El bosque lluvia

 Gunung Mulu National Park, 24 de abril

Sonó toda la noche como si el cielo entero se estuviera derrumbando sobre el tejado. Mientras, cuatro grandes ventiladores de techo ronroneaban en la oscuridad imperturbables y habituados a los diluvios nocturnos. El fragor del agua acallaba a los habitantes del bosque. El bosque pintor había cambiado de pertrechos y se había hecho bosque noche, bosque lluvia.

Era placentero permanecer despierto en medio de esta torrentera tropical rodeado de durmientes procedentes de todas las partes del mundo. Recordaba a las chicas malayas que dormían al otro lado de la sala, la franca simpatía con que se relacionaban con todo el mundo. Una buena representación del planeta la que dormía en esta sala bajo el peso de la lluvia.

Entre ellos admiraba esta noche la facilidad de algunos de los viajeros para hacer reír a la concurrencia. Otros, sin embargo aparecen serios y encorsetados, quizás como lo puedo aparentar yo a veces sin razón alguna, por pura timidez. René, el viajero holandés con el pasé la velada anoche -una larga conversación sobre los modos indecorosos con que la mayoría de los misioneros e invasores occidentales se comportaron durante dos siglos en esta parte del mundo-, un hombre de pelo entrecano y de edad madura, representa el término medio entre estos dos tipos de viajeros; hace su vida, pero comparte también algún chascarrillo, bromea de vez en cuando con las chicas malayas. La noche anterior fue el encargado de organizar el exterminio de las avispas que habían invadido nuestro dormitorio. Junto a éste, hay dos o tres viajeros solitarios y cejijuntos que me llaman la atención. Uno de ellos, el que ocupa la cama a mi izquierda, apenas soltó un leve gruñido sin levantar apenas la vista cuando le saludé con el hi! de rigor; se pasó ayer un par de horas arreglando su bolsa de viaje, luego durmió interminablemente; despertó más tarde, parecía una isla en medio del océano. Al japonés del rincón le sucede otro tanto; lleva un enorme baúl por equipaje, quizás tenga veinticuatro o veinticinco años. Parece habitar un mundo que no pertenece a este lugar; por último, unas camas más allá vive un hombre de mediana edad y grandes melenas que viste un ostentoso collar de cuentas de colores que tampoco parece tener ninguna necesidad de relacionarse con los otros.

Las chicas de Kuala Lampur son sin embargo la sociabilidad en persona, sobre todo Mazlina y Azura; la primera, una risueña morena de pelo largo y de rostro llenito, y la segunda, una animosa muchacha que ayer reía sin parar los apuros de su compañero de juego. Si deja de llover subirán hoy al Camp 5, el paso intermedio para alcanzar la cumbre del Gugung Mulu. Están contentas. Un grupo de cuatro chicas y un chico. Ayer jugaban a algo que debía parecerse a las prendas, y el chico tuvo que refugiarse escondiendo su rostro en la cama; al final, dos de ellas le cazaron, y con el pintalabios le arreglaron la boca; las otras reían como descosidas. A la caída de la tarde vi a éste último retirarse discretamente a un rincón, en un pasillo lateral, y extendiendo allí su alfombrilla ponerse en pie en dirección a la Meca. Una preciosidad de criatura, que observada allí en el recogimiento de la oración, me producía una honda impresión de paz. La hipocresía que emana del catolicismo de nuestras latitudes, de su historia de siglos, hace en general muy poco creíble a estas alturas la sinceridad de la representación de su liturgia, tanto de producirme casi siempre la impresión de estar asistiendo a una representación teatral a cargo del clero. He visto infinidad de veces aquel espectáculo en lugares dispares, mezquitas, desiertos, salas de espera y siempre me produjo parecida emoción, incluso en cierta ocasión chusca en que viajaba por India y había caído en la sala de espera de una estación de tren bastante concurrida; era de madrugada y los viajeros yacían adormilados por aquí y por allí, y en eso que entró un musulmán, un hombre fornido, enorme, con aspecto de marahá, acarreando un enorme equipaje. En los minutos que siguieron se dedicó parsimoniosamente a organizar en la sala de espera su mezquita particular, para lo que hubo de despertar a más de la mitad de los viajeros, hindúes todos ellos, que asombrosamente le obedecían y dejaban lugar a sus pertenencias amén de un amplio espacio en el medio de la sala en donde el adorador de Alá colocó su alfombrilla e inmediatamente comenzó a hilvanar uno tras otro los versos del Corán. Lo que en principio me pareció un acto algo grotesco y de mala educación, terminó por resolverse en una tranquila observación por mi parte de esta mezcla de recogimiento religioso y prepotencia. El individuo en cuestión ofrecía un aspecto tan beatífico, que uno hubiera apostado por que realmente estaba en comunicación directa con Alá en ese instante.

Quizás los otros durmientes escuchaban también la lluvia en silencio. Traté de dormirme pero de nuevo una fuerte ráfaga de viento rompiendo contra los cristales me ponía en guardia, volvía la torrentera, y el ruido de los ventiladores, y el discreto ronquido de un japonés pequeñito que dormía a pierna suelta en el lateral derecho de la sala.

Cuando me desperté por la mañana, el grupo compuesto por las cuatro chicas y el chico malayo preparaban sus mochilas. Antes de partir nos hicimos la foto de recuerdo e intercambiamos nuestros correos electrónicos. René y yo les despedimos en la puerta de nuestra cabaña. Good trip!

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