Al norte de Bellprat, 28/08/10



Mi cuerpo se queja, dice que no le trato bien, que no le doy suficientes horas de sueño, que los caminos al mediodía son horriblemente calurosos. En fin que las cosas no van como a veces nos gustaría a los dos. Un día le quito la siesta y le doy lo justito por la noche y, al día siguiente, como fue el caso de ayer, no hay quien pueda con él. Ya desde los primeros pasos, tras abandonar el vivac, lo veo venir; anda perezoso, desganado, le falta fuerzas al motor. Y cuando las cosas empiezan así, malo; los kilómetros se me hacen eternos, interminables; veo despuntar el sol con temor; y después, cuando el sol se ha instalado sobre mi cabeza no tengo otra cosa que hacer que aguantar. Ni para leer me dio el ánímo ayer, cuestas y más cuestas, sin el regusto ese que me suele dar el camino, los caminillos que atraviesan los bosques por un túnel de apretada vegetación, los que se suben a los cerros y rastrean larguísimas lomas llena de pinares, los barrancos, que intrincados dejan caer sus caminos hacia el fondo en pendientes excesivas, y luego lo hacen remontar de igual manera con impiedad, casi con sadismo; aunque, también es verdad, llega el momento en que lo lleva por rincones de gran belleza, lo protege del sol, lo oscurece bajo el palio de los bojes y los pinos.



Mi cuerpo se queja con razón, desde hace días surgió un imponderable que le obliga a estar el domingo por la tarde en Igualada, y el lunes a mediodía en Madrid, y ahora, con la expectativa del tiempo corriendo tras el trasero de uno, no sé por qué el camino ha perdido algo de la gratuidad con que suelo encontrármelo. No se puede caminar estando pendiente de la hora o de los kilómetros, hacer esto no es caminar, es otra cosa. De todos modos anoche lo tendí en un lugar muy bonito, bajo una higuera, la espalda contra el macuto y el muro y le di un poco de conversación, le enseñé el valle, las estrellas, le conté que la luna saldría un poco después de que se durmiera, pero que cuando se despertara por la noche a beber un poco de agua o para cambiar de posición estaría ahí encima, delante de nosotros en mitad del cielo; le dije que se acordara de mirarla, de recordar así que esto no era una carrera sino una reunión con los amigos de siempre, luna, cielo, tierra, bosques, montañas. En fin, le animé para que dejara a un lado las preocupaciones, durmiera bien y estuviera a las cinco de la mañana con una disposición más animosa. Y parece que me hizo caso. Realmente era hermoso el lugar, me dije cuando me desperté con la luna enfrente asomando por debajo de las hojas de la higuera. El valle dormía bajo la tenue gasa de luz lunar. A lo lejos barrían la carretera los faros de algún automóvil, ladraba algún perro.
Pasamos casi a oscuras por Lilla; a Prenafeta lo dejamos a un lado tomando una variante que acorta un gran rodeo; y ahora, desayunados, aligerados de peso, ya que en el macuto sólo quedan dos lonchas de jamón, un poco de pan y una pizca de agua, vamos a darle el estirón, a ver si llegamos a comer a Villespinosa sin demasiado calor.

