Bueno, pues aquí estamos, el mismo calor de siempre, yo, las chiccharras, y en esta ocasión un apetecible litro de leche; con pan y leche se anda el camino. El otro día, mi amiga Marga, la de la voz bonita, se admiraba de que me viniera a estas tierras a caminar... con el calor que hace, decía; y es que ella no soporta el calor. Más o menos lo que me sucede a mí, pero como en defitiniva todo está en la cabeza, bien vale probar a convencer a ésta de que no pasa nada, absolutamente nada si hacer calor, lo mismo que no sucede absolutamente nada si el frío es intenso; lo más que puede pasar es que te lleves una buena experiencia contigo, lo cual tampoco está del todo mal. Lo único que hay es que en esta ocasión mi cabeza no se deja convencer tan fácilmente. Ya sucedió cierto día camino de Calasparra que se me ocurrió hacer mi camino entre las dos y las cinco de la tarde, y todo funcionó perfectamente; sin embargo hoy, ayer, no hay quien le engañe al cuerpo, que anda como dando tumbos por medio del calor; aunque también cuente que es mediodía y llevo desde las cinco y media de la mañana sin darme un respiro.
Bueno, a mi botella de leche. Tuve que hacer provisiones en una aldea ya que el restaurante no abría hasta tres horas después; así que me queda encontrar una buena sombra e intentar llegar a Elda para la cena. Un poco apretado, pero es que desde que salí no he hecho todavía una comida decente y no quiero que el cuerpo me vaya a pedir cuentas por no alimentarlo convenientemente.
Benditos los pinos, los olivos, los almendros, las tapias, todo aquello que pueda dar un poco sombra. En la salida anterior mi objetivo eran las fuentes, pero, amigo, aquí las fuentes ya son cosa de otro mundo; desapareció el agua del camino; lo más que uno puede encontrarse es un vecino caritativo que te llene una botella con agua del frigo. Y las sombras son cada vez menos. El duro camino y, leyendo, ir tirando, hacer como que uno no se entera, venga kilómetros y más kilómetros. Es así después del alba, esa hora mágica, como la de hoy, en que bajando hacia Pinoso la línea del horizonte se incendió con delicada suavidad, para en seguida irse corriendo y deprisa a colocarse en la posición agresiva de un calor sin concesiones.
Son cerca de las dos. Llevas un rato buscando una sombra que se adapte a tus necesidades, una sombra compacta que resista cuatro o cinco horas, que te proporcione una tranquila y larga siesta; pero el camino culebrea y culebrea y sólo muestra misérrimas sombras con pedruscos y alta y seca vegetación en donde no es posible instalarse con un mínimo de comodidad. Al fin, en una ladera hay un caminillo sobre el que sombrean tres o cuatro pinos. Descargas con ansiedad tus cosas y el orden de prioridades se establece por sí mismo, primero dormir, dormir, descansar, beber. Calculas el movimiento del sol y extiendes el aislante. Las botas en la cabecera, sacas el mosquitero antimoscas, pones el jersey sobre las botas, te tumbas y te cubres con el mosquitero. Apenas tardas un minuto en dormirte. Ya comerás, dormir, dormir, dejar el cuerpo fresquito para que la caminata sea agradable, sin sufrimiento. Y duermes una hora y media, dos, y te despiertas porque la sombra ha huido; y coges todas tus cosas y vuelves a calcular adormilado el ángulo que describirá el sol y te vas tres metros más allá y vuelves a repetir la operación, y te cubres bien con el mosquietero para que las moscas no molesten tu sueño y vuelves a dormirte. Tienes un sueño agradable, pero no lo recuerdas. Cuando te despiertas son más de las cinco, asomas la cabeza por encima del mosquitero, una brisa te refresca la cara; todavía tardarás más de media hora en despertarte del todo. Te entretienes matando moscas, mirando el movimiento de las hojas del los pinos, oyes a lo lejos las voces de unos niños, los ladridos de unos perros; llegan a ti como desde otro mundo. Tu cuerpo está relajado, agradablemente descansado. Quizás deberías incorporarte y comer algo, pero se está tan bien, así, sin hacer nada, mirando unas nubes ligeras y transparentes que han aparecido en el cielo; se está tan bien vagueando, dejando pasar el tiempo...
Sentado a las afueras de la ciudad de Elda, un lugar especialmente nada poético, contemplo la luna, me atiforro con el contenido de una bolsa de plástico que he llenado en una gasolinera próxima, un litro de acuarius, otro de leche, dos sandwis, un bombón helado... no sé si me cabrá más. No tropecé con ningún restaurante en mi camino, y así, a la fresca, voy dando cuenta de todo lo que me pide el cuerpo. Incluso esta necesidad de escribir en mitad de la calle. Me he descalzado, he dispuesto a mi alrededor mis cosas, he sacado el portátil y entre éste y la comida voy relajando el cuerpo que viene sudado y algo cansado de tanto caminar. Un respiro en este ambiente fresco de la anochecida. Una forma de vivir y pasar los días del verano. A los veinte años hacía lo mismo, se ve que ya entonces descubrí un modus vivendi que se adaptaba a mi temperamento: hacer auto-stop por Europa, vagar por las montañas, dormir en donde me pillaba la noche, improvisar un camino, un viaje, un vivac en la cumbre de una montaña. Cuántas veces tengo la tentación de resignarme al tiempo, el tiempo que tengo quiero decir, y empezar a relajarme, trabajar en casa como este invierno, un tejado, un huerto, una parcela arreglada, pero se ve que la cabra tirá al monte. Llevo todo el otoño e invierno diciendo que no voy a viajar en una temporada después de cuatro meses de vagar por Europa en automóvil, pero luego llega el verano y sin comerlo ni beberlo mi cuerpo empieza a imaginar estas cosas, cruzar España de sur a norte a pie, por ejemplo; y aquí estoy. Y así comenzado, ya empieza a rondarme por la cabeza, y es que tanto tiempo solo, tanto camino da para mucho, ya empieza a rondarme por la cabeza una larga vuelta al mundo que ni soñando hubiera imaginado meses antes. Ah, pero todavía viajas, decía cierto personaje de mi edad, a otro que hacía lo propio, como si la edad fuera encajonando a las personas en compartimentos de actividades cada vez más serenas, como si con éstas empezáramos ya a preparar el camino de la inmovilidad total, la vejez del bastón y las mañanas al sol de la plaza del pueblo. No digo yo que todo esto no tenga algo de rebelión contra el infortunio de la edad, rebelde hasta el final, como quien dice genio y figura hasta la sepultura. Quien sabe, tiempo llegará en que la calma búdica sea la maestra y señora de años por venir; también aquello lo imagino dulce como esta noche de verano.
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