Cercanías del
refugio Merano, 25 de julio de 2017
Que sí, que
definitivamente he entrado en la cosa del vagabundeo sin destino, me digo
viéndome esta mañana con el ánimo de quien va a caminar como quien se da una
vuelta por el Retiro, pensando que cuando tenga hambre se encontrará un
chiringuito, cuando venga la sed tendrá un arroyo a mano y la cerveza no se
hará esperar porque en la zona va a tropezar con varios refugios que otra cosa
no tendrán pero lo que es cerveza… no hay vez que pare en uno de ellos en el
que frente a cada cliente no haya una gran jarra de cerveza. Aquí lo de las
cañas ni hablar, jarras de medio litro por todos los lados. Eso de viajar ya se
sabe que enseña muchas cosas, viajas por Argentina y en uno pocos días te ves
con el mate, la matera y la bombilla encima en todo momento; si pasas por
Egipto terminas fumando en narguile, así que, al dicho, allá donde fueres haz
lo que vieres. Ya se me está empezando a quedar corta una sola jarra. No sé por
qué amanecí así, pero lo mío de esta mañana ya no era caminar era pura y
simplemente un paseo, de modo que habiendo terminado con Otoño en Taxila y The Master,
retrato del novelista adulto me fui a investigar cuáles serían mis próximas
lecturas. Como hacía sol, pensé también en aprovechar para secar la tienda que
llevaba dos días mojada dentro de su bolsa. Mineras se secaba la tienda busqué
entre mis notas alguna sugerencia pero no encontré de momento nada, La montaña mágica tendría que esperar su
momento propicio, La carretera también. Me fui a una lista recomendada por Le
Monde y el primero que encontré fue Bella
del señor, de Albert Cohen. Estaba bien, la pasé de la microSD al teléfono.
Luego me acordé de Miguel Delibes y quise probar con Diario de un jubilado, acaso pensando en el jubilado Delibes, pero
no, después no me pareció que el jubilado de la novela fuera él. De todos modos
me enganchó. Cuando se secó la tienda y me puse en camino ya llevaba los
auriculares puestos. Me dice Francisco Sánchez que ya le contaré cómo se come
eso de leer caminando. Cosa bien simple. Tener a mano un teléfono, una app que
soporte voz, no un voz de máquina, sino una realmente humana (el mercado ofrece
muchas al módico precio de 4 euros) y unos auriculares. Es todo. Hombre si lo
que vas a hacer es escalar el espolón Walker o la Oeste de los Drus la lectura
no es muy recomendable, pero para un camino sencillo como el de hoy es ideal. Si la ruta presenta
la posibilidad de despiste también puedes recurrir al OruxMaps, la mejor aplicación
que conozco para saber por dónde va uno, y activar que te avise cuando te
salgas del camino. A mí me ha saltado muchas veces, vas enfrascado en la
lectura mientras sorteas piedras, subes y bajas por un estrecho sendero y de
golpe se corta la lectura y aparece un señor en el teléfono que te da un
golpecito en el hombro diciéndote: tío, que te has salido del camino. Así que
ya sabes Paco, cuando te des un paseo por el Morezón o por Cinco Lagunas,
aplica el cuento si quieres matar dos pájaros de un tiro, es decir caminar y
leer al mismo tiempo.
Miguel Delibes de
entrada, ya me hizo recordar a mi madre y a mi abuelo Arsenio. Leer a este
hombre es entrar un rico mundo de expresiones y vocabulario que forma parte de
la década de lo cincuenta y los sesenta, puro lenguaje añejo, que amén de
servirte una historia que se lee con mucho gusto, te hace conectar con tu
infancia recuperando expresiones que te eran caras y que salen del baúl de los
recuerdos anexas a personas, juegos, modos de relacionarse y que la memoria
salte de gusto. Mi madre, que tan aficionada era a usar la perífrasis de los
dichos para expresar ese tipo de verdades que la voz popular de cada generación
acuña a su imagen y semejanza, había heredado esa disposición de mi abuelo
Arsenio que fue el personaje más significativo de mi infancia y al que debo
aficiones como la música clásica y la lectura más que a ningún otra persona. Mi
abuelo era una persona muy singular. La mayoría de su vida se ganó la manduca
de él, mi abuela y seis hijos que tuvo vendiendo pipas y caramelos. Tenía un
carrito con un cajón encima de aproximadamente medio metro cuadrado que había
dividido en pequeños compartimentos cada uno de los caudales contenía un
producto: chicles de la marca Bazoca, que eran cilíndricos con unas
acanaladuras alrededor, pipas, naturalmente, normales y de calabaza, caramelos
Saci, piruletas rojas como soles, cigarrillos sueltos de varias marcas,
cigarrillos de anís… la lista podía ocupar un buen pedazo. La parte de arriba
del cajón estaba cubierta con una red metálica cuya razón de ser tenía dos
finalidades, evitar que en algún descuido alguien metiera mano y que los
ratones, cuando el puesto dormía en casa, no se empacharan de chuches. Recuerdo
que en una ocasión un ratón logró atravesar el entramado de alambre, pero el
pobre debió se ponerse tan como el Quico durante toda la noche que fue incapaz
de salir de la jaula de los caramelos. Aquello de a un panal de rica miel…
Bueno, pues a lo
que iba, mi abuelo era un refranero viviente, además del más salao de lo
piropeadores del barrio. Él, con su boina negra, su pipa, su pelliza de cuero
de la que todavía conservo su inolvidable olor, era una institución en el
barrio. Las mujeres jóvenes le querían más que todas las cosas y no pocas veces
pasaban largos ratos junto al puesto de pipas esperando que el señor Arsenio,
como le llamaban les contará alguna de tantas jugosas historias de un amplísimo
repertorio que había recolectado en su viajes por América Latina cuando era
joven. Los historias de Miguel Delibes tienen muchas veces el sabor de sus
propias experiencias de vida, la caza, el pueblo, la muchachería y sus
diabluras. Para qué coño lee uno si no es para que de tanto en tanto las
asociaciones que la lectura suscita vengan a traernos algún pedazo de pasado,
evocaciones que alegran el alma y nos recuerdan momentos felices de la vida?
Así que resultó
uno de esos días de apacible caminar y leer mientras bosques y prados iban
quedando atrás, mientras me cruzaba con alguna mujer bonita de sonrisa
encantadora, con un niño de cuatro o cinco años que precedía a sus padres con
la actitud del guía seguido de sus clientes. Comí por el camino, me encontré
con unos strudel de manzana riquísimos, llovió un poco, salió el sol, baje
hasta Merano que atravesé en autobús y en taxi lo más deprisa que pude y un
rato largo después me encontraba en el lado opuesto del valle de nuevo sobre la
cota dos mil. El refugio queda a media hora pero he preferido mi tienda como
siempre. Hoy me acompaña el sonido de las esquilas y el trajín de un arroyo
cercano.
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