Pero, ay, amigo, hoy es día de sorpresas.Ya le había yo echado el ojo, y veía que no sólo no estaba rezongón y pesado como en el día de ayer, sino que se mostraba animoso, comprensivo con él animo de su dueño, que no sólo había encontrado ganas para seguir con la nove de Kazuo Ishiguro y para terminarla, una esperanzada visión de un nuevo Japón recién salido de la guerra y de los desastres de Irosima y Nagasaki, sino que además había vuelto a ese tocho que llevo leyendo ya desde hace más de una año, El canto de las sirenas, de Eugenio Trías, y es que el libro, con ser muy interesante y con la ayuda que me presta para despabilar mi ignorancia sobre música, pese a mi devota afición a ella, es tremendamente árido, aparte de que no me gusta un pelo la “florida” prosa de este hombre, que me parece retorcida y en exceso pretenciosa. No me gusta esta gente que escribe pontificando y usando un volumen de palabras muy superior al que el asunto necesita. Bueno, pues no es que mi cuerpo no sólo funcionara bien, sino que hoy está hecho todo un hombre, flexible, animoso, andarín incansable. Son las dos de la tarde, llegamos a Vallespinosa, desde la curva veo bastantes coches aparacados, date, no puede ser más que un restaurante enfrente, me digo. Craso error, el pueblo es tan pequeño que allí están reunidos todos los vehículos del lugar. Un pueblito mono, renovado, como tantos otros en Cataluña; les han sacado brillo a las casas, han revestido de barniz las madera, han dejado un entorno muy aseado acorde con la antigüedad del lugar; sí, unos pocos con dinero han resucitado el lugar visualmente, que no la vida del pueblo. No hay bar, no hay tienda, las calles están vacías. Golpeo en algunas puertas, ladra un perrillo, sale una señora gruesa. Le pregunto por un restaurante, un bar; no, no hay nada aquí. Se ofrece a darme algo para comer, no va a encontrar tampoco nada en Pontils, sólo en Bellprat, que está a dieciséis kilómetros, me dice. Acepto de buena gana la oferta de la señora. Lleno la cantimplora y unos minutos después vuelve a salir la señora con dos grandes rebanadas de pan con tomate y una lata de atún. Discutimos, al final me pide dos euros: gracias. Ya me pasó, cuando atravesaba la Península de este a oeste; en alguna zona montañosa de Portugal me quedé sin comida y sin posibilidad de encontrar un lugar donde comprarla. A la entrada del pueblo empecé a conversar con algunos aldeanos que estaban trabajando junto a la carretera; en seguida se formó un corro en donde el tema de la conversación era cómo solucionar mis dos problemas: el del sustento y el de la orientación. Había salido de los Arribes del Duero con un fajo de folios impresos, que había obtenido en un centro rural que tenían Internet; allí, con paciencia, fui cosiendo pantallazo a pantallazo con el Google Earth todo el territorio lusitano que tenía que atravesar caminando. Ni un miserable mapa de la zona tenía. Hice un rollo de veintitantos folios pegados pacientemente uno junto a otro, y que constituía mi itinerario hasta la costa gallego-lusitana. Fue aquel rollo lo que despegué ante aquellos vecinos que me miraban un tanto sorprendido cuando yo señalaba en los folios su pueblo y trataba que me indicaran el camino del río, la posibilidad de vadearlo y cómo llegar a otro pueblo que estaba más allá de los barrancos. Mientras estábamos en éstas salió la señora de la casa con media hogaza de pan, un buen trozo de queso y algo de embutido. No hubo manera de que aceptara dinero por aquello. Para encontrar mi camino, un vecino me acompañó por más de un cuarto de hora hasta dejarme justo a la entrada del barranco que debía de recorrer.



Mi cuerpo debió de agradecer la perspectiva del aquel yantar de la señora de Villaespinosa; sin embargo, lo más curioso es que metí la comida en el macuto, me puse en marcha de nuevo bajo el sol, una cuesta que subía monte arriba hacia el noreste, y no dijo ni mu. Otra vez estábamos él y yo en armonía, él contento, yo admirado de su fuerza. Eché cuentas: cinco y media a dos, menos media hora del desayuno, eran ocho horas sin parar. Bravo, mi chico. Y nada, como le veía tan bien, pues adelante, hasta que encontremos una buena sombra, un buen prado, lo que no sucedió hasta que avistamos Pontils. Eugenio Trías había recién terminado con los capítulos de Bruckner y Mahler. Eran más de las tres de la tarde. La hora de dar cuenta de las rebanadas de pan de la señora, de su lata de atún, y de un par de lonchas de jamón que me quedaban. A ello le podré añadir un buén tazón de café con leche.

Bueno, pues llegué a Pontils y naturalmente no había tampoco nada de nada; sólo me quedaba Bellprat, donde la señora que atendió a mis necesidades alimentarias me dijo que allí encontraría tienda y bar. Así que con la hora que se me echaba encima, y más por una razón bastante prosaica, y es que las pilas del gps estaban a punto de pasar a mejor vida. Y esa sí que podía ser gorda, porque mapa no llevo más que en el portátil. Así que apreté lo que pude con la idea de llegar a las ocho al pueblo. A unos cientos de metros me encuentro una pareja, no, nada, nada de nada tampoco; el pueblo está que se cae, aunque por el aspecto de alguna casa aislada parece que lo están levantando poco a poco. Me indican donde está la fuente. Esta noche me toca ayunar. Resignado tomo la pista adelante siguiendo las indicaciones del GR-7 y voy pensando en lo que me queda, tres rebanadas de pan de molde y un poco leche, eso es todo. Cuando la noche se está viniendo encima mi cuerpo me da un golpecito en el hombro y me dice que observe la aparición que se ha producido junto al camino, unos racimos de frutos negros cuelgan de las zarzamoras. Es una buena noticia, me convierto en un recolector del Neandertal por un buen rato; las moras directamente a la boca, estamos a principio de temporada pero ya va habiendo algunas maduras. Me lleva su tiempo la tarea, hasta que se hace de noche; algo ha satisfecho mi apetito. Vuelvo a echar cuentas, ahora de los kilómetros; la falta de aprovisionamiento por el camino, pueblos todos ellos tan grandes o más que otros que tenían de todo, me han obligado a hacer una jornada de cincuenta kilómetros. Y nada, aquí estamos mi cuerpo y yo más contentos que unas pascuas disfrutando de un ligero vientecillo, de las estrellas, del silencio, de los grillos grilleando en la hondonada. No va a pasar nada porque esta noche ayunemos un poco; mañana nos desquitaremos. Los tres cuartos de luna que corresponden a la noche de hoy, ya están sobre la líneas de los árboles iluminando mi vivac.



































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