Otro eremita en mi camino


GR-10. Alaminos-Jadraque 5 de mayo de 2008

La mañana estuvo hecha de los verdes espléndidos de la cebada y los trigos con un cielo azul intenso en que flotaban gordinflonas y ligeras nubes que de continuo me hacían parar para con mi cazamariposas digital engrosar con ellas mi colección de las cosas bonitas del mundo. Pensé que sería un día caluroso y pesado pero resultó de lo más apacible desde el mismo momento en que terminé de recoger la tienda y el sol empezó a despuntar entre los brezos. Una encantadora pajarera matinal que se intensificó según me fui acercando al pequeño pueblo de Sotoca de Tajo. En la alameda próxima formaban una escandalera “digna de oírse”, el pueblo aparecía vacío, aquí no hay aldeanos madrugadores ni amantes de la música matinal. El cementerio crecía a un lado más allá del tapiz de cebadas luminosas.
Luego pasé por Cifuentes. Desayuné abundantemente bajo las arcadas de la plaza. Todo el mundo estaba ocupado, sólo parecía haber un ocioso en el lugar, uno con barba de semana y media y aspecto un poco loco; todo vestido de negro, mallas cortas, barba entrecana, con las gafas puestas al revés porque éstas sólo tenían un cristal a la derecha que él necesitaba a la izquierda, ya que al cristal ausente se le había aflojado un tornillo y pasó a mejor vida; una mochila junto a una mesa llena de fotocopias de mapas, unas gafas de sol, un pincho de tortilla en un platito sobre una bandeja, un café con leche y un par de bollos. El tipo estaba ensimismado en el laberinto de fotocopias. Había llegado a la conclusión de que la ruta que marcaban sus papeles no le convenía, que hoy quería comer bien y abundantemente en un restaurante y por la ruta marcada no había ningún pueblo con aspecto de ofrecer ese servicio.
Para salir de Cifuentes conecto el gps, el mejor invento que le ha caído al caminante en las manos en los últimos tiempos. Hoy sería de gran utilidad. LocalizO un pueblo para comer, Masegoso, y después diseño un nuevo camino para la jornada.
La lectura de Roald Dalh era interrumpida constantemente por la necesidad de hacer alguna toma, los colores de la tierra, terrones oscuros, verdes cimbreándose con la brisa, algunas lomas de formas femeninas, el camino zigzagueando hacia el fondo de una alameda. Roald Dalh repite algunos procedimientos, hoy me gusta menos. Le sucede lo que a Trapiello, vive de la escritura y eso en ocasiones se nota. No hace mucho me di un empacho con los cuentos de Horacio Quiroga. Algunos relatos eran admirables, llenos del exotismo de la selva, de la visión profunda de quien ha vivido muchos años el reto de un mundo agresivo y difícil, de quien ha surcado los ríos amazónicos, de quien ha tenido un íntimo contacto con la naturaleza y sus habitantes... pero escribió tantos, tantos cuentos urgido por la economía doméstica que su escritura se resintió. Borges dijo injustamente de él que hizo mal lo que Kipling ya había hecho bien. Borges tropezó con alguno de los peores cuentos y debió desistir en su lectura. Borges también tenía sus amigos y sus fobias, como todo el mundo, imagino. Trapiello es un currante de las letras, creo que con estos diarios ya lo he leído del todo para siempre. A Roald Dalh le sucede algo de lo mismo, al final se hace una literatura excesivamente ligera, cargada demasiado con la sorpresa guardada, con la anécdota que hace sonreír; aunque es admirable el derroche de su bien montada escenografía cuando la cosa viene al caso.
Este verano cumplo sesenta años. Leí en una ocasión de alguien que decía que a esta edad sólo se debería releer, que no podía, etc. No creo que haya que ser tan exagerado, pero la afirmación apunta a la necesidad de ser exigente en la selección de las lecturas que uno hace, lo cual no es tarea fácil, si se piensa en que las posibilidades son prácticamente infinitas.
