Al cauce del río Grande, seco, laminado por una bella roca calcárea rojiza, gris de clara de huevo, sembrados de bellas adelfas, romeros, zarzas y algunos pinos en donde se enseñorea la brisa, lo único que le falta es agua. Bendita agua la de estas regiones. Hoy emplee más de una hora y media en buscar la fuente de Benicaez que tan amablemente me indicó el ventero de las bonitas casas de Benalí, que a su vez ya conocía por Simon, un amable vecino de Engueras que seguia mi bloc y que me proporcionó alguna información sobre el agua y los habitantes del lugar; Caroig, se apodaba significativamente éste en el comentario, un nombre que no me decía nada entonces, pero que ahora nombra y da lustre con su sonoridad a la región que atravieso; hacia los altos de Caroig me dirijo precisamente, probablemente la única fuente que encuentre en el camino, aún lejos, muy lejos para el culito de agua que me queda en la botella. Culito, decía un autor que recreaba el pasado verano parte de mi viaje por Europa, para referirse a las pérfidas muchachitas que usaban su trasero a modo de red con que atrapar a los varones sedientos de hembras que recorren el planeta medio abobaos por el embrujo mujeril. Y a propósito de esto, tendré que decir que lo más notable de todo el paisaje visto desde que salí ayer tarde de casa, fue la ondulada belleza de un cuello, que cincuenta centímetros por delante de mí, complementaba la placidez del viaje, el suave discurrir de los kilómetros camino de Xàtiva, esas ondulaciones que imitando a la madre naturaleza en las dunas del desierto, llenaron los cuadros de Ingres con el arrobado candor de la feminidad, aquel enorme prolongado hasta el infinito en que alguna diosa alza sus manos embaucadoras hacia el imponente y barbudo Zeurs. Rosada curvatura que subía hasta la rubia cabellera sobre un paisaje que ya había empezado a dorarse camino del crepúsculo. Sus labios, su nariz respingona, su suave moreno de vacaciones estivales, su rubia pelo como una llamarada bruscamente encendida en la palidez de la tarde, era un regalo para mi vista. Ella dormía plácidamente, en algún momento la oí hablar en inglés con su amiga de la izquierda. Sin lugar a dudas este seria un recuerdo a retener en mis largos días de soledad que comenzaban. Y qué grato ir almacenando en la memoria estas imágenes, este suave prodigio de la naturaleza que puebla de vez en cuando el mundo.
Y aquí estoy de nuevo recién despertado de mi larga siesta sobre el cauce del río Grande a la sombra de una admirable roca que poco antes de dormirme me entretuve en fotografiar; otro prodigio más de la naturaleza, como tantos, como tantos; dispuesto a vivir el instante, ese carpe diem tras el que uno se pasa la mitad de la vida corriendo sin llegar a alcanzarlo nunca del todo, porque la vida se nos va siempre, como ese señuelo que ponen delante a los perros del canódromo para incitarles a correr; siempre tozudamente viviendo fuera de donde corresponde vivir, el presente. Ayer, pasado Vallada, el taxi me dejó en el límite del asfalto, un poco antes de que el camino tirara hacia el barranco de Boquilla, en donde Thomas me había indicado una fuente que tampoco fui capaz de encontrar en la oscuridad. Sólo unas manchas de humedad, unos charquitos que quizás delataban la presencia de un caudal que el verano había extinguido. Recorrí una gran parte del barranco en plena oscuridad; todos mis sentidos, excepto el de la vista, podrán dar cuenta de este barranco que con sus larguisimos culebreos se dirigía constantemente hacia el noroeste dejando en el cielo, sobre mi cabeza, la constelación de Casiopea, y poco más a mi derecha, la Osa Mayor. Algún animal silbaba en la oscuridad. Más arriba la media luna asomó sobre las lomas e hizo más fácil mi caminar, aumentó las posibilidades de que no me rompiera las narices en algún traspiés. Olía a romero, dormí poco antes de una enorme roca horadada, el lecho de roca fina me sirvió cama; eran las dos de la madrugada. A las cinco sonó el despertador, las duras condiciones del caminante que se empeña en atravesar a pie el caluroso verano valenciano.
