“Sólo se ama lo que no se posee por completo” (Proust)
Tanta demoré en volver que se me echó el calor encima. Pura cabezonería; nada más terminar de comer en Cambil, con toda la canícula encima, agarro el macuto y tiro sendero arriba con la disculpa de encontrar una sombra lejos del mundanal ruido, un lugar donde sestear hasta la caída del sol. Un calor del carajo.
En esta ocasión, preocupado por mi espalda y mi rótula, he logrado reducir mi impedimenta a siete kilos, incluidos en ellos el portátil y la cámara fotográfica. Así que si descontamos el continente, el macuto, en realidad mi impedimenta no va más allá de los cuatro kilos. Todo un éxito. En esta ocasión si llueve por la noche, o me mojo o dejo a un lado mi costumbre de dormir en el monte como las bestias. En el reparto del peso, el más rentable es mi ipod, donde llevouna biblioteca imposible de leer en un par de años, más música y cine para entretenerse durante un mes. Ójala fuera así de liviano el peso de la comida y el agua.
Después de una hora y media caminando bajo un sol de justicia, al fin encuentro una higuera de mis gusto, sombra agradecida (por mí) hasta que el sol deje un momento de respiro. Por demás, las rasposas hojas de la higuera zurean de tanto en tanto agitadas por intermitentes ventoleras. Ficus carica, el título de una novela que escribí hace muchos años y que, pasando por distintas reencarnaciones: la dicha y Se anochece el bosque, terminó por consolidarse como Las hojas se volverán ásperas. No sé bien qué querría decir yo entonces con aquello de que las hojas se volverían ásperas, y que en principio parece más bien el anuncio de una vida que habría de ser más prosaica o menos llevadera. De hecho la figura que inspiro aquella lejana escritura, fue siempre la misma higuera frente a mi ventana de trabajo. Aquella higuera tenía un especial significado vital para mí, estaba siempre ahí interceptando mi mirada; cuando me despertaba eran sus ramas desnudas, aquellas figuras giacomettianas que alzaban sus brazos a la mañana como emblemas impuestos de un mundo que yo empezaba a reconstruir con mi escritura. Un verano que estábamos muy lejos de casa, la higuera cayó toda ella, como gigante de pies de barro, sobre un costado, atacada por algún mal mortal. Después, a los pies, en donde hubiera estado el antiguo tronco, brotó otra higuera en tiernos brotes que ya el pasado año nos regaló con una docena de sabrosos higos.
Higueras y olivos... y, tábanos y una brisa muy ligera, y los pájaros que no paran de armar un delicioso escándalo. Dulces frutos del Sur a donde he vuelto a retomar mi camino, ese dudoso camino que nunca sé si podré terminar. Su fin está todavía lejos, allí a la vera de los Pirineos. Veremos que tal lo compagino con mi otro estar en casa, a la sombra de la otra higuera, junto a la recién estrenada huerta, el nuevo estanque y su cascada cantarina habitada por inquietos pececillos rojos que cada mañana viene a comer a la punta de mis dedes; que tal lo compagino con esta vereda que cruza España de sur a norte.
Sierra Mágina. Hora de la siesta. Placer rústico y universal que dice mucho y bien de una cultura que sabe apreciar los delicados placeres del día a día. Yacer bajo los brazos acogedores de una higuera, higuera que hoy me recuerda a otra siesta en un oasis de Cinguetti, el sueño, señor de todos los seres vivos del lugar a aquella hora de extremo bochorno bajo las encinas, las higueras, las acacia, junto al riacho que alimentaba las palmeras y sus dátiles. Un verano que fue hermoso viajar por el mundo del calor y la arena. La bella tierra de los tuaregs y sus legendarias caravanas.
El calor también propicia las emociones, como el amor, aunque ambos sean capaces de derretir a su vez los sesos al más pìntado dejándolo inane en mitad del verano.
Atardece. En realidad muchas veces pienso que una de las principales razones por la que vengo a vagar por los montes es por amor a la lectura. No hay lugar mejor para leer que el silencio de los caminos, no hay mejor lugar para escuchar a Proust y sentir en la propia piel la ternura, la exaltación amorosa con su amiga, la prisionera Albertina, para escuchar a Ángel González, a Francisco Brines recitando en los últimos años de su vida la amarga resignación del tiempo ido, para seguir los coloquios de Sancho y su señor atraversando los campos de Montiel. Santa paz del camino, del campo, de los olivares que trepan por las laderas de la sierra Mágina y que poco a poco van perdiendo la crudeza del sol para ir tomando la apariencia suave y bermeja del crepúsculo. Leer mientras pasan las horas, transcurren los paisajes, las montañas cambian de perspectiva y color, se acercan, se pierde el camino en la sombra glauca de un pinar.
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