Torres, del Rico, 20/07/10




La calidad de tu vida depende de la calidad de tus pensamientos” (Marco Aurelio)

Oigo silbar al aire por encima de mi cabeza, un agradable rumor que mueve las ramas del pino, las hierbas agostadas que me rodean. Un paisaje agreste, duro, lleno de calor por el que camino desde hace horas sin encontrar un alma. La fértiles tierra de los parrales, bajo las lomas de la sierra de Beni, han dado paso a unas tierras de lomas peladas donde siquiera los pájaros habitan; tierra de chicharras, allá a lo lejos en las ramas de unos almendros escuálidos de tierras blancas cubiertas de pedruscos. El viento, como un refrigerio inesperado, barre el campo, le pasa delicadamente la mano a esta tierra acalorada.



Resistir, resistir el calor, el dolor de espalda, el cansancio. Apreciado recuerdo el de los maratones, aquellos cien kilómetros en veinticuatro horas del Corricolari, ocasiones que me sirvieron para aprender unas cuantas cosas más, experimentar una vez más los límites y aprender a sobrepasarlos, a imponerse, a hacer valer la voluntad. Sin paraqué, así sin más, acaso sabiendo del placer que se cuece en los alrededores de estas cosas, acaso para recordarlo en otros momentos como recuerdo hoy las penalidades y los trabajos de mis maratones, ese descubrimiento que me cupo en gracia ya avanzada la cicuentena; acaso sin ninguna razón, que con mucho creo que es la mejor razón de todo tipo de locura. Porque qué triste debe de ser estar totalmente cuerdo, no poseer ramalazos de locura, inesperados momentos de lucidez en que catapultados por alguna gracia especial podemos tocar algunas fibras de la infinita vaguedad de nuestro ser. Y, como nada se da gratis en este mundo, saber que mal que le pese al señor Pessoa, para quien estas actividades ambulatorias sólo tenian razón de ser en gentes sin imaginación incapaces de hacer de su mente el arsenal de todas las realizaciones, mal que le pese, de la misma manera que sólo se obtiene el vino tras un laborioso camino de transformaciones y trabajos, así no se obtiene el gusto del viento agitando las ramas de un pino, el gusto del tránsito del calor sofocante a la bondad de una sombra, más que caminando, un paso tras otro hasta llegar a ese límite que nos obliga a derrumbarnos bajo el árbol.



Me había acostado a las dos a la vera del camino, poco después de que la media luna quedara escondida tras la sierra de Alcoy. Dormido con lo puesto sobre el aislante, no tardé en sentir una sensación de frío que se acrecentaba por una ventolera, que pese a haberme parapetado tras unos arbustos, me llegaba desagradablemente por la derecha. De todas las maneras aquello no duró mucho, lo cortó en seguida el despertador: las cinco de la mañana, la necesidad de aprovechar para caminar las horas tempranas. Se anda bien a estas horas de la mañana, esa hora en que irá apareciendo poco a poco una mancha luminosa sobre levante hasta llegar a pintar poco a poco el cielo con un ligero velo camersí. El camino bordea entre pinares las faldas de la sierra, describe una gran curva y termina atravesando por enormes parrales, que ya me sugieren la posibilidad de una siesta totalmente sombreada. Una esperanza vana, no caerá esa breva, ni siquiera, me parece, me encontraré la bondad de una fuente. Y negado como estoy a cargar con más de medio litro de agua, pues se podrá imaginar... es probable que todavía me queden veinte kilómetros de sol para encontrar un poco de agua.



Y  leo a Lu Marinoff, Pregúntale a Platón, cómo la filosofía puede cambiar tu vida, lectura de higiene para la madrugada, un libro de la misma factura de otro que leí hace años, Más Platón y menos Prozac; el cómo irse recitando a uno mismo cada mañana esas reflexiones que desde los presocráticos hasta hoy han ido contribuyendo a mejorar nuestras condiciones de vida; sí, que cuando hablamos de mejorar las condiciones de vida, siempre, no sé por qué, nos referimos a condiciones materiales, cuando de hecho, una vez salvadas las necesidades más elementales, lo que realmente nos interesa son las condiciones en las que vive nuestro ánimo, nuestrá ánima. De ahí saqué ese sabroso pensamiento de Marco Aurelio que precede a estas palabras.

Y mientras los pinos daban paso a los parrales, me fui a China donde Gao Xigiang, El hombre solo, va trazando su desventurado camino por la tierra de la Revolución Cultural de Mao, un complicado asunto en donde es difícil definirse. Pasé en China un par de meses hace algunos años y mis impresiones fueron excelentes, teniendo en cuenta las condiciones de las que se partían en las décadas de los cuarenta, esa asombrosa capacidad para haber hecho posible transformar una esperanza de vida, que estaba en torno a los cuarenta y seis años hasta las cota de los setenta y cinco, tantas cosas; sin embargo, también, cuántos disparates en esa dictadura del proletariado. Gao Xigiang recrea aquellos tiempos desde quien ha sufrido en su propia piel todo lo negativo de aquella época terrible. Lo leo como quien coge algo con pinzas, de la misma manera que leí el pasado año a Reinaldo Arenas en relación a Cuba; tiene que ser posible estar a la vez a favor de Fidel Castro y en contra, a favor de los muchos aciertos y en contra de los evidentes descalabros, de la represión, de la falta de libertad. 
Faltaba demasiado para llegar al siguiente pueblo, y aunque apenas tenía comida tuve que refugiarme del calor del mediodía bajo otro pino. Comí algo y sesteé hasta las siete de la tarde. En Torres del Rico, ya anocheciendo, el único bar estaba cerrado. Golpeé en una ventana, ladró un perro y salió a abrirme en seguida el dueño, un amable individuo con mucha pluma al que no tardé en convencer para que me preparara algo de comer. Salí de allí más contento que unas pascuas, un bocata con tortilla y atún de metro y medio, un Trina para mezclar con vino, dos helados, una gaseosa, una botella de agua... todo por cinco euros.
Dormí bajo las estrellas un poco más arriba del pueblo. Una noche fresca, hube de echar mano del jersey y de la capa de lluvia; el antimosquitos de ultrasonidos que me traje no funcionó, menos mal que no olvidé el repelente. En fin, la noche estaba espléndida, el silencio era acogedor. 










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