Esto es Castilla



Camino de Santiago. Terradillos, 12 de agosto de 2008


Después de Mansila de las Mulas el camino entra en su expresión más castellana, esa Castilla que canonizamos como infinitamente llana, con caminos de piedra fina y color siena, que se pierden rectos en lo infinito del horizonte, que tras de sí dejan una estela acompañada por los rastrojos, algunos campos de girasoles, unos pocos campos de maíz entre la inmensidad igual de la estepa que en todas sus direcciones besa el cielo en el borde de lejanas nubes. La misericordia oficial plantó acacias al borde del camino solitario, pero estos palos, desnudos en su mayoría, tardará décadas en dar sombra.





No sé por qué pero desapareció todo rastro de caminantes. Miré varias veces mi mapa y mi brújula, y no cabía duda de que estaba en el camino correcto que me indicaban los papeles. En el piso están las marcas de las botas y las rodadas de las bicicletas, pero ni rastro de vestigio humano.
Hasta el viento suena diferente en este llano agostado, el viento sopla como un lejano estertor. Recuerdos de la Patagonia pateada también sin fin y sin esperanzas en el horizonte, del desierto mauritano en donde una duna sigue a la otra. Sensaciones envueltas en brisa, en lejano percutir de una taladradora, en monotonía. Me paro y, cuando recomienzo a andar, mis pies se resisten, debe pasar un rato antes que que pueda volver a caminar con cierta soltura.





“Reproducir imágenes estéticamente sorprendentes”. Gonzalo Navajas habla de uno de los afanes de la novela postmoderna. Estéticamente sorprendente es este paisaje desolado sin rastro humano que lo suavice.
Veinticuatro kilómetros sin una sombra, siempre el mismo camino recto e inalterable. Los campos estaban adornados por un cielo renacentista sobre el que cabalgaban nubes de barriga cenicienta y porosa blancura en su pelambrera. El cielo azul se dejaba atravesar por largas masas de gasa que filtraban el sol y fabricaban una luz propia para una colección de cuadros al pastel.
Esto es Casilla. Iba extrañado de mi repentina soledad cuando ya había caminado muchos kilómetros y seguía sin encontrar una sombra, un caminante o la distracción de una curva en el sendero, cuando volví a sacar mi brújula y mi mapa, y estando en esto recordé un folleto que había tomado distraídamente en un albergue. Miré. Y encontré la explicación. Había tomado sin advertirlo una variante inhabitual del camino entre Mansilla de las Mulas y Calzadilla de los Hermanillos. Veintitantos kilómetros sin nada por medio eran demasiados kilómetros. Al hecho pecho. El día era bello y hermoso, tibio, hasta el sol que se abría paso entre las nubes a ratos resultaba benigno compartido con una ligera brisa que corría a ras de suelo moviendo la seca vegetación y metiendo entre ella como en una flauta trozos de viento que eran como la respiración asmática de la mañana.




Estos escritores –hablaba Navajas de aquellos de la generación de los hermanos Goytisolo- necesitaban una situación que justificara sus hosquedad y cuando aquélla cambia su prosa se debilita. Los demonios son excelentes aliados de la buena literatura. A ver qué coño habría escrito Shakespeare sin personajes como Yago, Macbeth o las hermanas de Cornelio.
Genet, desde la concepción del robo, la criminalidad, su vómito sobre la sociedad, no cesa de cobrarse la deuda que desde la concepción en el vientre de su madre la sociedad ha contraído con él. Volver a leer a Genet, volver a leer a Goytisolo. Continuar leyendo a Shakespeare. No olvidar ciertas raíces, cierta relación con la vida y la civilización, mantener el fuego prendido en lejanas lecturas.
Metido en mis lecturas debí de tomar inadvertidamente algún camino que me sacó de la ruta que llevaba. Veo a lo lejos una fila de árboles que se cruza perpendicularmente en mi camino. Una idea extraña en un páramo como éste. En el lugar donde ambos caminos se encuentran un pequeño monolito con el relieve de la concha, un asiento para descanso de los peregrinos. Una fila dispersa de caminantes atraviesa este espacio. Entretenido en mi libro me salí de un camino y me metí en otro, el original.
Hoy la cosa es un poco más seria, la gente anda bastante derrengada por esta senda blanca acompañada de arbolillos en desarrollo. ¿Cuánto falta para el pueblo?, preguntan sin falta todos cuando nos cruzamos. El que más y el que menos lleva el cansancio en el rostro. En uno de esos asientos termino por tumbarme. Quedo profundamente dormido. Me despierta una voz en italiano. Alguien que también se perdió y dio vueltas a la búsqueda de señales de paso en el suelo. Se forma un pequeño grupo en torno, una inglesa, otro italiano, un pareja de holandeses. Todos inquieren por los kilómetros que faltan para Reliegos; saco el gps, casi seis kilómetros.




Alguno de los asientos a lo largo del camino ostentan esta pintada: Judíos=Nazis. Judíos, siempre este discurso inacabado sobre el pueblo judío; también aquí, en el camino, también en la interpelación que recibe Dedalus de Disit. ¿Sabe usted –dice cínicamente este último- que Irlanda es el único pueblo que nunca expulsó a los judios? … ¿Por qué? Porque nunca les dejó entrar? Los simpatizantes de los judíos posteriores al holocausto y a la diáspora se vuelven a la postre antisemitas ante las actuaciones de estos en el Oriente Medio y en el mundo en general.
Como todo, también este pequeño infierno acabo por finalizar. A las seis de la tarde entro en la pequeña aldea de El Burgo Ranero. Una pequeña laguna junto al pueblo da al lugar un aire gracioso; las fachadas de barro, los viejos sentados en el banco junto a la iglesia aportan la postal rural de un mundo que parece había dejado de existir en España. Entro en el restaurante. La dueña me mira con un tanto de conmiseración. Sí, puedo comer. Albricias.






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