Dolomitas, de nuevo en las montañas


Madrid – Venecia. Junto al río Cadore, 23 de julio de 2023

Volamos. Estoy nervioso. ¿Las elecciones? ¿Esta nueva inmersión en la montaña? ¿La soledad que me espera? ¿Acaso las Dolomitas, sus ferratas, la incertidumbre del tiempo? En el avión flota un sopor de siesta. Esta noche dormí poco y muy mal, pero no hay modo de echar un sueño. Para matar el tiempo pido un capuchino y un toblerone.

Consideradas las vidas de todas las personas, todas las de la misma generación corren de algún modo unas al lado de las otras, todas con el mismo sino, vivir en una época determinada de la historia del mundo y más tarde morir, desaparecer, la misma nada que había antes de nuestro nacimiento. Se abre un ciclo, se cierra y catapún chinpún ya no vuelve a quedar rastro de ti. Historias paralelas sólo que unas más interesantes que las otras. Anoche tuve que dejar a medias un relato de Saint-Exupéry. Me costó porque el posible desenlace de la historia dejaba un hilo de inquietud en mi ánimo. Saint-Exupéry y su mecánico, Prevost, volaban por un impreciso lugar del desierto de Libia o Egipto. No sabían si habían sobrevolado ya el Nilo y en cierto momento, en plena noche, se ven precipitados en un aterrizaje forzoso sobre las arenas del desierto. No tienen agua, no tienen comida, no saben donde están. El segundo día encuentran en los restos del avión una naranja. “Los hombres no saben lo que es una naranja”, exclama el autor. Han trascurrido tres días, han hecho largas caminatas por los alrededores, han quemado parte del avión a modo de señal de socorro. Tres días sin agua, sin comida, el sol abrasador durante el día, el intenso frío de la noche. Ahí dejé la historia anoche. Una historia real. Una historia paralela esa noche era la profunda pesadumbre que despertaba pensar en los resultados de las elecciones del día siguiente. Estaba inquieto, no me dormía, a ratos pensaba en los días próximos. Mi edad pesa cada vez más en mis proyectos. En esta ocasión cargo por primera vez desde hace medio siglo con material de escalada; por si acaso, me digo, un casco, un disipador, un arnés. La experiencia de subir o descender precipicios atrezados en los primeros días en que atravesé parte de los Alpes Austriacos sin seguro, me ha hecho tomar precauciones esta vez. Así que más peso para mi ya abultado macuto. También esto me pone nervioso. Vidas paralelas, inquietudes de distinto orden.


Quizás de eso se trata simplemente cuando estás vivo. Hoy no tengo ningún interés por el vuelo. Dejo a la arbitrariedad de mi ánimo lo que pueda venir. En el aeropuerto se me iba la vista tras el muestrario de género que transitaba por las salas abarrotadas. ¡Cuánta gente somos en el mundo…!, pensaba. Qué animales tan curiosos somos los sapiens… sus gestos, sus vestidos, las múltiples lenguas que se cruzaban en el aire, sus afanes por ir de una parte a otra del mundo. Y pensaba en todas esas vidas a mi alrededor con las que comparto cierto tiempo que el calendario cifra en unos pocos años.

Ayer o anteayer, refiriéndome a ciertos votantes, usaba la palabra lelos y la expresión homo idiotus. Hoy me parecían injustas ambas. Esta mañana Victoria me comentaba sobre un artículo de Alba Rico en el que hablaba de esta gente y decía que probablemente muchos de ellos son buena gente, personas que regalan una cebolla a su vecino, que les hacen algún servicio o son capaces de regarles los geranios cuando los otros se van de vacaciones. Gente corriente, buenos  vecinos, pero que llegado el caso son votantes en potencia del PP o del Moco Verde. Miro el panorama de esta gente con un poco de pena, hoy ya no son los estúpidos ciudadanos que votan contra sus intereses.  Quizás es el volar a ocho o diez mil metros lo que me predispone a encontrar conexiones entre las distintas vidas de la gente de allá abajo o los mismos viajeros, esporádicos habitantes de un planeta perdido en la inmensidad del universo. La altura, los vivacs en las cumbres me predisponen a este tipo de reflexiones.


Si los caminos del Señor son inescrutables, qué decir tanta veces de la simple existencia. Me encanta Saint-Exupéry por lo bien que sabe expresar conceptos sobre la vida, sensaciones, el modo como analiza relaciones de distinto orden, pero sobre todo por la manera tan descarnada en cómo pone al hombre frente a la realidad de la existencia. Saint-Exupéry ama el desierto; el desierto le habla, estar en contacto con el viento, la aventura, con la inmensidad de la arena, hace nacer en él una inspiración y unos sentimientos que no podrían llegar a un escritor corriente sentado frente a su mesa de trabajo.

Quizás una más de las razones que me siguen impulsando a estas largas travesías tenga que ver con ese estado de ánimo, de percepción, de inspiración que te sobreviene en los brazos de la soledad, la belleza o el esfuerzo. Para mí sería inconcebible un Saint-Exupéry no aviador; un autor sin la carga de esas experiencias vividas sería inconcebible. La emotividad, la pasión, la emoción se nutren indudablemente del roce del alma con los paisajes, la belleza, las dificultades.

No sé todavía el desenlace de la aventura de Saint-Exupéry y Prevost, que siendo que está escrita debe de tener buen final, pero es claro que por ahí andan, para unos como inspiración del día en que se cumpla escribirla vertiéndola en un relato, para otros simplemente para, como nos decía en otro día Carlos, para estar encantado con la vida que has vivido, pero en cualquier caso para respirar quizás de una manera algo diferente al resto de los mortales corrientes.

¿Dónde duermen esas experiencias, en qué parte del cerebro o el alma habitan para que de tanto en tanto salgan así sin más de su escondrijo para alegrarnos el momento, para decirnos que hemos vivido?

Victoria y Lucía. Nos decimos adiós. 

Aterrizar, tomar un bus que conducía un hombre en extremo amable, y bajar en una pequeña aldea al sur de Cortina d’Ampezzo. Ahora de nuevo el bosque, el rumor del río, esta tarde río caudaloso, el que trae todas las aguas del Lavaredo, Cristallo, Tofane, Antelao. Justo junto a mi tienda, un rincón que encontré apenas me alejé de Vodo di Cadore. El último sol ha tintado levemente los restos de montañas que surgían entre las nubes y después me he introducido en el bosque siguiendo el curso encajonado del río a la búsqueda de mi hogar para esta noche.

Hoy no quisiera perder la cobertura; me inquieta lo que pueda salir del recuento de esta noche. Hace fresco, un fresco  que exhalan las aguas del río aprisionado por altos farallones de roca. Me he preparado un capuchino y doy cuenta de él mientras escribo, ya con la noche casi encima. Ese volver a estar en contacto con el viento, el cielo, las lluvias, las montañas. Quizás en alguna de mis siguientes reencarnaciones pueda volver a levantar una hoguera y pasar junto al río largas horas de contemplación al modo de Dersú Uzalá, esos magníficos tiempos del pasado en que la comunión con el bosque y la montaña era ritualizada junto al  fuego a la orilla de algún arroyo.


  

 

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