Poco antes de las casas de Benalí di en tropezar con un numeroso grupo de amantes de los caminos pertenecientes al Centro Excursionista de Xàtiva. Departimos por un rato mientras el camino se iba haciendo -para ellos era su segunda jornada de camino- y cuando llegamos a donde tenían los coches, tras los elogios de algunos senderos de la zona de Xàtiva, donde me he propuesto regresar, fui obsequiado con las excelencias de la huerta de alguno de los caminantes, con preciosa fruta, con un fresquísimo litro y medio de agua: ¡albricias, agua! Maravilloso líquido, maravilloso obsequio. En seguida, tras proponerles hacer una foto de grupo para mi bloc y despedirnos, no pude resistir la tentación de dar cuenta del agua, de una enorme ciruela, de un jugoso melocotón, de un delicioso tomate. En las casas rurales de Benalí el dueño fue obsequiso y caritativo con el caminante, aunque me indicara una fuente donde pensaba determe medio día; un cañó así, me había dicho, juntando los dedos índices y pulgares formando cíerculo, y que yo me imaginaba como un chorro de no menos de dos pulgadas de grosor, y en el que me rogodeaba pensar como lugar de baño, de despelote, de ducha, de medio para saciar mi sed y cobijar mi calor; fuente que lamentablemente no encontré.
Benali-Denali, la concomitancia de los vocablos, este bonito rincón de la región de Valencia y uno de los parques nacionales más bellos de América, parque nacional de Denali, donde se yergue el McKinley, me lleva a aquel lejano rincón de Alaska en donde aprendimos a hacer del camino una larga sesión de karaoke. Sí, había que cantar obligadamente a voz en grito por mor de los osos; un oso y su cría pillados distraídamente en el silencio de una curva del camino podía convertirse en un encuentro sumamente peligroso, de ahí que las indicaciones de los guardias del parque obligaban, amén de cerrar la comida en recipientes estancos que impidieran la dispersión del olor de ésta, aconsejaran un desmadrado canto como medio de eludir el encuentro con estos animales. Fueron hermosos días de soledad aquellos, los grandes ríos desfilaban solemnes y asalvajados a nuestros pies, nos cruzábamos con simpáticos caribúes, con aves de sonoro y grave vuelo; vivaqueamos junto a las montañas Policrome; las ascendimos, disfrutamos de una soledad sobrecogedora; la grandes montañas escondían, más allá de los grandes ríos que bajaban de los glaciares, sus penachos de nieve y hielo. Realmente nos sentíamos como transportados a uno de esos libros de aventuras que tanto me cautivaron en la adolescencia, ese Río peligroso, por ejemplo, que Victoria me regaló hace años. Denali-Benali. También asocié Benaraz, que mal oí al ventero, cuando en realidad era Benicaez (así anda mi oído...), con Benarés, la ciudad santa de la India, con lo que parte del camino se me fue naturalmente en remorar una navegación al amanecer por el río Ganges, amanecer remoto de la jungla, de los libros de Kipling, que más tarde se convirtió en religioso recogimiento cuando recorrí las gradas en que santones y gente corriente hacía sus abluciones religiosas matinales, las gradas donde varios cuerpos ardían y donde las viudas recogidas en el misterio de la muerte despedían al difunto esposo; recorrí... más allá los mendigos formaban fila con su platillo de latón depositado a sus pies. Los niños jugaban a la pelota, algunas mujeres recogían la bosta y, haciendo tortas con ellas, las ponían a secar al sol. Las cornejas y los cuervos eran dueños del aire y de los basureros. En las estrechas calles de la ciudad me crucé con dos cortejos fúnebres que se dirigían al río. Un sadú pintó de rojo sangre mi frente, otro colgó sobre mi cuello un gran collar de azafranadas caléndulas. Y así fui haciendo parte del camino, intentando consolarme de mi desencuentro con la rumorosa fuente de Banicaez, que no de Benaraz ni Benarés, que se ve pronto que uno siempre oye lo que quiere más que lo que es, y que así nos va por ello, que de haber escuchado bien del todo al ventero, quizás no me habría perdido. Aunque como en ese ideograma chino, crisis, que leía esta mañana en el libro de Marinoff, que a la vez significa en Oriente oportunidad, pudiera encerrarse una enseñanza en donde debemos descubrir que teniendo, según los chinos, la crisis cierta sinonimia con oportunidad, lo que en castellano diríamos no hay mal que por bien no venga, no debe despreciarse ésta, la crisis, los problemas, ya que los mismos puede convertirse en fuente de otros encuentros, otros retos; vamos, que aunque no encontré la fuente, si encontré el cauce, cauce seco, sí encontré una deliciosa siesta, sí me desperté con el ánimo de perorar sobre lo divino y lo humano; lo cual probablemente puede tener que ver con el hecho de no haber encontrado una fuente.
Y me parece que no voy a tener más remedio que levantar el campamento y ponerme de camino, a ver si encuentro alguna fuente que redondee mi tarde y alivie la sed antes de que sea hora de recogerse y echar un sueñecito.
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