Ermita de San Bartolomé, 11/08/10





Disfrutar del propio cuerpo, disfrutarlo, quererlo, darle juego; no sólo en el fácil placer del sexo, sino en todas las sutiles posibilidades que éste puede ofrecernos. Y quererlo como se quiere a una amante, a un muy buen amigo, el cuerpo con el que conversamos, del que nos quejamos, al que pedimos supererarse en circunstancias de extremo cansancio; el que nos pide con premura y gran exigencia un cuerpo de mujer a su lado. Hacer de él una herramienta de placer. Estas cosas iba pensando mientras subía las cuestas de la sierra al norte de Montanejos; hoy era un poco tarde y me iba a pillar de plano el calor, como tantas veces, pero de momento todo funcionaba perfectamente; ni comida ni agua encima, apenas una pizca por si acaso. Me sentía ligero, mi cuerpo sentía los pequeños matices de la sombra, el sol, la brisa, de una manera muy especial. Sentía yo a mi cuerpo, sentía acaso el sentimiento de bienestar que se desprendía de él. Lo castigo a veces, lo fuerzo al límite de sus posibilidades, pocas; pero también procuro mimarle. Hoy, por ejemplo, visto que anoche me entretuve mucho escribiendo y gozando del ruido de la fuente y la noche, le regalé una hora más de sueño; luego, pensando en la combinación de comidas y demás, decidí llegar a Montanejos por una variante menos empeñativa, lo que le permitiría desayunarse ricamente en alguna cafetería antes de internarse en el barranco de la Manzana, las laderas del Zorrero, subir las cuestas que llevan a la pequeña aldea de la Artejuela, bajar faldeando el Cubo del Cura, el Cubo de la Infanta, en fin antes de emprender el camino de San Vicente de Piedrahita donde pretendía comer.

Mi amigo el cuerpo iba conmigo de la mano esta mañana, sí, como una de esas antiguas parejas que caminan en la ciudad o pasean por el campo cogidos cariñosamente de la mano. Estar en paz con Dios y los hombres, produce esta clase de posibilidades; uno esta solo y tiene todo el tiempo del mundo para reconocer quienes son sus verdaderos amigos, sus inquietudes más íntimas; puede darse el lujo de parar en un momento el ajetreado movimiento de la mente y detenerse en pequeños detalles, ese golpe de brisa, esa leve sombra que alivia unos segundos el sofocante calor, puede observar el sudor bañando la espalda y convirtiendo la camiseta en una esponja que va dejando su reguero de sudor bajo la espalda. Me cruzo con cuatro caminantes, les pregunto por una fuente, me regalan un botella pequeña de agua. El truco me viene funcionando bastante bien desde hace una semana; seguramente debo presentar un aspecto de salvaje sediento. Al principio hacía la intención de no tomar lo que me ofrecían, pero ya no pongo cuidado en ello: pues, hombre, digo, te lo agradecería. A todo esto, y siguiendo con mi cuerpo, hace casi dos semanas que me desapareció la rigidez de cuello, el tiempo que llevo caminando; el traumatólogo que todo lo arregla diciendo que eso de esto o lo otro, en este caso de las cervicales, la última vez ni me miró. Pero el caso es que es un problema que me va preocupando y que desde luego, me parece, nada tiene que ver con las cervicales. Más bien tendría que darle la razón a mi amigo Eduardo, que algo entiende de esto y que con su chikún y alguna técnica oriental es capaz de dejarme el cuello en condiciones en media hora. Hace tiempo era en la mandíbula: igual, un paseo por el monte y la tensión desaparecía.



Ah, bendita agua; San Vicente de Piedrahita está en un alto. Son las dos de la tarde. Subestimé la distancia, el calor que hace es del carajo; y paso por los arrabales del pueblo y encuentro una fuente, y descargo y me quito la camiseta y me chapuzo como los pájaros que vienen a nuestro estanque de casa a bañarse; con las manos me doy un remojón a palmetazos, meto la cabeza bajo el grifo: ah, bendita agua. Y qué placer este inesperado baño. Y vuelvo a vestirme, a ponerme el macuto y sigo subiendo, y cuando he dejado al fondo las últimas casas, en un altillo, aparece otra fuente, y vuelvo a hacer lo propio, la cabeza bajo el grifo, ya no me quito ni la camiseta, me baño vestido. Ah, bendita agua. Y subiendo los últimos metros entre las huertas formando terrazas, dos ciruelos extienden sus ramas por encima del camino. Y vuelvo a parar y en este caso echo la mano a las ramas buscando los frutos maduros; y a punto estoy de coger un empacho de ciruelas. No sé si me va a entrar la comida en el cuerpo con tanta agua, tantas ciruelas.
Sólo un bar en todo el pueblo, no, no me pueden hacer comida, sólo bocadillos; miro a la señora de aquel antro un tanto cutre con cara de incredulidad; la tía tiene una pereza encima que no se tiene. Bueno, pero unos huevos podrá hacerme, le digo, y un poco de bacon; cuando veo que bueno, que si no hay más remedio, me lo hará, le añado una ensalada; ya no rechista, me abre una tónica, pone un cubito de hielo en el vaso y se va hacia la cocina. En un rincón oscuro veo ronronear un ventilador por encima de una mesa solitaria. Bueno, al final no está nada mal; eso del ventilador realmente es otro estimado regalo para mi amigo. Sí está contento, hoy, aparte de haberme tenido que aguantar exigiéndole aquellas cuestas en el calorazo de después del mediodía, le desayuné bien, le bañé, le alimenté; él en compensación supo también entregarme pequeños y sutiles placeres, ramalazos de poesía que no siempre están tan a flor de piel como lo estuvieron hoy. Incluso ahora que se hizo de noche hace tiempo, en una quebrada junto a la ermita de San Bartolomé, todavía le siento, cómodamente sentado con el respaldo del macuto a la espalda, con el mar del cielo cuajado de estrellas y un riachuelo cantando a su lado, le oigo decirme: qué bien tío, que bien nos lo montamos tú y yo. Gracias, amigo, ahora vamos a comer un poco, y después de contemplar un rato las estrellas, a dormir, ¿te parece?








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