Amigos...

 

Con cariño para los chicos y chicas del Navi. Gracias por vuestra compañía.

El Chorrillo, 22 de febrero de 2023

Hoy, departiendo con amigos me decía que qué cosa tan hermosa es eso de la amistad. Ascendíamos monte arriba desde Valsaín camino de la Chorranca, hablábamos de pintura, de asuntos de la edad, el riñón, la próstata, el hígado –jajaja, sí, todos somos septuagenarios para arriba–, pero sólo un poco, que después algunos nos fuimos por peteneras y nos liamos con Proust, Kapuściński, con Joyce, alguno puso de vuelta y media a Cela, otro lo defendió, todos coincidimos en que los libros de Vargas Llosa eran una maravilla, pero él personalmente era un auténtico petardo; los partidarios de Javier Marías arremetieron contra sus detractores; más allá Ramón y Victoria expresaban con empaque su afición a Bach y a la ópera pasando de Puccini a Wagner sin olvidarse de Mahler o Purcell; Laure volvía a recordar aquellos viejos tiempos heroicos en que cargábamos como mulas peregrinando de montaña a montaña en el Pirineo; las chicas intercambiaban información sobre el tratamiento de los párpados, comentaban sobre viajes y sacaban a colación anécdotas relacionadas con otras salidas, charloteaban sobre la vida; Victoria y yo nos poníamos al día sobre los otros amigos del Navi que no habían venido a la salida; el chico de María, Fernando, como no podía ser de otro modo, nos colocaba en formación –delante los más bajitos– para hacer la reglamentaria fotografía de grupo. Como rezaba aquel librito de Cortázar, hacíamos la vuelta al día en ochenta mundos.


Jacinto, Laure y yo nos quitábamos la palabra para expresar nuestro punto de vista. Pero fue Jacinto quien contaba con emoción aquella inesperada llamada telefónica que un día recibió de una voz que le venía de algunas décadas atrás; fue hace años, era Martín que se había dedicado de pleno a localizar a compañeros del antiguo Grupo Deportivo Navacerrada que no se habían visto desde treinta, cuarenta años atrás. El club había sido el lugar de encuentro en que habíamos formado nuestras primeras armas montañeras, allá por los años sesenta. A Jacinto, que vivía al margen de todo aquel conglomerado humano que había quedado atrás como quedan tantas cosas en la vida, le dio un vuelco el corazón al escuchar aquella voz de Martín que sugería volver a encontrase con amigos y compañeros con los que tantas horas de montaña había compartido en aquella época. Martín, tenaz como nadie, había conseguido en su búsqueda con tanto ahínco, siguiendo la pista a todos nosotros al modo de un Sherlock Holmes hurgando en guías telefónicas, escritos, preguntando a diestro y siniestro, localizar a prácticamente a todos los antiguos socios del club.

¿Y qué? Pues bueno, que siendo que la vida no es muy larga, que vivimos una apasionante juventud y que embarcados en los rieles de la madurez avanzada, cada uno con su vida, su profesión, sus hijos, su familia, sus nietos, de golpe la mayoría de nosotros nos encontramos con el pedazo de vida que fue nuestro pasado y resultaba que allí, esa amistad que había quedado desperdigada, casi olvidada en los vericuetos de la vida de cada uno, se abrió como una flor en primavera y de ella empezó a rezumar el néctar de aquella amistad casi olvidada; un néctar que ahora, desde que Martín logró reunirnos, todos degustamos con mayor o menor dedicación como un entrañable canto a la amistad.


Ya, las grandes palabras, porca miseria, que pareciera que no se pudiera llamar a las cosas por su nombre porque a uno enseguida le tachan de sentimental. Y es que es verdad. Ahora ya puedes estar un par de años sin ver a estos amigos, un par de años o más si quieres, pero estate seguro que cuando te vuelvas a encontrar con ellos enseguida vas a sentir ese calorcillo que desprende la presencia de los amigos. Yo no sé de qué coño va todo esto, pero es que lo siento así, me encuentro con personas que no llegué a conocer entonces y con las que en estos últimos años a lo mejor un par de veces, y me siento tan bien entre ellos, tan bien… Y sí, me temo que la montaña posee una magnífica fuerza magnética para aglutinar en torno a ella voluntades, amistad, deseo de compartir ese trozo de nuestro yo que anhela la compañía del otro.   

Realmente es hermoso cuando ya has cumplido los setenta, te has casado, has tenido hijos, has desarrollado una intensa vida profesional, construido un hogar, tantas cosas, volver a encontrar al otro lado del tiempo esa parte de tu propio yo, tu yo junto a los otros yos con los que velaste las primeras armas al modo de don Quijote y nos fuimos armando caballeros poco a poco en el arte de caminar y escalar montañas. A veces a mí me da por pensar y me pregunto ¿pero quién coño eres tú? Y no sé a ciencia cierta quien soy, sin embargo sí sé, estoy seguro de donde vengo; vengo de la primera noche de invierno en Gredos pasada en un miserable saco de papel de fumar, vengo de descubrir el firmamento estrellado desde un vivac, vengo de compartir una cuerda con tantos amigos (días atrás, que comencé a leer el libro de Ramón Portilla, Sueños de roca, me gustó especialmente su dedicatoria. Dice así: “A todos los que se han atado al otro extremo de mi cuerda”). Lo dicho, venimos de ir atados a la misma cuerda, del peligro, de la superación de nosotros mismos, del descubrimiento del sacrificio y la solidaridad cuando fue necesario sacar a un compañero de algún aprieto; venimos de una vida de plenitud que nos proporcionaron las tormentas, las nieblas, las durezas del camino.

¿O no es así? ¿No es así que un mucho de lo que somos se lo debemos a la montaña, a nuestro encuentro con ella, a la compañía de quienes nos mostraron su camino, su pasión, la posibilidad de soñar de por vida con esa belleza que se cierne sobre esas cosas picudas que levantándose sobre el llano hacen del planeta un hermoso lugar para vivir?

Bueno, pues que yo quería contar de la salida de hoy, San Miércoles lo llaman los amigos del Navi, y que ya he pasado sobradamente las mil palabras, y que si sigo no me va a leer ni Dios :-). Se acabó.






























No hay comentarios: