaba con este razonamiento cuando sentí detrás de mí subir a alguien apresuradamente, era uno de los del grupo. Jonathan, se llamaba, efectivamente era uno de ellos, enseguida me ofreció que volviera a su comunidad que estaba algo más abajo; no podía, andaba con el tiempo justo, así que pegamos la hebra allí mismo; tuvimos media hora de teología por medio. Había muchos puntos oscuros en su discurso, entre otras cosas se remitía a una “autoridad”, siempre hay alguien más preparado, decía cuando yo quise saber si cada uno tenía libertad para interpretar la Biblia según su propia conciencia. Le pregunté por el grado de integración de los niños con los otros niños del mundo: ser salió por la tangente. Ante mi objeción de un Dios, el de la Biblia, en exceso vengativo y celoso se extendió en un galimatías en que la gente “mala” debería purgar durante mil años, lo dice la Biblia, argumentó (?) sus equivocaciones antes de pasar a formar parte de la comunidad de los elegidos. Tuve que despedirme de Jonathan, se hacía tarde.


Tras el fracaso de Javier Marías, elegí a Robbe-Grillet, La casa de citas, que ya en las cercanías de Irún había casi terminado. Tuve que “apagar” mi libro cuando el camino se hizo complicado, ya en plena oscuridad. No habría vuelto a retomar a Robbe-Grillet si no hubiera sido en recuerdo de mi hijo Guillermo, para quien este personaje de la literatura francesa fue un temprano descubrimiento que él ensalzaba con Samuel Beckett como el no va más de la literatura universal. Guillermo siempre fue muy selectivo con sus gustos literarios y musicales: el Nouveau Roman para la literatura y Bach, incondicionalmente Bach, y su música para la música; en pintura nunca pareció descender más allá de los años sesenta o setenta. Para él Beethoven, Goya, Velazquez, Mozart, Cervantes o incluso Shakespeare, parecieron no existir nunca. Yo sí me interesé por sus lecturas y algunas cosas interesantes pesqué de su repertorio pero es claro que nuestros gustos estéticos no van por el mismo camino. Con Robbe-Grillet se me fue casi todo el día, exceptuando el rato de la comida en Pasaje de San Juan.


Comí en una taberna del puerto. Había llamado al albergue y me habían indicado el camino, una larguísima escalera... se me dan tan mal los escalones que acaso lo que hice después tuvo su origen en las dichosas escaleras. Una hora antes había hablado con Victoria para que me sondeara los horarios y la disponibilidad de transporte para mi regreso. Todo estaba bastante repleto. Al día siguiente no había nada para después de la hora de la comida. Logró sacarme un billete de tren para las trece horas. Lo que implicaba, de dormir en el albergue, una cabalgada de dieciocho kilómetros por la mañana. Un tiempo excesivamente justo; cualquier contratiempo podía hacerme perder el tren. Total: salí del bar, giré a la izquierda y cuando iba a iniciar la subida de las escaleras, y probablemente animado por una copa de magno que me había tomado previamente, decidí que no, que no dormía allí, que me iba directamente a Irún. Eran las cinco de la tarde y el camino volvía a subirse fatigosamente a la montaña; acaso no llegara antes de las diez de la noche. No importaba, la decisión estaba tomada.


Y punto final por hoy. Creo que mi caminata superó al final los cuarenta y dos kilómetros, son las once y media de la noche en el albergue de Irún y mañana nos despiertan piadosamente a las siete (las seis realmente) para servirnos el desayuno. Mañana, si no he perdido el hilo, seguiré con mi crónica.





