La Seu d'Urgell-Madrid, 05/09/10

Hace fresco cuando salgo del hotel. La estación de autobuses está cerrada, me aposento en el exterior en el único banco de piedra a donde llega el sol. Coloco el macuto de almohada y me tumbo. El sol matinal me pega agradablemente en la cara, en todo el cuerpo. Saco el ipod, busco a Mahler, Canción de un camarada errante; cierro los ojos, escucho, me recuerda el largo peregrinaje del Tanhausser de Wagner, aquel entrañable coro de peregrinos. Todavía tardará su buena media hora en llegar el autobús. El largo errar, ¿cómo coño pudo escribir esta música un hombre que nunca tuvo esa experiencia? Vagar...
Esto, que quiso ser un díario del camino, propone como colofon del camino, ya sin fatigas ni madrugones, esta mañana, dentro del tranquilo viaje entre La Seu d'Urgell y Lleida, un revuelo de reflexiones semejantes a esas moscas que días atrás revoloteaban constantemente sobre mi cabeza buscando los intesticios de la boca o los ojos para posar allí sus negras patas, me proponen al ritmo del zigzagueo del autobús, motivos para seguir indagando en el espacio vital. No es ya el ambiente propicio de las horas previas a la madrugada, las horas cálidas del aterciopelado atardecer, sino más bien el prosaico rodar de un autobús que deshace mi andadura para reintegrarme a mi casa. Quizás suceda como aquél que echa a correr por una pendiente abajo, que necesita un tiempo para ralentizar su carrera, o que me crea que todavía estoy en el prístino mundo del camino donde la meditación zen, el esfuerzo prolongado de las piernas, las endorfinas, el sol y el aire, ejercen una mágica influencia sobre el organismo. Tanto monta: de hecho el camino continúa.
Esa equivocada creencia que sostiene la superioridad de la imaginación sobre la expresión de la propia experiencia y su ahondamiento. Bien para el que tiene en tan alto valor el aire de las conjeturas y las intuiciones; pero que creo yo que no pueden llegar a amar tanto sus textos, a estrecharlos amorosamente como parte de sí como aquél que sondea en su propio entorno, ese descubrimiento continuo de uno mismo que yéndosenos constantemente con los días volvemos a recuperar entre los dedos de la escritura en esa búsqueda amorosa del reencuentro, como aquellos cuyos textos son parte de la esencia de sí, su continuo transcurrir por el limitado tiempo de sus vidas; ese proustiano descubrimiento de quien ha de emplear sus esfuerzos, toda su labor creadora en recuperar para sí y para sus lectores la extrema gracia de sus vivencias más íntimas; ese bucear constante en las profundidades del deseo, la añoranza, el amor, incluso la decrepitud en la que en definitiva como aquel río famoso van a parar nuestros anhelos más preciados. Porque acaso escribir la propia vida no es otra cosa que recrear la principal verdad que esencialmente nos concierne, esa evidencia incontestable de que el mundo sólo es un reflejo de nuestra propia integridad, y que, por tanto, si queremos saber del mundo la única manera de acceder a él será a través de nuestra individualidad. Vemos el mundo a través de nosotros mismos, de nuestra experiencia.
Mi reciente lectura, Houellebecq, intuyo que no es otra cosa que remedos de la propia individualidad del autor, aquí y allá flashes del propio astío, de los deseos frustrados, del anhelo siempre tenso en la hondura del ser, del amor, de la ternura con la que sueña nuestro ser interno, pero que corrientemente es sustituida por los azares de la inmediatez, por la fuerza absorbente de las motivaciones de la calle, de una sociedad en donde la impronta biológica está enquistada como mecanismo obvio de supervivencia y dominio de unos sobre otros. La solución filosófica y científica que Houellebecq nos ofrece, en Partículas elementales, las posibilidades de una pervivencia sustitutoria a este mundo incapaz de vivir en paz y amorosamente, debido, parece, a nuestra codificación genética, hecha para competir y servir más a la especie que al individuo mismo, es sólo una floritura más en el lienzo de la creación literaria. Ese juego en el que el individuo tratando de escabullirse de su propia realidad, de la realidad de la sociedad en la que vive, elucubra al modo de Julio Verne sobre otros modos de resolver sus asuntos y circunnavegar el mundo, obviando así el esfuerzo de reconstrucción y de empeño personal que por fuerza tiene que ser el trabajo esencial del individuo sobre sí mismo.
¿Y no es, entonces, pese a esa apariencia de una objetiva búsqueda temática en el centro de nuestra problemática social y personal, toda esa escritura, solapada investigación del yo, de sus pulsiones sexuales, de su desazonado anhelo de referencias válidas, de asideros con que salvarse del naufragio más o menos inminente, la lucha desaforada por encontrar la paz y el sosiego en los brazos, acaso, de una mujer? ¿Fantasmas quizás ello también de una agitación interior que como huérfanos sin padre ni madre pide a gritos el calor de un regazo materno del que hemos sido excluidos por la lógica del desarrollo; destete al que en los momentos difíciles no nos resignamos intentando sustituirlo con proyecciones de cariz religioso, amoroso, sexual?
Que cojonuda vida que, con su indeterminación y sus interrogantes, consigue tenernos en pie, despiertos, en continuo tránsito entre tantos opuestos; nosotros, gullivers atrapados en los delgados hilos de los liliputienses, no resignados, sofocantemente blandos en ocasiones, fuertes y hermosos otras como héroes homéricos en los vastos campos del Illión.


















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