La glandeza de Castilla



Camino de Santiago. San Justo de la Vega (León), 9 de agosto de 2008



Al caminante esta mañana ya en el llano, con el tiempo fresquito y las aletas de las orejas recogiendo los cantos del momento, se le ocurre que cuando vuelva a casa va a conocer mejor el mundo; el mundo, sus gentes. Tantos rostros, tantas miradas de frente, tanta seriedad, tantas sonrisas, tanta simpatía, e incluso un poco de indiferencia.
El espacio de unos pocos metros, hasta que definitivamente los caminantes en sentido contrario lo sobrepasan y se alejan, es un espacio de toma de contacto y conocimiento que a él le parece excepcional; y eso cada mañana, cada tarde, a cada instante desde que salió de Santiago. Nunca hasta ahora tuvo delante tantos ojos, tantas miradas, tanta, como llamarlo, tanta solidaridad de intereses, confraternidad; no sé, tú vienes y ellos van por el duro trabajo del caminar; todos estamos en la ruta, somos la cofradía del camino, casi amigos. ¿Cuántas veces cruzamos una broma, unas pocas palabras en todos los idiomas que conocemos? ¿Cuántas veces nos sorprendió al filo del alba el encuentro?
El hilo de la solidaridad se siente más de cerca por la mañana temprano, antes de que el sol apriete y el cuerpo se encuentre excesivamente cansado, momento en que el caminante se repliega más sobre sí mismo, se abisma en sus pensamientos en la idea de llegar al próximo albergue. Por la mañana el campo marcha fresco, nacido para estrenar el mundo otra vez y es agradable sonreír y dar los buenos días.
La fraternidad del camino.
Hoy hace frío frío; esta noche tuve que ponerme toda la ropa que tenía, no mucha, un fino jersey y unos pantalones, y aun así, con el agujero del saco reducido a una abertura de un puño por donde poder respirar, la baja temperatura hizo mi sueño intermitente. Así que ahora es una delicia este primer sol que asoma por el llano al levante camino de Astorga. Todavía aterido camino con las manos metidas en las mangas del jersey, brioso, intentando poner mi cuerpo a su temperatura de trabajo. Todavía un extenso robledal precede al llano desnudo. La tierra es color siena, color capuccino con poco café, la tonalidad canela que aparece en el arroz con leche hacia los bordes de la cazuela. A la vera del sendero la avena loca luce su melena desarreglada de quien se acaba de despertar; los trigos se doblan blandamente.
En el campo vuelven a desprenderse olores conocidos que abandonara allá por los Arribes del Duero, cierto olor amargo que se mezcla al primer sol de la mañana cuando desaparecen los robles y queda el sol sobre el horizonte como queda el mar frente a la proa en un barco que navegara en alta mar. Las gramíneas salvajes brillan contra la luz de levante; la vegetación agostada dora el paisaje.
Castilla, maravilloso infierno.
El Cid cabalga.
Sangre, sudor y lágrimas.
La toponimia castellana ha quedado marcada por la historia de sus personajes “ilustres”. Saliendo de Santa Catalina de Somoza, al final del nombre de la localidad alguien ha escrito en grandes caracteres: puta. Me quedé pensando a quién podía referirse aquel epíteto, si tenía alguna destinataria contemporánea o si iría destinada a las exequias de la santa. Mis dormidas aficiones históricas despiertan ante la toponimia de final de la Edad Media. Volver a recorrer acaso la historia de Castilla y sus contiendas, seguir a Juana la loca tras el féretro de Felipe el Hermoso, al Cid en su destierro, al Alfonso el Sabio en sus cantigas; esa historia que no terminé en la universidad porque no daba tiempo con todo el programa.
Mi último recuerdo de la gesta castellana es el de un cuadro un día que caminaba por el paseo del Prado en que como comenzara a llover a llover aproveché para meterme en las nuevas instalaciones del museo y donde, ocupando una pared entera, colgaba el lienzo de la muerte de Isabel la Católica. En el cuadro sorprendía el dolor represado y adusto, lleno de tanta intensidad emotiva, reconcentrado en sí mismo, de Fernando el Católico sentado junto al lecho de su esposa moribunda que dictaba un testamento.
Me para un pastor que pedalea camino del aprisco. Habla despacio, se interesa por mi camino, se entretiene sin prisa en las palabras. Me impaciento, me despido; pero él quiere seguir la conversación, se me viene detrás con su pedaleo, decidido a llenar su mañana con la charla. El placer de hablar.
Hoy me resulta atractiva la idea de volver a encontrarme con aquellos nombres con los que tomé contacto en el lejano bachillerato. Mirada retrospectiva del tiempo, resucitar las penas del destierro de Boabdil, las penurias de Rodrigo y de la mal llamada Reconquista, los tantos reyes de los reinos hispanos que siempre se mezclaban en mi memoria ambulante, la España de los castillos y los alcázares, la de las hogueras y los torquemadas; antes de la llegada de los Austrias, y antes de los delirios de grandeza que habían de concluir en una España donde no se ponía el sol. Esa manía de dominar el universo que persiguió al glande de Alejandro, al hierático y monástico Felipe II, al ambicioso Napoleón, al enajenado y mayestático Hitler; gente que no teniendo suficiente con la grandeza y la inquietud de sus genitales se dedicó durante siglos a joder al personal. Allá va el Ebro, decía un participante en un programa de televisión sobre sexualidad, expresando gráficamente ese momento entrañable e intenso del encuentro de los cuerpos. Ese sí sabía algo más de la vida. Vive y deja vivir, decía, tratando de explicar a la presentadora que el túnel oscurantista de las naciones y los prelados por perseguir la sexualidad, era sólo reflejo de una incapacidad personal relacionada con el uso de la glandeza.
En pocas palabras y en castellano rústico, que es bastante probable que muchas de nuestras desgracias sociales y políticas vengan de un mal agiornamiento de la capacidad para usar el cuerpo y la mente en tareas más naturales y productivas. Acaso.
El camino, recto como una brillante lanza, apunta ahora hacia las torres de la lejana catedral de Astorga. El Cid cabalga. Castilla empieza a hacerse de fuego y lágrimas. Sangre, sudor y fuego por la estepa castellana.










































































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