Viernes Santo





Orio, 29/03/13

Albergue de Orio, una casa en lo alto del pueblo habilitada con un puñado de literas. El albergue está lleno. Fuera llueve. No reconozco nada de mi primera visita a este pueblo. La ria aparecía sucia, lúgubre; eso o que mi dolor de espalda y mi ánimo lo veían así. Lo que un día nos parece un maravilloso cuadro para colgar en el frente del salón, un dolor de muelas o un ramalazo de melancolía puede convertirlo en un triste motivo. Quizás hoy me dolía más de la cuenta la espalda. A la altura de Zumaya ya era considerable. Sí, el momento ese en que me tropecé con el municipal y la larga procesión del Viacrucis que subía penosamente los escalones parando junto a cada cruz de piedra para hacer remembranza de los dolores de Jesús camino del Calvario. Había dejado Deba antes de las seis de la mañana; no llovía y el tiempo prometía un día soleado, incluso la luna estaba allá arriba ligeramente decreciente. Ah los días, entonces todavía por tierras de Andalucía, en que la luna era compañera amiga en esas horas en las que me sumergia en la noche y ella y las estrellas me acompañaban cada madrugada. Después, las otras lunas que hubo no fueron ni tan fieles ni tan frecuentes, por una razón u otra estuvo ausente, entre nubes; una presencia accidentada impide que se establezcan relaciones de camaradería. Hoy era un astro entre las nubes, un accidente no más. Recordaba aquellos días en que el sol y la luna, uno a cada extremo del horizonte hacían una especie de pulso en que la luna terminaba por sucumbir pálida y enfermiza entre las copas de los olivos ante el rotundo despunte del sol. Daba gusto esta madrugada poder prescindir del traje de agua. Animoso como estaba había combinado acercarme a ver el museo Zuloaga que estaba en mi ruta; para eso me paré, para preguntar al policía municipal sobre su horario, pero lo hice un centenar de metros antes de acercarme a él. En la parte de atrás del macuto llevaba colgando un par de calcetines de lana que no había conseguido secar después de las lluvia de ayer; mis calcetines apestaban, me daba corte cruzarme con algún caminante, porque de la misma manera que uno se cruza con encopetadas señoras cargadas de colonias de todos los colores y cien metros antes de sobrepasarla ya el olor ha invadido todo el espacio circundante, me imaginaba yo que el radio de acción del perfume de mis calcetines debía de tirar para atrás al más pintado. Total, que para no asustar a los procesionados que rezaban el Vía Crucis ni asustar al municipal con el advenimiento fétido que despedía mis dos prendas tendidas cucamente sobre la mochila, descargué y metí éstas en una bolsa de plástico erméticamente cerrada para que su olor no me delatara al atravesar la procesión. El municipal, un hombre regordete con cara de bonachón me tuteó enseguida y me dio todo tipo de explicaciones, asegurándome que probablemente el museo estaría cerrado, que lo estaba. Después, cuando ya me marchaba, añadió sonriente: “un detalle eso de guardar los calcetines...” Sí, pero me callé la verdadera razón, que no era ni mucho menos estética como puede suponerse. Los procesionarios llevaban un papelito en las manos en donde estaban escritas las oraciones y las letras de los cantos. Casi todos eran gente mayor; recordé mis días de la infancia cuando en el barrio en que vivía se hacía una procesión similar, aunque mucho más aparatosa; una parte importante del barrio, sosteniendo cirios y arrastrando algún carruaje con el Nazareno, cantaba parsimoniosa y solemne aquello de: Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónale Señor. No estés eternamente enojaaado, no estés eternamente enojaaaado, perdonale Señor. El misterio y la solemnidad de la Semana Santa fue una constante en mi infancia de alumno de colegio de curas. Hoy veo esto como un curioso esperpento que todavía recorre una parte importante del planeta. Recorriendo las islas del Pacífico me sorprendió una vez una Semana Santa en una pequeña ciudad de Filipinas. En las iglesias se podía contemplar a desconsolados feligreses con los ojos hinchados por las lágrimas; después cientos, acaso miles de piadosos filipinos seguían a los santos, vírgenes y Cristos de escayola que previamente se habían cubierto de flores. Las calles estaban repletas. La procesión la presidía un enorme crucifijo ante cuyo paso la concurrencia bajaba la cabeza y se persignaba. Lo de Zumaya era más sencillito. Rezaban en vasco. Tuve que abrirme paso entre los fieles adoptando una impostada actitud de recogimiento.




Desde Zumaya podía optar por subir por las colinas cercanas al mar, lo que dado el dolor de espalda no me apetecía, o seguir junto a la orilla hasta Zarauz. Elegí esto último. El mar estaba lindo, sencillo, tranquilo; entre unas cañas que crecían sobre un prado se veía un velero, uno de esos que todos los niños pintan en alguna ocasión. El tiempo en que era capaz de caminar seis o siete horas seguidas sin ninguna parada me parecía lejísimos; esta mañana tuve que tomar respiro varias veces para intentar aliviar mi espalda. Traté de recordar de quién era el cuadro que estaba viendo, el verde, las cañas, el velero, un cuadro que vi en alguna parte del mundo y que quedó grabado suavemente en mi memoria, pero no lo conseguí; creo que se trataba de un pintor chileno, seguro que mi secretaria-hortelana que es aficionada a tirar de la cuerda a estas cosas consigue acordarse. Hemos visto tantas cosas juntos, hemos vivido tantas experiencias uno al lado del otro que mi memoria flaquea; sin embargo ella no, ella recuerda siempre, y si se le pierden detalles o nombres lo busca hasta dar con ello. Sin ella estaría perdido; oye, ¿cómo se titulaba aquella película en la que tal y tal... ? ¿Y de quien es aquel libro que...? Mi segunda memoria, no obstante, lo es sobre todo del cine, ella sí que es una máquina para eso. Yo no suelo recordar el nombre de más de cuatro o cinco directores; de actores más o menos lo mismo; es una jodienda, pero es así. No sería la primera vez que la llamara por teléfono para completar los datos de un post porque soy incapaz de dar con un título o una circunstancia.




Esa sentada que hice junto al mar con el velero enfrente ya compensaba mis inquietudes estéticas para todo el día. Me gustaba tanto que mandé una copia a Ramón y otra a Victoria; también dejo una aquí. Se me hizo interminable el camino hasta Zarauz. Después de comer ya fue otra cosa, los langostinos, el bacalao a la vizcaína y el requesón con miel me volvieron a dejar bastante bien. Ramón, que comía tambien lejos de allí a dos semanas de distancia, y yo brindamos vía guasap con un vaso de vino en la mano celebrando este bonito día de sol.



Tras la comida, como debiera ser siempre, busqué un lugar para echarme una siesta; lo encontré en un banco público a las afueras de Zarauz. Me despertó la lluvia sobre la cara. Había que levantarse, ponerse el traje de agua y echarse a caminar. Me iría hasta Orio; cada vez más cerca del final. Hubo una amena velada con dos noruegas, una alicantina y algunas estudiantes de instituto, pero quizás eso pertenezca a la crónica de mañana. Buenas noches. 













Niebla, lluvia y barro





Deba, 28/03/13

Había terminado mi crónica de ayer cuando volví a mirar las literas que había frente a mí. ¿Dónde demonios se había metido el chico de los rizos que una hora antes apareció derrumbado junto a su chica en la puerta del albergue?. Ella, una morena de ojos negros y carita de porcelana se había dado una ducha y se había metido enseguida bajo las mantas dispuesta a dormir hasta el día del Juicio Final. Las cosas de los dos yacían esparcidas por todo el suelo de la habitación; la luz estaba encendida. Se estaba haciendo tarde y el chico no aparecía, sólo estaba ocupada la litera de abajo, así que me levanté y me fui a apagar la luz de la habitación y a cerrar la puerta. Cuando estaba retirando alguna ropa para cerrar miré hacia la litera. El espectáculo era encantador, había cuatro literas pero ellos habían elegido dormir los dos en un colchón que no tendría más de ochenta centímetros de ancho; arrullados como dos pajarillos habían caído derrumbados sobre el jergón y se habían quedado fritos. Sin cena, sin ceremonias, sin que les diera tiempo siquiera a decir buenas noches. Apagué la luz y cerré la puerta con el sigilo de quien por nada del mundo quisiera despertar a aquella pareja de tortolinos exhaustos y enamorados.


