Casi el final





Pasaje de San Juan, 30/03/13


A Borges le asaltó en una ocasión un randa con una navaja y después este hecho con muchas variables apareció por aquí y por allá en su obra reiterativamente. Normal. Sin embargo en Javier Marías la cosa es peor. Su mundo, que a mí me parece bastante poco interesante, es decir su paso por la universidad de Oxford, siempre profesores aquí o acá, gente presuntamente inteligente, influyente, lumbreras en este mundo de analfabetos (sic). Si uno, el caminante quiero decir, lee a un autor y en dos o tres obras vuelve a tropezarse con la coña de la universidad de Oxford y sus profesores, lo menos que le puede suceder es que en algún momento le entre un soberano aburrimiento. Además, eso de la universidad de Oxford me cae gordo, cuando tanto se la nombra parece como si el autor a la corta o la larga se estuviera codeando con la flor y nata del universo, cuando la realidad que resulta de tal es más bien cosa de pedantería. Y luego él mismo el centro del universo, el autor digo, que solapado o disfrazado de protagonista se dedica a incluir datos bibliográficos, que presumo y que no están mal, pero que cuando el personaje aparece ya como insuperablemente competente resulta ya como para echar una carcajada y tirar el libro a la basura. El señor Marías escribió una trilogía, no sé que contará en los dos tomos siguientes, pero de seguro que nunca lo sabré, llegué a la mitad del primero y la cosa estaba tan clara que ya no merecerá la pena volver a coger un libro suyo. Hay vidas interesantes que son capaces de sacar de sí un caudal de elementos con que encandilar a cualquier lector, sin embargo ¿a dónde va a parar todos los libros de alguien que no parece saber otra cosa que sacar a cuento de un modo u otro su paso por determinada universidad de renombre y sus sucedáneos? No, no creo que lea más libros de Javier Marías, aunque si es muy posible que vuelva a leer Tristan Sandhy en versión de este hombre, un libro que me está esperando cuando llegue a casa y que concebí leer después de haber comenzado a escribir un largo cuento que titulé Las aventuras de Micifú (aquí está el vínculo para el que quiera echarle un vistazo. Mi Micifú necesita de una inspiración procaz como la de Laurence Sterne para seguir adelante. El caso es que su traducción aparece como un buen trabajo. Probablemente como traductor sea mucho mejor que como escritor; espero.


Las cinco y pico de la madrugada me sorprendió buscando bajo la cama, en la estantería, entre las sillas algo así como el conspicuo material que podía componer la antigua biblioteca de Alejandría, mi biblioteca ambulante, montones de libros, había desaparecido misteriosamente de mi teléfono, una micro SD de muchos gigas. Qué cosas, ¿verdad?, pensar que toda una gran biblioteca puede caber sin problemas en una mínima tarjeta de esas que uno puede comprar en cualquier negocio de informática... No sólo eso, también ese pequeño dispositivo de menos de un centímetro cuadrado podía contener toda la música de Beethoven, Bach y Mozart juntos. Una cuestión cuantitativa pero que deja a uno pensativo cuando se tropieza con ella. El caso es que al cambiar la batería al teléfono la noche anterior, o probablemente durante el día previo bajo la lluvia, la micro SD había desaparecido. Y allí andaba yo en medio de los ronquidos, numerosos esta noche, ronquidos aflautados, ronquidos como salidos del alma de un trombón, de la sirena de un trasatlántico, o bien suaves y tímidos como una ventosidad que se hace presente, que se escapa a traición de un cuerpo satisfecho por una opípara cena. No, mi biblioteca ambulante no estaba allí; me resigné, debió quedar abandonada entre el barro del día anterior, un momento en que la batería chilló diciendo que se le estaba acabando la fuerza, un momento en que llovía discretamente. Desistí de buscarlo bajo la cama, salí del albergue y me fui a una construcción de madera que estaba veinte metros más abajo y que hacía de comedor (no llovía) y donde esperaba encontrar el desayuno. 



La amenaza de lluvia se fue esfumando según avanzaba la mañana. El camino corrió muchos kilómetros subido al lomo de una montaña que terminaría en el monte Igeldo, desde donde con un ala delta se podría haber aterrizado directamente sobre la playa de la Concha. El mar estaba lindo por aquellas alturas.


Tras desayunar junto a la playa, dos pequeños bocadillos, una jarra de cerveza, un café con leche y un trozo de tarta, vamos, repuesto de mi ayuno, crucé San Sebastián junto a las olas de su conocida playa y tomé un animado paseo en el que las parejas, muchas, caminaba a la antigua usanza, la chica, la esposa del chico o del marido, tomadas del brazo de su compañero. Siempre me gustó esto y entonces recordé a Marichu-Isadora que se me colgó del brazo el día que nos fuimos a pasear por la ría de Villaviciosa, cosa a la que yo no estaba acostumbrado y que me dio un especial gusto. Sí, me acordé vivamente de la chica de ojos verdes y entonces me entraron ganas de charlar un rato por teléfono con ella... pero al otro lado no hubo respuesta. Otra vez será.


