También a mí me dan ganas de llorar, Muhammad.

 


Cercanías del refugio Brentei, 12 de agosto 

Subía esta mañana tan a gusto camino del refugio Pedrotti, más allá de la bocca di Brenta, tan lleno  de mí y de lo que me rodeaba, una mañana de sol en la que las nubes intentaban penetrar por los collados y comenzaban a arrastrarse por las paredes de las montañas, que poco faltaba para acercarme a esa plenitud que tan raramente me visita. Cuando te sientes parte del Todo que te rodea, las montañas, el sendero, las flores. 

Le había comentado a Carlos ayer que hoy subiría a hacer una visita al Campanile Basso, del que tan buen recuerdo tengo, y esta mañana me decía que de esa preciosa montaña recordaba el nombre de una reunión, Albergo al sole. También recordaba una escalada que le encantó, el spigolo del velo, que hizo con sus hijas Sonsoles y Mónica. Y al hilo de estos recuerdos y su expresiva despedida con un “¡¡Esas maravillosas Dolomitas!!, a mí me dio por pensar que al placer de escalar debería ir luego acompañado el placer de escribir, para así, y especialmente para los que tenemos mala memoria, podamos vivir más de una vez nuestras experiencias más queridas. Escribió Kurt Diemberger que las montañas se escalan dos veces, la primera cuando la subes y la segunda cuando narras esa ascensión. Yo añadiría que no son dos sino muchas más; después de la segunda te quedan todas las veces que quieras leerte, principalmente aquellas en que tu ánimo está en especial disposición. 


No entiendo del todo que Proust hubiera puesto a su obra el título de En busca del tiempo perdido, o acaso sí si de lo que se trata es de recuperar aquello que corre el peligro de perderse. Carlos, por ejemplo, tiene una maravillosa memoria, tal de poder recuperar mínimos detalles de su vida en la montaña (¡dichoso él!), pero no siendo mi caso, las experiencias de este año, ese regresar a los rincones de tantas montañas que recorrí hace décadas, actúa de manera que emociones pasadas vienen a visitarme de nuevo. 

Cuánta música duerme entre estas paredes, me decía según empezaba a trepar por los trozos de ferrata que me llevaban al refugio Pedrotti. Cuánta vida encerrarán estas paredes desde que algunos hombres descubrieron el placer de surcarlas, de abrir bellos itinerarios sobre su roca. El hombre y su búsqueda  ciega que quiere dar salida a una inquietud que le pide imaginación, preparación, esfuerzo; una inquietud quizás todavía sin explicar que para tantos se convierte en la razón y el porqué  de una vida. Cerca de la bocca de Brenta me detengo a contemplar cómo evolucionan en la pared algunos usuarios de la ferrata delle Bocchette, la más conocida de la zona, y que hice con mi hijo Mario hace treinta años. Estoy profundamente arrepentido de haber enviado a casa el disipador, el casco y el arnés. El tinglado de los cables y escaleras atravesando vacíos impresionantes termina por ser pan de cada día y por tanto se hace habitual. Especialmente transitable cuando como hoy he dejado el macuto en el refugio. Las ferratas con quince, dieciséis kilos a la espalda no las recomendaría nadie, pero sin peso y con el equipo adecuado pueden ser un gozo. Quizá otro año, me digo. 



En el refugio Pedrotti charlo con una pareja de Sudafricanos que se han estrenado en este tipo de recorridos. Tanto él como ella están encantados con la experiencia. En Sudáfrica tienen pocas montañas. Les comento que una vez escalé las montañas que hay por encima de Ciudad del Cabo, unos abruptos escarpes que terminan en una especie de meseta. Charlamos, nos hacemos fotos, se está bien allí al sol contemplando cómo las nubes juegan trepando y descendiendo por las paredes. 

No, desde el Pedrotti no se puede ver todavía el Campanile Basso y hoy, que es como un día de vacaciones para mí no sintiendo el peso del macuto sobre mi espalda, no quiero agotar la jornada yendo hasta su pie. Otra vez será. De testimonio dejaré aquí abajo la imagen de una vieja diapositiva de mi último paseo por el Bocchette con el Campanile al fondo.


 

De vuelta al refugio Brentei me sorprendo con unos pensamientos tan elementales que me siento como si hubiera nacido ayer mismo. Mirando por ejemplo a un matrimonio que come frente a mí. Les acompañan dos niños de unos siete, ocho años y me sorprende esa certeza de que la existencia de un niño sea posible. Y me imagino ser madre y ello me parece totalmente inconcebible, un milagro. Porque una cosa es saber cómo son las cosas, cómo se producen y otra muy diferente  comprender, comprender. Quizás es un asunto que a los hombres nos resulta más difícil de entender que a las mujeres que gestan día a día en su cuerpo ese ser. Pero aún así. En determinadas circunstancias las cosas más normales del mundo pueden revestirse de un aura de cosa extraordinaria que te obliga a prescindir de la razón. Y hay tantas y tantas cosas extraordinarias, tantos milagros que a cada momento rodean nuestras vidas… 

Consideraría sin lugar a duda muy triste perder esta capacidad de admiración que nos persigue desde la infancia. El porqué de tantas cosas, la belleza, el amor, la relación entre las personas, el porqué de lo que hacemos o dejamos de hacer, la vida, la muerte. O cuando gestamos una nueva vida, una nueva vida, el cerebro, el pensamiento, la conciencia, un ser nuevo que crecerá y será una mujer o un hombre. 