Son jornadas duras las de estos días, el barro y la lluvia hacen el caminar lento y accidentado; pero sé que serán días memorables, memorables en el sentido de que la memoria los retendrá entre sus manos durante mucho tiempo; cuando esté junto a mi chimenea, cuando a la tarde pase largas horas contemplando el crepúsculo. Son los momentos propicios para el recuerdo. Con los años estas cosas suceden cada vez con mayor frecuencia, el tiempo, la memoria, es como un inmenso tesoro que entretiene y dará densidad al otro tiempo por venir. Tiempo para caminar, pero tiempo también para el recuerdo, para volver a vivir la intensidad de estas lluvias, la magna belleza de los bosques vascos, sus caminos llenos de barro, su lento pasear por estos bosques encantados que parecen hechos exclusivamente para mí, porque estoy solo en ellos, porque su silencio es mi privada música en la que me recreo como buen melómano cada madrugada, cada mañana, cada tarde. Todo el camino para mí, toda la lluvia para mí, todo el barro, todos los trinos del bosque, todas esas suaves tonalidades en que queda descompuesto el mundo cuando el aterciopelado abrazo de la niebla lo estrecha, lo disuelve, lo llena de la veladura intemporal y grácil de un cuento infantil donde el misterio convierte la realidad en pura magia.



Esta mañana, chapoteando entre el barro, después un atenta búsqueda en la oscuridad para encontrar mi camino a la salida de Markina, enseguida todo quedó engullido por la niebla. La lluvia no había dejado de caer durante toda la noche. Una continuada y accidentada subida terminó por estabilizar el camino a la altura de las cumbres cercanas; el paisaje siempre el mismo y tan distinto. Era difícil ponerse a leer en aquellas condiciones; con la lluvia, con la niebla, con el bosque esta mañana uno tiene la impresión de estar en un templo y así al caminante le parece irreverente en estas condiciones sacar el libro y ponerse a leer sacando así su atención del bosque y llevándolo a alguna parte del Reino Unido en donde el señor Marías centra la acción en este momento. Todo el mundo lo sabe, en un templo no se leen novelas, en un templo se reza, se medita, se sume uno en la contemplación de los céfiros que pueblan los valles y el bosque. Así fue durante toda la mañana.




Desde los ventanales del albergue se ve Deba a vuelo de pájaro, el mar es una grisalla mansa que forma una masa uniforme con el cielo. Me eché la siesta y tras ella coloqué una mesa de escuela y una silla junto a la ventana y me puse a redactar mi crónica. Pienso en los pocos días que me quedan por delante. Creo que no es una buena noticia; he hecho del camino mi casa y ahora, después de más de dos meses caminando, presiento que me voy a sentir muy raro; raro en un tren, en un autobús mirando cómodamente por la ventanilla cómo el paisaje transcurre a mi lado. Uno se habituó al duro ejercicio desde antes del alba hasta entrada la tarde, al agua, al sol, al mar, a encontrar cada mañana el camino en la línea verde fosforito del gps y ahora presiente que va a echar todo esto de menos. No, realmente no quiero volver a casa. Me costó mucho salir de allí, entonces tuve que vencer un pesada pereza que me decía que ya estaba bien de patear el mundo semana tras semana, que acaso era ya hora de parar un poco, o incluso que me decía susurrando, bajito, casi de manera inaudible, que ya tenia muchos años y una rótula jodida y una espalda que chillaba con excesiva frecuencia, que... y luego resultó que, a juzgar por los resultados, lo que mi cuerpo estaba precisamente pidiendo era esto, largas y a veces exhaustivas jornadas de camino. Y dejo de escribir porque viene a despedirse Patxi, el hospitalero de Deba, y nos metemos de cabeza en una calurosa conversación en la que los caminos y las montañas vienen a ser el comodín para todos los temas que surgen. Patxi tiene ochenta años; derrocha una vitalidad sorprendente; de mirada incisiva y ojos oscuros, se detiene como un caballo al que tiraran bruscamente de las riendas cuando le corto para puntualizar algo o contarle mi propia experiencia. Me escucha, pero lo suyo es expresar su mundo y su vitalidad, su larga experiencia de montañero y caminante. Nos despedimos calurosamente.



Así que mis alusiones de más arriba en relación a mi edad, a la rótula o a la espalda quedan como un ridículo mal pretexto, es el aviso de que la gandulería, la pereza andan sueltas por todos los rincones del cuerpo y hay que hacerse el vivo para que ésta no nos coma hasta los higadillos al menor descuido.