Más arriba el camino se despedía de la ciudad como si de repente se hubiera subido en un helicóptero. Fue entrando en los bosques y por fin se asomó al mar, una estrecha senda que bordeaba los acantilados como si de un balcón se tratara. Muy bello este tramo. En él me crucé con un grupo de hombres y mujeres jóvenes acompañados de varios niños; nada más verlos me acordé de David, aquel peregrino de Las Doce Tribus con que me encontré en Santander, incluso me pareció que uno de ellos era él mismo. Estaba con este razonamiento cuando sentí detrás de mí subir a alguien apresuradamente, era uno de los del grupo. Jonathan, se llamaba, efectivamente era uno de ellos, enseguida me ofreció que volviera a su comunidad que estaba algo más abajo; no podía, andaba con el tiempo justo, así que pegamos la hebra allí mismo; tuvimos media hora de teología por medio. Había muchos puntos oscuros en su discurso, entre otras cosas se remitía a una “autoridad”, siempre hay alguien más preparado, decía cuando yo quise saber si cada uno tenía libertad para interpretar la Biblia según su propia conciencia. Le pregunté por el grado de integración de los niños con los otros niños del mundo: ser salió por la tangente. Ante mi objeción de un Dios, el de la Biblia, en exceso vengativo y celoso se extendió en un galimatías en que la gente “mala” debería purgar durante mil años, lo dice la Biblia, argumentó (?) sus equivocaciones antes de pasar a formar parte de la comunidad de los elegidos. Tuve que despedirme de Jonathan, se hacía tarde.


Tras el fracaso de Javier Marías, elegí a Robbe-Grillet, La casa de citas, que ya en las cercanías de Irún había casi terminado. Tuve que “apagar” mi libro cuando el camino se hizo complicado, ya en plena oscuridad. No habría vuelto a retomar a Robbe-Grillet si no hubiera sido en recuerdo de mi hijo Guillermo, para quien este personaje de la literatura francesa fue un temprano descubrimiento que él ensalzaba con Samuel Beckett como el no va más de la literatura universal. Guillermo siempre fue muy selectivo con sus gustos literarios y musicales: el Nouveau Roman para la literatura y Bach, incondicionalmente Bach, y su música para la música; en pintura nunca pareció descender más allá de los años sesenta o setenta. Para él Beethoven, Goya, Velazquez, Mozart, Cervantes o incluso Shakespeare, parecieron no existir nunca. Yo sí me interesé por sus lecturas y algunas cosas interesantes pesqué de su repertorio pero es claro que nuestros gustos estéticos no van por el mismo camino. Con Robbe-Grillet se me fue casi todo el día, exceptuando el rato de la comida en Pasaje de San Juan.


Comí en una taberna del puerto. Había llamado al albergue y me habían indicado el camino, una larguísima escalera... se me dan tan mal los escalones que acaso lo que hice después tuvo su origen en las dichosas escaleras. Una hora antes había hablado con Victoria para que me sondeara los horarios y la disponibilidad de transporte para mi regreso. Todo estaba bastante repleto. Al día siguiente no había nada para después de la hora de la comida. Logró sacarme un billete de tren para las trece horas. Lo que implicaba, de dormir en el albergue, una cabalgada de dieciocho kilómetros por la mañana. Un tiempo excesivamente justo; cualquier contratiempo podía hacerme perder el tren. Total: salí del bar, giré a la izquierda y cuando iba a iniciar la subida de las escaleras, y probablemente animado por una copa de magno que me había tomado previamente, decidí que no, que no dormía allí, que me iba directamente a Irún. Eran las cinco de la tarde y el camino volvía a subirse fatigosamente a la montaña; acaso no llegara antes de las diez de la noche. No importaba, la decisión estaba tomada.


Y punto final por hoy. Creo que mi caminata superó al final los cuarenta y dos kilómetros, son las once y media de la noche en el albergue de Irún y mañana nos despiertan piadosamente a las siete (las seis realmente) para servirnos el desayuno. Mañana, si no he perdido el hilo, seguiré con mi crónica.





2 comentarios:

LuisBasGz dijo...

Bien buenos dias , entretenida caminata por los "dominios" de Jose Luis Moreno.
Lo de Marias no podemos estar mas d e acuerdo.
Estoy leyendo "El Mapa y el territorio" de Michel Houellembecq
bastante interesante.
Maañana mas y nehorabuena pòr tu regreso

Alberto de la Madrid dijo...

Como ves ya te localicé gracias a Ignacio.Con Houellebec subi las últimas cuestas del Cadi haciendo el gr7, Partículas elementales, un final que desmerecia del resto pero bien