Cerca de las cinco dejé el refugio Brentei e hice media hora de camino valle abajo, hacia unos prados que prometían un buen lugar para mi tienda. Tumbado al sol, cuando hace sol y es casi insoportable, y a la sombra cuando éste se oculta y entonces tengo que ponerme el forro; tumbado contemplo el ir y venir de las nubes que se enriscan por aquí y por allí y a veces se hacen de plomo y otras de liviana seda. Nada que hacer, contemplar las nubes. 

Así hasta que todo quedó envuelto en la espesa niebla de tantos días. Se acabó el espectáculo. Pongo la tienda, me meto en ella y al otro lado del mundo descubro el drama de la muerte contemplada por los turistas de ocasión del K2. Un post de Ramón Portilla. “Solo me dan ganas de llorar…”, escribe. Y debajo se narra la historia de Muhammad fallecido en las cercanías de la cumbre. Y yo siento dentro de mí cierta desazón por el drama, pero también por muchos de los comentarios que leo. Julio Gosán intenta justificar la dificultad de un rescate a esa altura y Ramón Portilla le contesta con un interrogante: ¿tú crees? y recuerda el rescate de Atxo en el que él mismo participó, o el de Carlos recientemente en el Dhaulagiri. Podría haber añadido Ramón toda la movilización que se llevó a cabo para salvar la vida de Iñaki Ochoa, por ejemplo. 

Entre los comentarios me conmueven aquellos que levantando la flamígera espada de la justicia insultan, dicen lo que se debería haber hecho y lo que no, aquellos que pintan el mundo de lo posible desde su sillón del salón de su casa. Pero lo curioso del caso es que nadie comenta un hecho esencial que consiste en que en el mundo hay dos clases de ciudadanos o tres, o cuatro y no es lo mismo ser un anónimo sherpa, es decir un ciudadano de clase B que un ciudadano de clase A. Basta recurrir a un ejemplo para que se me entienda. Si quien estaba postrado en la nieve hubiera sido Kristin Harila en lugar de Muhammad, ¿el desenlace habría sido el mismo? ¿Estando bocabajo la habrían dado la vuelta y la habrían dejado allí para que se muriera?...

Vaya, tormenta habemus. Hacia tiempo. De repente mi tienda ha empezado a agitarse como un don Quijote que le estuvieran dando de palos por todos los sitios. 

… Recuerdo, por ejemplo, que cuando Messner y Habeler hicieron la primera ascensión del Everest sin oxígeno, allí murieron varios sherpas, otros tuvieron graves enfermedades y uno más cayó en una grieta y allí se quedó, ni siquiera se molestaron en subir a rescatarlo para comprobar si había muerto. Messner apenas menciona en su libro estos hechos. También para él lo importante era la cumbre. Los sherpas muertos, pues bueno… Nos enteraremos de ello sólo tangencialmente a partir de algunos pies de foto. Los que leen a Messner ¿son consciente del drama paralelo que sufrieron aquellos sherpas? 

El valor de la vida cambia mucho si eres un occidental o un nepalí, y no digo si se trata de una patera y naufragas. La vida de esa gente vale tan poco… A mí también me dan ganas de llorar, como a Ramón, pero no por la circunstancia específica de Muhammad, sino por ese modo tan diferente con el que unos seres humanos miran y tratan a otros. 


Estoy en medio de una tormenta. Hacía semanas que no me veía envuelto en una. Fragilidad. Esa sensación que puede acometerte cuando inesperadamente te ves solo en una pequeña tienda bajo la furia de una tormenta en alta montaña. Fragilidad, aquí, en una gran montaña del Himalaya, en la infinitud del desierto donde un pequeño avión ha hecho un aterrizaje de emergencia (Saint-Exupéry), Julio Villar en medio del océano. 

Está la fragilidad en la que uno puede encontrarse, y al otro lado están los medios, las redes, el blablablá, la hipocresía, el cinismo, la gente que puede dar su vida en un rescate, los que pasan por encima de un moribundo camino de la cumbre, la cumbre… que es lo que importa. Eso, la complejidad de la realidad, sólo que el hecho Muhammad, como los naufragios desatendidos del Mediterráneo, muestran  a las claras la catadura moral de ese mundo occidental en el que vivimos. No olvidemos que a cada cual le importa mucho más la vida de su perrito o su gato que todos los muertos de cualquier guerra. 
























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