El escote

De esto hace ya tiempo, un verano que caminaba solo por el Pirineo desde hacía semanas. Lo de siempre, montañas y montañas, valles, tormentas, lluvia, sol, una fantástica soledad paseada de la mañana a la noche y recreada en los vivacs, unos días bajo una oscura techumbre de estrellas otras bajo el rumor de las hojas de algún hayedo. Con aquello hice un libro, Vivir en los bosques, se tituló. Una de esas mañanas, al filo del mediodía, un día de esos que acumulaba cansancio y sospecho que un hambre que mis escasas provisiones no eran capaces de calmar, bajaba por un agreste valle de la vertiente francesa del Pirineo, y hay que decir antes que sólo muy de vez en cuando me cruzaba con alguien en mi marcha, cuando más abajo, en un tramo muy empinado, vi que se aproximaba una pareja. Pasó el chico, bonjour, nos dijimos amablemente; y cincuenta metros más abajo fue el encuentro, la sorpresa, el descubrimiento, la chica alzó el rostro desde el camino hacia arriba y, con una espléndida sonrisa y con una inclinación de cabeza, dijo también su bonjour... pero ¡ay!, más abajo de su sonrisa, Dios, qué maravilla se abría, que sugestiva aparición, qué encantamiento, qué divino tesoro. Mi bonjour debió de parecerse al del niño que mira con los ojos de plato el milagro de su regalo de reyes largamente soñado. Mis ojos, que andaban ocupados guardando en alguna parte del cerebro aquel imprevisto paisaje, se quedaron en blanco y no veían las piedras del camino, con lo que casi me fui de narices contra el suelo cuando mi pie derecho se encontró con que el lugar calculado en el que preveía aterrizar no existía sino medio metro más abajo, que el controlador de su movimiento andaba en otra parte y sólo transmitía débiles señales a sus piernas. Sí, poco faltó para romperme la crisma; de repente me había emborrachado, el ligero perfume que había quedado flotando en el aire hacía diabluras en mi hipófisis, los preciosos pechos de la francesa vistos por entero desde arriba, deliciosamente prometedores, bailarines, diciendo aquí estoy tío, ¿qué te parece, te gustan?, eran mucho más de lo que yo pudiera esperar después de varias semanas de ayuno de mujer. Y ya se sabe que cuando uno hace trabajar duramente a su organismo durante mucho tiempo éste no hace otra cosa que acumular energías hora tras horas, trocha tras trocha. De ahí y de la afición a los encantos del otro sexo debió de salir como de bóbilis bóbilis ese marea que me aturdió durante las dos horas siguientes.
Fue un día digno de recordar (ay, Santa Teresa... y de qué buena gana puestos ya a dar largas a la imaginación y a los vuelos primaverales, esa Teresa de armas tomar y de amores tan encendidos, etc. Por cierto, que hablando de primavera esta mañana he hecho un gran descubrimiento. Venía escribiendo por aquí sobre un pájaro que no me dejaba dormir ni en casa ni en las noches de vivac por tierras de Guadalajara, y que yo relacionaba con una oropéndola desde un día que la vi moverse entre las ramas de los olmos de nuestra parcela al mismo tiempo que escuchaba el canto; un canto vibrante, armonioso, extraordinariamente penetrante. Pues bien, llevaba días indagando en algunas páginas de Internet donde están colgados los trinos de todos los pájaros del mundo y andando así la cosa terminé con dar con una guía sonara de las aves de España que me bajé en seguida con la mula; de manera que esta mañana, cuando estuvo descargado el archivo anduve indagando hasta dar con ello, se trataba de un ruiseñor. Ah, carajo, llevo años detrás del canto de este extraordinario cantor y nunca se me había ocurrido, quizás no pensé que uno tuviera la suerte de encontrarse con un cantor similar todas las primaveras en su propia casa; acaso pensaba que los ruiseñores sólo pertenecen al género de la poesía o a los cuentos bucólicos en donde los pastores tocan su caramillo); fue un día