El animal que llevamos dentro


Construyo desde hace un mes o dos un blog con los apuntes de un viaje que hicimos en el noventa y siete por América de Sur. Trabajando con este material hoy, me encontré un texto, a la altura de Sucre, en Bolivia, que me siento inclinado a duplicar aquí a modo de conjuro. Sabiendo cómo puede funcionar el organismo y, viendo lo perezoso que me encuentro a la hora de ponerme a caminar de nuevo, no va a estar de más utilizar de este estímulo para, por ejemplo, animarme mañana mismo a hacer una larga caminata por Guadarrama después de un largo trimestre de inactividad. Sucedió que me encontré conmigo mismo inesperadamente, ese Alberto de la Montaña de los altos recorridos por los Alpes y los Pirineos, y eso es buena señal. Además, caminar y tomar el sol produce endorfinas a mogollón, una hormona que estoy necesitando como agua de mayo. Dejo aquí el texto de entonces, primero para mi personal consumo y después para el de aquellos que todavía creen en que a uno se le puede aparecer la virgen en cualquier momento. Éste es el texto:


Se me ha aparecido la virgen subiendo una escalera.
Trepo los escalones del hotel y en el descansillo vuelvo a ver el póster de las cumbres del Sassolungo con un primer plano de agua y flores rabiosamente coloreadas. Y ya que este largo viaje por América parece abocar a un final en espera del otoño y del trabajo, se me cruza en estas condiciones la primavera dolomítica de las montañas de siempre y recibo como una punzada su llamada. Después de regresar de América, volar a las Dolomitas, esa es la aparición. El verano de las montañas vuelve a nacer así en mitad de estas vacaciones para remontar el vuelo hacia los paraísos visitados de siempre. Las Dolomitas son otro mundo que duerme dentro de mí arropado por la memoria de las vivencias profundas.
Cuando la intensidad del esfuerzo es grande, la lógica del cuerpo pide descanso, cambios de ritmo, el llano sigue a las montañas; pero algún resorte interno me pone sobre aviso de este descanso engañoso; los ratos de intensidad yacen escondidos en la incertidumbre del esfuerzo, en el alba que nos sorprende pisando los caminos de las cumbres. Pienso que buena parte de lo que quiero vivir está en el escenario de lo que he vivido; no de otra manera puede entenderse que levante en mí estos deseos valles tan conocidos como los de las Dolomitas. Es el arrullo de las asociaciones de la memoria que me invita a husmear rincones de un mundo familiar. Pensar desde estas asociaciones me crea un nuevo estado de excitaciones y expectativas. ¿Duermen en mí deseos que desconozco? Recuerdo mi última estancia en Brenta, que fue una gratísima experiencia, y no tiene, sin embargo la luz con la que yo veo esta tarde aquel norte de Italia; las de esta tarde son montañas vinculadas a remotos años pasados, imagino todo aquello y me siento muy excitado; en mi voluntad aparece el deseo de rescatar aquellas cumbres. Por ahí circulan mis sueños, se alzan como una voz de alerta que pide ser escuchada más allá de lo pasajero de un deseo agradable.
Y sucede que según me acerco a estas tierras los recuerdos se reproducen unos a otros y entonces, de las entrañas de la memoria surgen a borbotones más y más montañas vestidas de alba, de estrellas, de largas y costosas ascensiones conseguidas tras laboriosos sacrificios. Y me asalta la duda, ¿volver a saciarme de montañas, de esfuerzos extenuantes, de valles, de soledad?; ¿y llegar ahíto al otoño como quien regresa de atravesar el desierto hermoso y sediento?; ¿y volver a cargar la cámara de imágenes y colores con los que nutrir el invierno y la juventud recientita inaugurada con este desmadre de la cincuentena en ciernes...? ¿y volver a escucharme a mí mismo durante una larga temporada pateando la tierra como un lobo hambriento de vida?
Me sorprendo a mí mismo escribiendo las líneas anteriores. Me pienso en el estado anímico inmediato de estos días y no me reconozco esta nueva disposición. Y mientras escribo esto último se me ocurre que, coño, estas cosas hay que aprovecharlas, que no pueden dejarse las velas arriadas cuando soplan vientos tan poco usuales. Por cierto, ¿cómo nacerán estas cosas? Lo de hoy es un accidente; Victoria me manda a comprar agua a la tienda de al lado, bajo con desgana, estoy demasiado a gusto arrullado al calor de la lectura; bajo junto al póster y nada, compro el agua, vuelvo a subir, lo miro de refilón y mientras subo los cuatro o cinco escalones —cuatro o cinco, no más—, plas, de golpe me viene la llamada de las cumbres arroyando con su fragor repentino cualquier expectativa en ciernes, y no me reconozco porque, haciendo balance de la gran cantidad de tiempo que dedico a pensarme o a repasar las realidades de mi entorno, cada vez descubro menos estos ramalazos de viento, que sólo veinte, veinticinco años atrás tenían la capacidad de embestida con que amenazan esta tarde en el corto espacio de tiempo en que consumo un mate.
Victoria me recuerda una idea leída en Vargas Llosas, parece que tomada de Cioran, la necesidad de dejar un lugar en la existencia para “visitar el animal que llevamos dentro”. ¿Ese animal que llevamos dentro, nosotros mismos, se corresponde exactamente con el que compartimos la mayor parte de la existencia? o más bien sólo nos aproximamos tímidamente a él, en plácido equilibrio con otras demandas, otras convenciones, otras perezas, otros sucedáneos... Trágico interrogante, porque hay una verdad que no tiene vuelta de hoja, rodeando el peligro, el esfuerzo o el sufrimiento la existencia nunca puede ser igual de sabrosa. Las sombras de las realidades se confunden fácilmente con la consistencia de las realidades mismas. ¿Cómo cerciorarse de la calidad de la realidad vivida cuando es tan fácil vivir alimentado de las sombras o de entidades menores?
Viajar siguiendo una guía, pasar por atender las curiosidades comunes de los viajeros, descansar de siempre lo mismo, es un imperativo necesario; pero tiene poca sustancia si uno sigue la ruta ancha de lo que medio mundo va dejando delante de nosotros, si uno no se sale del camino y no se acerca a dejarse los músculos mascullados valle arriba entre las piedras, la nieve o el frío. Hay maneras muy sutiles de rodear los escollos del esfuerzo o, por decirlo de otra manera, el esplendor generoso de la naturaleza; somos capaces de engañarnos a nosotros mismos durante largos periodos de tiempo, somos capaces de incapacitarnos con la metafísica del tiempo y la degradación con tal de substraernos al esfuerzo de enfrentar el sufrimiento y el esfuerzo, no entendiendo que no es dable la recompensa con la sola pasión de contempladores desde la llanura; que la sola pasión no es suficiente, que necesita del ejercicio de la pasión sobre la tierra para que de esta unión nazca el hombre que duerme y acosa a su amada en la soledad de una naturaleza recuperada.

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