¿Me merecerá la pena leer al señorito Bretón? ¿No será mejor sustituir Moby Dich, que leí hace veinte años, por Víctor Hugo? ¿Releeré los relatos de Chejov o mejor me pondré con ese ejemplar en papel que traje de Las alegres comadres de Widsor y tres o cuatro comedias que lo acompañan? ¿Y qué haré con Baroja, Galdos, Larra, J.R.J., todos esos nombres que también existen y que me recuerda Trapiello, tantas obras que esperan su turno? Más lo poetas de la famosa lista, más el montón del rincón de mi mesa de trabajo, o Cervantes, o Quevedo... ¡La vida es tan corta!
Después de las cebadas el camino desapareció. Apagué mi mp3. Tuve que caminar con la brújula en la mano, la pequeña trocha, que desaparecía de vez en cuando, atravesaba una gran hondonada de quejicos; salté una valla; quizás estaba en la finca privada de un ricachón, no sé, pero el paisaje era encantador, sobrio, de troncos cubiertos por esos líquenes de color anaranjado, casi rojizo, que pueblan los troncos de las encinas, los chopos y algunas rocas, unos ejemplares que he fotografiado en los países más dispares del mundo y que a veces se componen de manera tal sobre rocas o árboles de merecer un puesto en las pareces de cualquier prestigioso museo moderno. El caminillo no parecía dirigir a ninguna parte, describía ondulaciones continuas entre los árboles; al final se subió a un collado y allí volvieron a aparecer las cebadas que anunciaban las cercanías de Alaminos, un pequeño pueblo de bellas fachadas y calles estrechas. Tres hombres vestidos con un mono azul, que mataban el tiempo sentados en un banco de la plaza junto a la fuente, se interesaron por mi caminar. También había un gato. Vieja manía ésta de fotografiar gatos, que me viene de los regalos que mandaba a mi amiga M desde cualquier país del mundo en que me topara con algún bello ejemplar, porque sabía que ella amaba a estos felinos de uñas afiladas. Eso hasta que un día se mosqueó por un pie de foto de uno de esos gatunos regalos, confundiendo el buen humor con un a alusión a su persona que no le gustó (¡ay el sentido del humor, cuánto de él debería habitar en nuestras vidas y sin embargo...!) y entonces los gatos se fueron al carajo.
Es una pena que haya perdido mi afición a despartir con las gentes de los pueblos. Recuerdo que hace muchos años sí lo hacía, cuando tenía un pensamiento idealizado del mundo rural; después fui maestro durante un par de años en un remoto pueblo de Asturias y ahí se me acabó el interés. Las historias se me aparecieron tediosamente reiterativas, mi atracción por el rudimentario mundo rural se vino abajo. Ahora, cuando atravieso estos lugares, muchos de los cuales no llegan a los veinte o treinta habitantes, soy cortés con la gente que me encuentro, pero ahí acaba todo. Otra cosa son las armonías y los colores que esconden estos lugares, su silencio, sus iglesias como resto de una época distinta, sus calles empedradas, las pajareras que habitan en las alamedas próximas, sus cementerios donde siempre se levantan inhiestos y solemnes cipreses.
He llegado al llano. Ayer Victoria me contó que Mario se volvía de Méjico, que tiene tantas ganas de poner en práctica todo lo que ha aprendido con los indígenas del Yucatán (por cierto que mientras él y Paula viajan fueron también metiendo sus impresiones en un par de blogs. Aquí están sus vínculos: Mundo choza y Mundo huerta), tiene tantas ganas que ha decidido pasar la primavera en su cabaña de paja y barro atareado con la huerta y con los animales. El caso es que ahora me hace ilusión terminar provisionalmente este tramo de camino precisamente en su choza, en Valdemanco, lugar por el que casualmente pasa mi ruta. También tengo muchas ganas de estrechar con fuerza a este eremita y hortelano que tan interesantemente se está fabricando su vida. Así que si no me pierdo muchas veces, antes del próximo domingo habré terminado esta etapa de mi recorrido. Quizás un paréntesis, el tiempo de pasar a limpio estas notas, ordenar mi fotos, ver las exposiciones de Modigliani a la que no pude asistir antes, acudir a casa de Guille y Rosa para ver a mi nieta, visitar a mi padre, ver qué tal anda la Gorda... un puñado de cosas más y quizás vuelva a ponerme en camino. Veremos.
Hoy dormiré entre las cebadas y el revoltijo del canto de los pájaros.


























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