digno de recordar, decía; por diferentes motivos, el principal por aquel escote de locura, y el otro porque estaba hambriento y no había ni refugio ni pueblo en mi camino hasta el día siguiente por la tarde. Sólo cabía la esperanza de encontrar algo de comer en un lugar que mi mapa indicaba con un cuadradito rojo. ¿Qué será ese cuadradito rojo? Así que con esa idea en la cabeza terminé de bajar el valle y comencé a subir después por una vereda que tiraba ahora hacia el noroeste sorteando varias veces un arroyo sobre el que tuve que hacer grandes equilibrios para no ir a parar al agua.
El interrogante del ese cuadradito rojo, inhabitual en lugares tan apartados, llamaba a mi curiosidad e hizo que siguiera adelante pese al cansancio que tenía conmigo. A estas alturas el idílico y ondulante paisaje que viera desde el helicóptero de mi mirada pocos minutos atrás había dejado paso definitivamente a las llamadas de mi estómago que rumiaba por algo sólido de una manera apremiante. Apareció de repente tras unos árboles, el cuadradito rojo de mi mapa era un pequeño refugio de cuya chimenea salía un delgado hilo de humo. Cien metros más al fondo, bajo unos abetos, estaban montadas dos tiendas de campaña; no había un alma por los alrededores. La puerta cedió cuando tiré del manubrio. Estaba bastante oscuro, pero lo que vi sobre la mesa y en una estantería que había al fondo le pareció a mi apetito no otra cosa que una inmensa despensa. Toda la mesa rebosaba de manjares diferentes dejados allí como si los ocupantes hubieran tenido que salir huyendo de los osos. Diez o doce botellas de vino con distintas etiquetas, licores, postres diferentes, bollería variada, medio jamón, había provisiones para un regimiento.
Poco rato después era el hombre más feliz del mundo, no me cabía ni una miga más. Y me hice un café y apuré un par de copas de coñac... Estaba como en el cielo. El claroscuro, la comida, el silencio, mi muy reciente encuentro con la musa del bosque y mi consiguiente alborozo pedían un rato de recogimiento. Tras la mesa había dos literas, me acomodé en la de abajo. Lo tenía absolutamente todo, un ligero mareo, mi barriga llena, y ahora, para los postres, el escote que se me había aparecido por la mañana. Me arrebujé en él; ni Zeus folgando con Juno allá sobre las altas nubes junto a los verdes y floridos prados, mientras en Troya se daban de hostias, podía estar mejor; esos ratos de dulce holganza solitaria que se recuerdan toda la vida. Después naturalmente quedé dormido como un bendito. Y cuando me desperté lo primero que hice fue volverme a acordar del escote; y me levanté y apuré unos sorbitos de alguno de esos maravillosos licores que los gnomos del bosque habían dejado ex profeso pour moi, y me volví a la litera... a jugar con el canalillo, abierto esa tarde como el Canal de la Mancha a mis ensoñaciones.

Epílogo. Los gnomos del bosque no eran otros que unos excursionistas muy bien provistos que con su cuatro por cuatro había hecho provisiones para pasar allí, qué sé yo, un año o dos de orgías. Cuando aparecieron después de mi siesta, charlamos amigablemente; los muy tunos me ofrecieron café y otra copita. Yo naturalmente me hice el inocente, porque de las tantas cosas de que había dado cuenta sólo había tomado un poquito de aquí un poquito de allá. Tantos poquitos que me dejaron la panza a rebosar; pero juro que no se notaba. Era la misma táctica que había utilizado cuando era niño para robar en mi casa el turrón de Navidad. Mi madre compraba medias tabletas y mis robos consistían en asaltar la despensa con un cuchillo y rebanar a cada una de ella media centímetro por intento; igual que aquí. Comí de todo, pero no se notaba. El postre naturalmente fue de mi entera cosecha, bueno, mía y de la francesita de agradable buen ver de la mañana.











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