¡Ah, las ferratas!



A un rato del Passo del Grosté, 10 de agosto de 2023 

Esos distintos grados de incertidumbre por los que transita tu pensamiento. Esas horas algo inciertas, por delante un sendero solitario y escaleras sobre el vacío. Me despierto inquieto. Abro la cremallera de la tienda y un tiempo turbio cubre el cielo. Dudas. Estoy un rato más en el saco haciendo pereza, pero recorriendo con el rabillo del ojo esos posibles caminos que la incertidumbre me sirve esta mañana envuelta en un tiempo dudoso. ¿Por qué atravesar la incertidumbre? Y le doy vueltas al asunto, incluso la posibilidad de volverme al valle. Me encanta la soledad pero cuando ésta viene acompañada por una incertidumbre que acaso me sobrepasa, desearía encontrarme con gente, la gente alivia la incertidumbre. Y mientras tanto sobre el ábside de mi tienda aparece una liviana claridad, y me asomo y un trozo de cielo azul se abre entre las nubes. Desayuno, y mientras tanto ese agujero azul sobre mi tienda se expande, el sol ilumina las montañas que tengo encima, el sendero que sube hacia la bocchette delle Palete ya no parece dirigirse a un lugar incierto y entonces mi incertidumbre se aligera. Cuando recojo incluso un leve rayo de sol llega hasta mí. 

Y sí, que frágil soy y cómo dependo de un rayo de sol para empezar a ver mi caminar inmediato con un poco más de tranquilidad.


Me falta poco para el collado de la Palete pero debo parar de inmediato para dar tregua a mi corazón que palpita como una patata frita a una velocidad endemoniada. Ya, ya estoy en medio del tinglado, ese que me ponía nervioso a la hora del desayuno. Un riguroso vacío al lado de vez en cuando, un sendero pedrera muy inclinado en donde es muy difícil no resbalar y donde se suda la gota gorda. Ahora envuelto por una espesa niebla, las señales rojiblancas, algún cable, unos recios barrotes de acero a modo de escalones. Y dentro de mí, pues bueno, no queda más remedio que seguir adelante y apechugar con lo que venga, porque descender por aquí y dar marcha atrás ni soñando. La niebla, el silencio, también ellos son en estas circunstancias un poco inquietantes. Mi subjetividad exagera, estoy seguro de ello, pero siendo yo y estos vacíos los únicos espectadores, hasta una posible exageración vale. Y la niebla levanta un poco y no me queda más remedio que mover el culo y ponerme en movimiento. El sudor empapa toda mi ropa. 

Una mezcla de disfrute y temor seguirá a la última parada. Seguro que echo de menos ese placer de mirar al vacío entre las piernas que expresaba José Manuel hace tiempo en un guasap. Incluso me acometerá cierto sentimiento de irresponsabilidad cuando en medio de la ferrata y la niebla me cruce con un grupo que va equipado para la ocasión. Yo y mi macuto enorme somos una anacronía en un lugar donde la responsabilidad exige casco, arnés y disipador. A ratos los escalones de acero se pierden abajo en el vacío de la niebla. Me gustaría bajar por allí tranquilo contemplando el vacío, lo extraordinario de esta soledad atravesando una pared, pero una pequeña inquietud me lo impide. Bajo sólidamente agarrado a cables y escalones, pero he perdido hace mucho mi familiaridad con el vacío. Quizás por eso cuando me encuentro frente a la arista de la torre de Vajolet, me admiro. Mi yo de ahora no conecta con mi yo de entonces y lo que entonces era corriente, una escalada de cuarto o quinto grado, ahora me parece extraordinario y digno de admiración. 

La experiencia es preciosa dentro de ese yo en que me muevo, cauteloso, temeroso, deseoso de aventuras y montañas, pero sumamente consciente de mis limitaciones. En cosas así voy pensando mientras entre la niebla atravieso estos farallones tan exquisita y profesionalmente equipados. A veces se acaban los cables. Debo descargar entonces el macuto y retomar los bastones para continuar mi descenso al modo de quien va pisando huevos. Nada alrededor, sólo yo y mis pensamientos revoloteando dentro de la nube en que me encuentro. 

Cuando la ferrata termina creo que ya he tomado la determinación de no repetir. Santiago Pino me ha contado muchas veces entusiasmado de un mes que pasó solo en Dolomitas haciendo ferratas. ¡Cuánto le envidio!, aunque también es cierto que eso sucedió hace más de treinta años y no llevaba a la espalda esta enormidad de macuto. El otro día Carlos Soria me recordaba por guasap el tránsito por una ferrata algo espeluznante para mí, la de Camaleño, en el valle de Liébana, del hijo de Sonsoles y su sobrina Andrea. Les acompañaba Sonsoles. Qué envidia también, pero sobre todo mi admiración por Sonsoles. Se lo comentaba hace un momento, en una ferrata expuesta uno puede ponerse algo nervioso, pero si además vas con tu hijo y tu sobrina, ni me lo imagino. Lo pensaba esta mañana, si hubiera tenido que atravesar la ferrata con Victoria o con alguno de mis hijos, y ello yendo asegurado, no sé si mi sistema nervioso habría resistido. 

Los nietos de Carlos Soria en la ferrata de Camaleño, en el valle de Liébana. 

En fin, que en esta vida ya no me da tiempo a resucitar mi viejo y tranquilo tuteo con el vacío bajo mis piernas. Tengo tantas cosas a las que ya no me alcanza la vida, que dudo de que incluso me quepan en la próxima reencarnación. Pero por si acaso ahí queda la idea de las ferratas, para la próxima o para la que siga a la próxima. 

Cuando me volví a encontrar con el cartelito que indicaba en sentido inverso el comienzo del recorrido equipado, mi ánimo se aligeró del todo. Todavía me quedaban dos horas, siempre abriéndome paso entre la niebla, para alcanzar el refugio Stoppani al Grosté. Un refugio donde llega la civilización a través de un funicular y por tanto muy visitado. De nuevo estoy en la civilización, aunque civilización inmersa en la niebla. 


Termino mi jornada no muy lejos del refugio, un rinconcito en medio del laberinto kárstico en donde sería facilísimo perderse a poco que te alejes del sendero. Es pronto, he hablado con Victoria un rato, he terminado los deberes, mi crónica diaria y ha llegado el momento de la relajación y la lectura. 

Qué diferente es el mundo cuando desaparece la niebla. Estaba leyendo cuando de repente se me ocurrió mirar hacia fuera: la niebla había levantado. Tomé la cámara y salí pitando. Después de todo un día envuelto en una nube de smog esto era una auténtica sorpresa. Subí a un altillo próximo. Hacia el valle flotaba un mar de nubes, mientras en lo alto lucían las montañas con una bonita luz. Hice algunas tomas y me senté en una prominencia pensando que lo mismo había suerte y tenía el regalo de un bello atardecer, pero fue una esperanza vana. A los cinco minutos las nubes subieron en tropel y tuve que salir corriendo para no perder la localización de la tienda que ya estaba siendo tragada por las nubes. 













No hay comentarios: