Refugio
Baldivinsskali, 15 de septiembre de 2018.
Laugavegur
trail, Islandia: Cercanías del glaciar
Mildalsjokull – Refugio Baldivinsskali
Hoy
me esperaba uno de esos hermosos días que vas a recordar toda la vida, la
fantástica soledad, el paisaje agreste, salvaje, el viento, la nieve, el
peligro rondando algunos parajes. Una rara mezcla que me hacía mirar asombrado
a mi alrededor incrédulo, atónito por la suerte de estar viviendo una
experiencia semejante.
Eran
las siete de la mañana. Los setecientos metros de altitud a los que me
encontraba no eran demasiados, pero se notaba el frío. Llovía ligeramente.
El glaciar tenía un ancho capirote de nubes sobre el hielo. Hasta donde
alcanzaba la vista el paisaje aparecía mustio bajo su techo de nubes.
Tomé
el camino diagonal que se dirigía a lo que parecía una gran plataforma formada
por estratos rocosos horizontales. A mi derecha la ladera se hundía en un
salvaje laberinto de grandes cárcavas abiertas por la erosión, un mundo
intransitable tapizado de verde. Arriba se extendía un gran plató horizontal
sembrado de rocas oscuras. Tras él se alzaba una ancha montaña vestida toda
ella de nieve reciente que cubría parcialmente el glaciar Mildalsjokull. En su lado inferior éste se despeñaba
por una gran cascada de seracs.
Me
impresionaba la posibilidad de sumergirme en ese mundo cuya hostilidad,
acrecentada por la niebla y la nieve que ahora caía en pequeños copos, saltaba
a la vista. El negro opaco de la lava que asomaba entre la nieve, erguido aquí
y allá por grandes bloques, imprimía severidad al paisaje. Poco después de
iniciar la subida, el sendero trepa por una escarpada pendiente donde yacen
flácidas por los suelos unas cuerdas destinadas a pasar un paraje aéreo. Las
cuerdas están tente mientras cobro; imposible fiarse de éstas ni de otras que
encontraré más arriba. De vez en cuando echo un vistazo atrás quizás
inconscientemente pensando en que alguien pueda seguir mis pasos, pero no,
parece que todos lo grupos con los que me he cruzado estos días han terminando
su recorrido en Þórsmörk. Asumo mi soledad con una suerte de orgulloso
estoicismo, pero no las tengo todas conmigo. La nieve reciente, de apenas tres
o cuatro dedos, me empieza a preocupar enseguida. Ha desaparecido la ceniza,
una ceniza de consistencia parecida a la arena, y el terreno ahora se ha hecho
tan duro y pendiente que mis botas no se tienen en él. Tengo que buscar
pequeñas oquedades que me ayuden a subir. A veces no las encuentro y mi
progreso es inseguro; me huelo el peligro. No me gusta. Ante el riesgo de
resbalar me veo gateando a trozos tomando los bastones por abajo a un palmo de
la punta. Encuentro que debo alejarme de lo que es el camino, duro como una
piedra y muy inclinado, y buscar la parte de la ladera que está sembrada de
pequeñas rocas. Cuando las alcanzo ya me siento más seguro. Por suerte después
de doscientos metros la ladera adquiere una inclinación por la que ya se puede
caminar con tranquilidad. El sendero asciende ahora en diagonal por la vertiente
que da al glaciar y se dirige a unos grandes campos de hielo que se me aparecen
en esa soledad de una belleza serena en su aislamiento. Soy consciente de que
esta situación excepcional de aislamiento es culpable de esa emoción que me
llena por dentro y que me ayuda a impregnarme de toda esta belleza en un estado
de ánimo muy propicio. El frío sigue siendo intenso y tengo que luchar con el
viento de lado, pero me encuentro bien. Mis manos, que estaban heladas hacía un
rato, han entrado en calor igual que mis pies y la sensación de confort que
tengo es grande. Ya no tengo problemas con el hielo, mi principal preocupación,
y puedo disfrutar plenamente del camino.
El
sendero termina por descender al glaciar. Las señales son visibles en todo
momento. Tras un gran plató de hielo veo dos señalizaciones que se bifurcan.
Sigo la derecha a través del glaciar hasta un punto en que el camino zigzaguea
por la oscura ladera de una montaña. Consulto el gps que me manda seguir por el
glaciar. Mi confianza en la traza que me proporciona la pantalla del teléfono
es superior a las de las señales. El panorama es magnífico, los blancos y los
negros puros dibujan pequeñas armonías en el lienzo de la mañana. El sol trata
de abrirse paso sin conseguirlo. Saco una vez más el teléfono y resulta una
bella fotografía. La traza del gps termina confluyendo de nuevo con otras
señales tras una lengua del glaciar.
Poco
más adelante, sobre la cercana línea del horizonte surge la silueta del refugio
Fimmvörðuháls, que en esta época está cerrado y del que pasaré de largo. Sólo
me quedará caminar media hora más por la nieve para alcanzar algo que puede
llamarse un collado, algo más de mil metros sobre el nivel del mar. Me siento
feliz y me entran ganas de compartir esta felicidad con Victoria y mis hijos.
Pruebo la cobertura. En la pantalla aparecen en seguida las esperadas flechitas
de cobertura: ¡eureka! Sopla un viento helado, pero no importa. Les mando por
whatsapp la primera foto de la mañana que encuentro y grabo este corto mensaje:
“¡Fantástico!”. También mando otro whatsapp a David De Esteban en
agradecimiento por haberme sugerido esta magnífica ruta.
Hacia
el mar el paisaje se humaniza definitivamente. Todavía quedan campos de nieve
por atravesar, pero ya despunta por todos los lados el negro de la lava. Una
densa capa de nubes lo cubre todo hasta la misma orilla del mar. Un cartel
señala la dirección del refugio Baldivinsskali, un kilómetro más allá. El
refugio en la lejanía parece una tienda de campaña de los indios del oeste. Imagino
un simple cobijo, pero para mi sorpresa es un refugio en buenas condiciones,
caldeado, con mucha luz, ideal para pasar el día pese a que son las once de la
mañana. No tengo prisa y el lugar es sumamente agradable. Si duermo aquí puedo
coger el bus en Skógar mañana al mediodía: perfecto.
Algunas
horas más tarde se abre la puerta del refugio y oigo de inmediato hablar en
italiano. Son Davide y Micaela, la pareja que me encontré dos días atrás, con los que bromeé
cuando vadeaban un río. Nos alegramos de encontrarnos de nuevo. Han venido
siguiendo mis huellas. Charlamos durante horas contando nuestras impresiones de
la ascensión. Son de Brescia, una ciudad en la que tengo amigos de los tiempos
de mi estancia, cincuenta años atrás, en un pueblo del Adamello, lo que nos da
para prolongar una animada velada.
Mañana
sólo me restará un paseo de tres horas hasta Skogar. Por la tarde estaré de
nuevo en Reikiavik.
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