Noche en el Torreón, techo de Cádiz

 


El Torreón, 9 de abril de 2023

Estos días que duermo cada noche en en hotel de millones de estrellas, la jornada se me va en bajar de un monte, conducir hasta las laderas de otro, comer, leer un rato o dibujar y a la tarde tomar el sendero camino de nuevo de otra cumbre. Sin embargo hoy hice algo de turismo, sólo un poco. En Olivera me acerco a la iglesia parroquial, dos euros la enterada, y me dejo llevar por el perfume del incienso y la música religiosa del barroco. También por el boato religioso que flota en el ambiente. Ojos de cristos, de vírgenes y santos que miran como extraviados al cielo, idos de este mundo. A la derecha del altar mayor, en su particular recinto una virgen rodeada de todo oro, oro de imitación naturalmente, el oro, símbolo de la riqueza rebosa y cubre la entera capilla. ¡Ay, que no falte el oro!, ese que parece querer empedrar los caminos del cielo. ¿Qué hace tanto oro aquí?, que diría el humilde Jesús del Evangelio, el que expulsaba a correazos a los mercaderes del templo, de este intento de fastuosidad dorada? Más allá la expresión de una virgen parece decir ¡horror, qué habéis hecho, desgraciados, de las enseñanzas de mi Hijo?




Las calles de Olvera estaban totalmente engalanadas con los atributos de la Semana Santa. Paré también en un lugar solitario, una ermita en lo alto de un cerro cuyas paredes enjabelgadas refugian como la nieve. Ermita de la Virgen Pura y Limpia. Una redundancia apelativa que me hizo pensar que los primeros padres de la Iglesia Católica y San Pablo habrían necesitado los servicios de Sigmund Freud para averiguar de donde les venían a ellos primero ese horror por la partes pudendas y después por lo que éstas pudieran obtener de placer con ellas. ¿Por qué esa manía contra el apéndice entre las piernas o el origen del mundo? ¿Por qué esa manía de querer inventarse a toda costa una virginidad imposible? Graves problemas habrían de tener aquella gente que quisieron hacer de un genuino placer un charco de inmundicia.



Creo que ese par de visitas turísticas fueron suficientes por hoy. Mi siguiente destino era la sierra de Grazalema. Me tocó hoy rizar el rizo para llegar a la cima del Torreón. Permiso obligatorio. Ni siquiera se me ocurrió preguntar sobre la posibilidad de vivaquear en la cumbre. Una excentricidad que probablemente es desconocida para los responsables de medio ambiente de esta zona. Así que en vez de subir por la ruta de normal para evitar los permisos elegí un larguísimo itinerario que desde el principio de la ruta del Pinsapar subía al San Cristóbal, un picacho inhiesto y atrevido y que después mediante una muy larga travesía cresteaba hasta el Torreón. Ese era el plan y la vuelta el mismo recorrido con tal de no habérmelas con los forestales.

Se subía bien con el sol ya algo menos peleón. Me crucé con cuatro o cinco personas que venían del sendero del Pinsapar, un respetable recorrido de de seis horas, sólo ida, que remite, también, permiso con antelación. Una vez alcanzado el collado el paisaje es espléndido, el sendero talla una ladera muy abrupta y enseguida enfrente se alza el pirulo del San Cristóbal, demasiado atrevido para mi gusto. Y ya mismo empiezo a dudar de la viabilidad de aquella ruta que deja el sendero del Pinsapar a la derecha y empieza a trepar a la brava por una respetable ladera, sin sendero a la vista. Pienso que cuando llegue a aquellos farallones de arriba, en el collado, ya veré lo que hago. Y lo que que hago cuando llego allí a un pozo de nieve (qué moral la de aquella gente en lo alto de aquel inhóspito lugar…) es seguir a regañadientes por donde mi escaso sentido de la orientación me da a entender. De sendero nada, a cuatro patas en ocasiones y suerte que no se ponga peor. Dejo la cumbre del San Cristóbal a mi derecha y alcanzo una afilada cresta de grandes bloques que me va a tener ocupado hasta más allá de la puesta de sol. Un complicado laberinto de sube y baja en donde habré de dejarme todas las calorías que había acumulado durante el día. Bonito sí era. A mi derecha un riguroso cortado que debía de terminar en las calderas de Pedro Botero, y a la izquierda grandes bloques sobre los que hacer de funambulista cada dos por tres. Alguna bonita trepada con un buen tortazo a mis pies, un descenso un tanto complicado y mientras tanto el sol que parece estar huyendo hacia el horizonte a toda leche. Tan entretenido es el recorrido que un momento en que me paro para dar tregua a mis pulsaciones que andan soliviantadas, pienso si no será conveniente librar allí mismo el vivac. Medio kilómetro hasta la cumbre, calculo. Al fin decido seguir. Más arriba me complico la vida en medio de unos grandes bloques que tengo que escalar pero la sangre no llega al río. Llego a la cima con la luz suficiente para dejar mi cama instalada.



Son realmente agrestes estas montañas. Estoy en el epicentro de las sierras de Grazalema y Ronda. Un universo de picachos sobre los que ya se extiende precipitadamente la noche.

Afortunadamente la cumbre ofrece espacio suficiente para que puedan vivaquear en ella una docenas de amantes de la noche. Desde mi rincón hoy ni siquiera veo las luces de lejanos pueblos. La soledad es absoluta, el silencio riguroso, ni una leve brisa. Nada. El firmamento para mí solo, la magnífica hondura negra del cielo sobre mi vivac. Bajo él mi infinita insignificancia, un colchón, un saco, unas botas, un plumífero de cabecera y uno de tantos sapiens perdidos en el universo, que contempla ese infinito universo en el magnífico silencio de la noche. Nada que pensar, nada que decir, silencio, contemplación.

















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